Conocidos son los ejemplos en los que la literatura nos presenta al Amor como sinónimo de Vida. Basta con ojear en un café a las tres de la tarde cualquier libro de poesía amorosa y encontraremos alguno. Creo, sin embargo, que vale la pena recordar uno del cual Edgar Allan Poe nos hace conocedores en El entierro prematuro.
Según nos relata, Victorine Lafourcade, ademas de ser una joven muchacha de ilustre y rica familia, era muy bella, razón por la cual (ya que las anteriores nunca ha sido validas para el amor) el joven Julien Bossuet la pretendía. No era el único, claro está. Las esbozadas razones eran más que suficientes hacia el 1810 francés para hacerse merecedora de un escuadrón de pretendientes1. La srta. Lafourcade lo correspondía pura y honestamente, sin embargo, por razones de orgullo de casta, se desposó con un tal monsieur Renelle, diplomático y banquero de renombre más bien modesto. Monsieur Renelle la descuido y maltrato, por lo cual no fue sorpresa, tras unos años de miserable matrimonio, el anuncio de su muerte. Julien, devastado por el amor, fue a la tumba de su amada con el propósito, quizás romántico, quizás no, de cortarle una trenza, para conservar al menos algo de la persona que amaba. Dado el tema de la narración poeniana es sabido que en el momento en que el joven comenzó a cortar la trenza, su amada despertó de entre los muertos (o mejor dicho de entre los aparentemente muertos). La historia es hermosa y continúa, sin embargo no importa eso a la finalidad de este artículo. Lo que verdaderamente importa, es que esto parece ser una reformulación más del paralelismo Vida-Amor2.
Sin duda alguna la prosa de Poe supera en mucho a la que aquí tengo el atrevimiento de presentar, por lo cual recomiendo a los lectores lean por su propia cuenta esta pequeña historia que tan útil me resulta para comenzar mis reflexiones.
Y es que a toda persona le llega en su vida una oportunidad de dudar sobre la veracidad de dicho concepto3. En mi caso esta se presento cuando un amigo con pretensiones de poeta fue abandonado por una señorita de nombre cuyo nombre se ha perdido en los anales de la historia a quien había dedicado su vida y obra. La mencionada era poseedora, según mi amigo, de cuanta virtud en esta vida y en la otra existiese. No hay quien niegue que sus facciones eran de una europea perfección, sus gestos gráciles y delicados, y su alma noble. Quizás estas hayan sido las razones por las cuales mi amigo creyó que alcanzaría con ella el Amor, y con este la Vida.
Desafortunadamente, el largo camino cambia a las mujeres, y la señorita en cuestión habría de servir de prueba a este axioma. Su corazón cambio. Y con el, su Amor. El desdichado lloró, suplicó, escribió algunos de sus mejores versos (ya que estaban inspirados por el Amor y el Dolor a la vez argumentaba él), volvió a llorar, pidió perdón, hasta que finalmente se rindió a la Muerte4.
No confundan mis palabras con el anuncio de un suicidio. Él sigue vivo. Al menos en la acepción burguesa y mundana (valga la redundancia) de la palabra. Su cuerpo aún cumple con la exactitud de un autómata las funciones básicas, su vida transcurre en una rutina de estudios y trabajos que le resultan agobiantes y vacíos, pero que realiza sin emitir queja alguna. Sin embargo, la perdida del Amor lo ha condenado a la Muerte. O mejor aún, ha sido el Amor quien lo ha condenado a la Muerte. Sentado en un sofá, me mira con la cara en penumbras internas y me dice: “Al haberla perdido, he perdido todo cuanto significaba algo para mí, es cierto que pensé en suicidarme, pero tome en cuenta compañero que la Verdadera Muerte es, al igual que la Verdadera Vida, un producto del Amor, por lo cual un suicidio no es más que una cobarde redundancia. Por lo tanto, ¿a que buscar lo que ya poseo?”. Luego, se para y se va. Se va llorando eternamente en su alma por su condición5. Y yo, me pregunto, con terror y ansiedad de encontrar la respuesta, si su reflexión será cierta. En cualquier caso, la Vida (y por lo tanto el Amor) son la mayor apuesta que realizamos en nuestra existencia. Podemos ganarlo todo, o perderlo todo.Y a mi, lo digo sin pretensiones y hasta con un poco de verguenza, siempre me ha gustado apostar.
(A.M)
1Estos pretendientes, se asemejan en cierto modo a aquella juventud de Alcino que acosaba a la fiel Penélope. Al menos sus razones para querer el catre coincidían en lo fundamental: las ventajas económico-sociales. Si Penélope podría haber obtenido mejor rédito cediendo voluntariamente a sus propuestas, es otra cuestión.
2Todos hemos aprendido de memoria el trilladísimo romance del Enamorado y la Muerte. Particularmente me agrada que la muerte triunfe. Pero pienso también en Rebelde, de Juana de Ibarbourou, que al fin y al cabo es en ciertas imágenes de particularidad sensualidad donde más vital se muestra (y si se me permite la asunción, quisiera decir que la sensualidad es parte del amor). En ambos gana la muerte, pero en este último la victoria es solo aparente.
3A algunos estas ocasiones parecen perseguirlos con especial ahínco.
4Debe quedar bien claro que el argumento de un poetastro desilusionado no puede ser confudido con ningún tipo de teoría literaria que quiera alcanzar cierta validez, e incluso con ningún tipo de razonamiento, sea este lógico o retórico.
5Quien crea que este individuo es un pesado, estará pensando lo mismo que su círculo íntimo, con una pequeña distinción: nosotros efectivamente tenemos que escucharlo. Agradezca que esto es tan solo un artículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario