domingo, 5 de febrero de 2012

(80) Lo inenarrable (algo, desde Valizas).

I-Mar.
  
   Sólo ahora, en Montevideo, puedo, al menos, intentar poner en lenguaje esa sensación. Días atrás, era del orden de lo corporal: una aprehensión dulce y tenebrosa. Ciertamente, no era la mera cercanía del mar; en esta misma noche, desde la casa de todos mis días, no son muchos los metros que de él me separan y semejante impresión no me asiste. O mejor aún, no son muchos los metros que de este mar me separan, el Río de la Plata; no de aquel, el de Valizas: él que quiero referir. Es que este, a pesar de su bien ganada fama de tahúr devorador de naves, no puede evitarme la conciencia, clara, inevitable, que la civilización lo ha domesticado, que ha pactado con los hombres, y que más allá, está la certeza del cemento porteño que crece y palpita. El otro, en cambio, es todavía un lobo estepario: es una línea, una frontera de la civilización. Tras ella –no caeremos en el facilismo cientificista de aseverar allí la inverosímil costa africana–, está lo indómito, la nada, la muerte, el misterio. Y más.
   La frontera, ese espacio de arena y agua donde rompen las olas, es lo que provoca; a un tiempo, aterra y seduce: la inmensidad y el vacío,  y su dialéctica con el placer, todo cuerpo, todo voluptuosidad. Quien entra en ese mar, puede perderse en el goce o, pocos metros más adentro, perderse irreversiblemente bajo una ola. Vivir en esa frontera es caer en su juego y someterse a su lógica radical de civilización/naturaleza, vida/muerte, placer/dolor. Es sostenerse absorto o extasiado en el vértigo del pretil o el precipicio; suspender el juicio invadido de ese límite. Lo inenarrable.      
   Allí, en ese umbral, se prodigan las metáforas; él mismo es una metáfora. Del deseo, la infinitud, la incertidumbre. De lo inasible: aquello que se goza sin que jamás haya una correspondencia plena, como ciertos amores. No en vano, ahora entiendo, durante mi primer día en la frontera me embargó una agobiante melancolía por una mujer demasiado querida; la carga simbólica era la misma. Y hube de echarla de menos.


II-Cielo.

   Si nuestro objeto es “un algo” inenarrable, sea la frontera, la sensación que impone la frontera o acaso ambas, pareciera estamos frente a un fracaso, un abismo del lenguaje, y cuanto he escrito no tiene razón de ser. Sin embargo, esto es más complejo: “El lenguaje no puede exponer su fracaso sino con los mismos recursos con los cuales siempre triunfa: la retórica, la poesía, la escenificación, el drama. Así, sin darse cuenta del todo, hace una habilísima puesta de su desesperación ante la imposibilidad de alcanzar a su objeto, precisamente para lograr la dimensión paradojal de un objeto inefable, un objeto más-allá-del-lenguaje, una realidad inaccesible a los recursos de la literatura o del discurso. Ha fundado, se diría, un objeto religioso, o un objeto sublime”. Es el proceso del lenguaje el que acaba por instituir al objeto mágico: no fracaso y error, sino paso imprescindible el del discurso. De fondo, la idea de que lo que no puede ser nombrado, no existe en verdad. Curioso es que estas palabras iluminativas, que pastorean por la página 46 de “El miedo es el mensaje”, de Sandino Núñez, las haya leído justo en la frontera, frente al océano de Rocha, frente a aquello inenarrable.
   El cielo, el nocturno, entretejido de estrellas, también juega a ser frontera. Pero, a diferencia del mar, su metáfora no es tanto espacial sino referida a esa otra intuición: el tiempo. Quien se expone a esa luminosa nocturnidad lo suficiente, puede recobrar los años perdidos, las edades del hombre: las estrellas cifran los hechos del decurso universal. Allí está todo. Desde el vertiginoso instante presente hasta aquella difusa noche en que el griego puso formas y nombres a esos brillos. Miro el cielo. Un amigo, a mi lado, especula que si conociera con más precisión las constelaciones, disfrutaría más de esa visión. Pienso, y no digo, que en verdad ese conocimiento parcial es una suerte, una posibilidad: descubrir nuevamente, como una intuición, las figuras estelares, jugar a descifrarlas y mejorarlas sin preconceptos. Un Pierre Menard estelar. Acaso de esa manera, la imaginación, más elástica y entrenada, las acepté con otra inocencia y gratitud, sin esa resistencia propia del escepticismo del ciudadano de estas épocas y ciudades. Y así, luego, ver ese cielo y que los prodigios resulten posibles y naturales. Las alas industriosas de Dédalo horadaron esas alturas. Esa luna llena iluminó los pasos cansinos del minotauro por su laberinto. Las mismas estrellas, la galaxia toda, no tienen otro origen que la lactancia subrepticia, de contrabando, de Heracles.


III-Epilogo.
  
   Voy a especular un poco más. Esa renovada experiencia de la sensación, de lo inenarrable, con las estrellas dejando trazas de historias sobre nuestras cabezas, bien puede permitirnos una alter compresión de los mitos; resignar la aletargada idea, que pulula en tantos textos (como en el del mismísimo Mondolfo) y no es sino un denuesto a las condiciones intelectuales del pueblo griego, que los mitos son explicaciones mágicas para los hechos de la naturaleza, y asumirlos entonces, entre otras cosas, como expresiones complejas de lo inenarrable. Allí donde el lenguaje parecía fracasar, donde la sensación se sobreponía a lo decible, urdieron relatos para crear en el orden del pensamiento y apresar a esa sensación, tal como describía Sandino(1). Y hubo una herramienta: su lenguaje, que fue el de la metáfora. Nada menos que aquello que nos ofrece la sensación, si la llevamos a fondo. Chesterton, en su disputa sobre las alegorías con Croce, las defendió arguyendo que estas bien pueden ser otros lenguajes originales, propios, distintos de aquellos que les daban sustento: lenguajes emergentes, reclamados por la necesidad de expresar. Fuere para la vida, la muerte, el amor, la guerra, la pena insondable, la desesperación; ahí estaba la metáfora. Para el mar, los cielos, las sombras, las edades del hombre. Ahí, la metáfora.
   Acaso todo proceso literario trasunte entre la sensación que escapa al lenguaje y la busca de la retorica para esa fuga. Así ocurrió con este texto, que lejos del mar, de las estrellas, del amor y su nostalgia, se resignó a perseguirlos con palabras y otros símbolos.


D.C



(1)"el mito ha de expresar en forma sucesiva y anecdótica lo que es supratemporal y permanente, lo que jamás deja de ocurrir y que, como paradigma, vale para todos los tiempos. Mediante el mito queda fijada la esencia de una situación cósmica o de una estructura de lo real…”. José Echeverría; "Eritis sicut diis", “Asomante”.


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