Quedaban
dos parejas bailando, una de ellas formada por Lil y Lazuli. Lil
estaba contenta: la habían estado invitando toda la velada y, con la
ayuda de algunas copas, todo había transcurrido de la mejor manera.
Wolf los miró un momento y se deslizó afuerza, para meterse en su
despacho. Allí, en un rincón, colocado horizontalmente sobre cuatro
pies, había un gran espejo de plata pulimentada. Wolf se acercó y
se tendió sobre él tan largo como era, el rostro contra el metal,
para hablar de hombre a hombre. Ante él, un Wolf de plata esperaba.
Apretó con sus manos la fría superficie para cerciorarse de su
presencia.
-¿Qué
te pasa? -preguntó.
Su
reflejo hizo un gesto de ignorancia.
-¿Qué te apetece? -prosiguió Wolf-. No está nada mal, el ambiente de por
aquí.
Su
mano se acercó a la pared y accionó el interruptor. La habitación
se sumió de repente en la oscuridad. Sólo la imagen de Wolf
permanecía iluminada. Recibía la luz de otra parte.
-¿Cómo
es que siempre consigues arreglárteleas? -insistió Wolf-. Y además,
¿qué es lo que te arreglas?
El
reflejo suspiró. Un suspiro hastiado. Wolf se sonrió, sarcástico.
-Eso
es, quéjate. No hay nada que funcione, en resumidas cuentas. Vas a
ver, pobre imbécil. Voy a meterme en esa máquina.
Su
imagen pareció bastante contrariada.
-Aquí
-dijo Wolf- ¿qué es lo que veo? Brumas, ojos, gente... polvo sin
densidad... y ese maldito cielo como un diafragma.
-Tranquilo
-dijo con toda claridad el reflejo-. Por decirlo de algún modo, nos
estás tocando los huevos.
-Es
decepcionante, ¿no? -se burló Wolf-. ¿Tienes miedo de que me
sienta decepcionado cuando lo haya olvidado todo? Es preferible
sentirse decepcionado que seguir esperando en el vacío. De todos
modos, hay que saber qué pasa. Por una vez que se presenta la
ocasión... ¡pero contéstame, joder!
Su
interlocutor seguia mudo, con expresión de desacuerdo.
-Y
además la máquina no me ha costado nada -dijo Wolf-. ¿Te das
cuenta? Es mi gran oportunidad. La oportunidad de mi vida, sí,
señor. ¿Iba a desaprovecharla? De ningún modo. Una solución que
te hune vale más que cualquier incertidumbre. ¿O es que opinas lo
contrario?
-Lo
contrario -repitió el reflejo.
-Ya
basta -dijo Wolf con brutalidad-. He sido yo el que ha hablado. Tú
no cuentas. Ya no sirves para nada. Elijo. La lucidez. ¡Ja, ja!
Hablo en mayúsculas.
Se
levantó con dificultades. Ante él estaba su imagen, como grabada en
la hoja de plata. Volvió a encender la luz y la imagen se fue
esfumando poco a poco. Su mano, en el interruptor, era blanca y dura
como el metal del espejo.
(Capitulo
IV de “La hierba roja”. Boris Vian.)
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