lunes, 31 de enero de 2011

(8) La tríada amoroso-obsesiva de “El secreto de sus ojos”.

   Tres personas pueden  ser una (sin dudas un precioso subtítulo para una película erótica sobre un ménage à trois, pero para no crear falsas expectativas, aclaro que no es el caso). Tres personas pueden ser expresiones parciales, fantasmales, de un único ser sustancial. Se llama, a pesar de la indolente e impasible definición de la Real Academia, hipóstasis[1]. Tres personas pueden unirse en una única metáfora.
   El concepto no es novedoso. Según Robert Graves, en la Europa antigua, matriarcal, prehelénica, no había dioses sino un único dios, la Gran Diosa: la Diosa Blanca. Ella tenía tres manifestaciones, las tres edades de la matriarca: doncella, ninfa y vieja fea[2]. Eran las tres fases de la luna –nueva, llena y menguante– y luego, también, el decurso natural a través de las estaciones: doncella en la primavera, ninfa en verano y vieja en invierno. Así las Erinias y Moiras en los mitos. Pero sabían que era una sola diosa. La verdadera devoción trina, el escándalo de la lógica, llegó con la Santísima Trinidad católica. Necesidad de dogma, ya que si el Hijo y el Padre no son también uno, la redención no es obra directa divina; y si no es eterno Cristo, no lo es el acto de redención, la cruz. Generación eterna del Hijo y el Espíritu, fue la solución de Ireneo; es decir, un acto sin tiempo. Es decir, no resolver el problema intelectual que comporta.   
   Sin esas aletargadas derivaciones intelectuales y en la forma de una sutil metáfora, es la tríada de Campanella. Se desarrolla a través de las dos historias perfectamente entrelazadas que hacen al relato de la película: la investigación sobre la muerte de la esposa de Morales, y la historia de amor entre Esposito e Irene.[3] En este caso, a diferencia de la griega, es una tríada masculina, conformada por Esposito (el funcionario judicial), Morales (viudo de la asesinada) y Gómez (el asesino). Parte, naturalmente, del protagonista, el personaje esencial, Esposito; es, por lo demás, aquel cuyo amor es potencialidad, y por lo tanto, son más amplias, proteicas, las posibilidades que ofrece para la metáfora y el desarrollo de la trama. Él ama a Irene, que es su superior en el juzgado en el cual trabajan; un amor inconfeso que lo mantiene detenido en el tiempo por veinticinco años, a pesar del casamiento de ella, de la distancia, del casamiento de él mismo. Solo espera. Cuando conoce a Morales, se identifica con él porque es la versión feliz y realizada de su amor (Morales sí había confesado su amor y había tenido éxito; le dice a Esposito: “no sé cómo me animé a hablarle a una mujer así”). A su vez, Morales ahora es viudo –despojado sin desilusión–  y sufre, y eso facilita la empatía. Esposito encuentra a Morales en la estación de trenes, también detenido en el tiempo, esperando por el asesino, ya ha pasado un año, y luego dice: “nunca vi tanto amor por una mujer como en los ojos de ese hombre”; ve allí su propio amor por Irene. Podríamos decir que aquí está una primera anagnórisis (reconocimiento del personaje de una condición propia ignorada).
   Pero el personaje de Esposito como metáfora amorosa se extiende y llega al homicida, a Gómez. Es la versión enferma, insana de su amor: una versión destructiva, despreciable. Por eso lo persigue con tal obstinación. Gómez es la otra cara de la moneda, pero es la misma moneda. Esposito sospecha de Gómez porque en todas las fotos aparece mirando, no a la cámara, sino a la mujer asesinada. Muchos años después, Esposito e Irene se reencuentran y recuerdan; ella saca unas fotos del brindis en el juzgado por su compromiso: en todas Esposito la mira a ella, sólo a ella, siempre a ella, igual que Gómez a su victima en aquellas otras fotos. Es la segunda anagnórisis; el Dr. Jekyll viendo en el espejo a su potencial Mr. Hyde con horror.
   Pero la historia de Esposito ha de resolverse a través de esos reflejos, Morales y Gómez, con un final propio. Después de veinticinco años, Esposito decide escribir la historia de ese homicidio. En verdad, no lo hará para matar el tiempo ni para dejar testimonio de ese caso judicial; lo hará, sin sospecharlo, para contar su propia historia con Irene. Sólo a partir de ello, de narrar, interpretar y darle un sentido a ese relato, es que logra confesarse y confesar ese amor. Superar ese estancamiento. Es la anagnórisis final y una justificación del arte: uno escribe porque ama, uno escribe para saber y decir que uno ama.
   Tres personas pueden ser una. Tres personas pueden unirse en una única metáfora. Prodigio estético e intelectual que pueden ofrecernos los grandes artistas, las grandes historias.  

(D.C)


[1] Dice el diccionario: “1. f. Rel. Supuesto o persona, especialmente de la Santísima Trinidad.” Un eufemismo para decir que no saben de qué carajo están hablando.
[2] La adjetivación es de Graves. Este blog no se hace responsable por las viejas ofendidas.
[3] La eficaz alternancia de las dos historias, el ocultamiento momentáneo de una en favor de la otra, ese engaño parcial sobre cual es el tema de la película que sólo se revela con el final, pueden hacernos recordar a “La invención de Morel”, de Bioy Casares.

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