sábado, 19 de marzo de 2011

(21) Ante la ley (F. Kafka).


   Ante la ley hay un portero. A este portero se le acerca un hombre del campo y le pide que le deje entrar en la ley. Pero el portero le dice que en ese momento no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta entonces si podrá entrar más tarde. “Es posible”, dice el portero, “pero ahora no”. Como la puerta de la ley está abierta igual que siempre y el portero se echa a un lado, el hombre se agacha para ver el interior a través de la puerta. Cuando el portero se da cuenta de esto, se ríe y dice: “Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta: soy poderoso. Y soy tan sólo el más inferior de los porteros. Sin embargo, de sala a sala hay porteros, uno más poderoso que el otro. Ni siquiera yo puedo soportar la visión del tercero”. El hombre del campo no ha esperado tales dificultades, la ley debe ser accesible siempre y a cualquiera, piensa, pero ahora, al observar más detenidamente al portero en su abrigo de piel, su gran nariz puntiaguda, su barba de tártaro, larga rala y negra, decide que es preferible esperar hasta que obtenga el permiso para entrar. El portero le da un taburete y le deja que se siente a un lado de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le dejen entrar y fatiga al portero con sus súplicas. A menudo, el portero le interroga, le pregunta por su tierra y por muchas otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las formulan los grandes señores, y para terminar le decía una y otra vez que no podía dejarle pasar aún. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para su viaje, las utiliza todas, por valiosas que sean, para sobornar al portero. Éste lo acepta todo, pero al hacerlo dice: “Sólo lo acepto para que no creas que te has dejado pasar algo por alto.” A lo largo de estos muchos años, el hombre observaba al portero casi sin interrupción. Olvida a los otros porteros y éste primero le parece el único obstáculo para la entrada en la ley. Durante los primeros años maldice en voz alta la desgraciada casualidad, más tarde, al irse haciendo viejo, gruñe tan sólo para sí. Comienza a chochear, y como en los largos años de estudio del portero ha llegado a conocer incluso a las pulgas de su cuello de piel, le pide también a las pulgas que le ayuden y hagan cambiar de opinión al guardián. Al final, su vista se va debilitando y no sabe si de verdad está oscureciendo a su alrededor o si sólo le engañan los ojos. Pero en ese momento sí que distingue en la oscuridad un resplandor que sale de un modo inextinguible de la puerta de la ley. Ahora no vivirá ya mucho. Antes de su muerte se concentran en su cabeza todas las experiencias de todo aquel tiempo en una pregunta, que hasta ahora no ha formulado aún al portero. Le hace una seña, puesto que no puede levantar su cuerpo que se va entumeciendo. El portero tiene que inclinarse mucho hacia él, pues las diferencias de altura han cambiado mucho en perjuicio del hombre. “¿Qué es lo que quieres saber ahora?”, pregunta el portero, “eres insaciable”. “Todos se esfuerzan por llegar a la ley”, dice el hombre, “¿cómo es que en todos estos años nadie excepto yo ha pedido que le dejen entrar?” El portero se da cuenta de que el hombre ya está llegando a su fin y, para alcanzar aún su oído que se va extinguiendo, le ruge con fuerza: “Nadie más podía tener acceso por aquí, pues esta entrada estaba destinada sólo para ti. Ahora me voy y la cierro”.

“Ante la ley”; cuento que integra el volumen titulado “Un médico rural” y que es parte del discurso del sacerdote en el capítulo IX de “Der Prozess” (El Proceso), obra de Franz Kafka.

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