miércoles, 28 de septiembre de 2011

(64) Bucólicas de Virgilio

Con motivo de los primeros calores en tierras charruas, me puse a releer las Bucólicas de Virgilio. Quisiera aquí compartir algunas de ellas. La traducción que pongo a continuación es de Eugenio de Ochoa, así que puede que no sea la más actualizada. Sigue siendo, sin embargo, una buena traducción:

Bucólica I

MELIBEO
¡Títiro!, tú, recostado a la sombra de esa frondosa haya, meditas pastoriles cantos al son del blando caramillo; yo abandono los confines patrios y sus dulces campos; yo huyo del suelo natal, mientras que tú, ¡oh Títiro!, tendido a la sombra, enseñas a las selvas a resonar con el nombre de la hermosa Amarilis.
TÍTIRO
A un dios, ¡oh Melibeo!, debo estos solaces, porque para mí siempre sera un dios. Frecuentemente empapará su altar la sangre de un recental de mis majadas; a él debo que mis novillas vaguen libremente, como ves, y también poder yo entonar los cantos que me placen al son de la rústica avena.
MELIBEO
No envidio, en verdad, tu dicha; antes me maravilla, en vista de la gran turbación que reina en estos campos. Aquí me tienes a mí, que, aunque enfermo, yo mismo voy pastoreando mis cabras, y ahí va una, ¡oh Títiro!, que apenas puedo arrastrar, porque ha poco parió entre unos densos avellanos dos cabritillos, esperanza, ¡ay!, del rebaño, los cuales dejó abandonados en una desnuda peña. A no estar obcecado mi espíritu, muchas veces hubiera previsto esta desgracia al ver los robles heridos del rayo . Mas dime, Títiro, ¿quién es ese dios?
TÍTIRO
Simple de mí, creía yo, Melibeo, que la ciudad que llaman Roma era parecida a esta nuestra adonde solemos ir los pastores a destetar los corderillos; así discurría yo viendo que los cachorros se parecen a los perros y los cabritos a sus madres, y ajustando las cosas grandes con las pequeñas; pero Roma descuella tanto sobre las demás ciudades como los altos cipreses entre las flexibles mimbreras,
MELIBEO
¿Y cuál tan grande ocasión fue la que te movió a ver a Roma?
TÍTIRO
La libertad, que, aunque tardía, al cabo tendió la vista a mi indolencia cuando ya al cortarla caía mas blanca mi barba; me miró, digo, y vino tras largo tiempo, ahora que Amarilis es mi dueña y que me ha abandonado Galatea; porque, te lo confieso, mientras serví a Galatea ni tenía esperanza de libertad ni cuidaba de mi hacienda, y aunque de mis ganados salían muchas víctimas para los sacrificios y me daban muchos pingües quesos, que llevaba a vender a la ingrata ciudad, nunca volvía a mi choza con la diestra cargada de dinero.
MELIBEO
Me admiraba, ¡Amarilis!, de que tan triste invocases a los dioses y de que dejases pender en los árboles las manzanas. Títiro estaba ausente de aquí; hasta estos mismos pinos, ¡oh Títiro!, estas fuentes mismas, estas mismas florestas te llamaban.
TÍTIRO
¿Qué había de hacer? Ni podía salir de mi servidumbre ni conocer en otra parte dioses tan propicios. Allí fue, Melibeo, donde vi a aquel mancebo en cuyo obsequio humean un día en cada mes nuestros altares; allí dio, el primero, a mis súplicas esta respuesta: "Apacentad, ¡oh jóvenes!, vuestras vacas como de antes; uncid al yugo los toros."
MELIBEO
¡Luego conservarás tus campos, venturoso anciano!, y te bastarán sin duda, aunque todos sean peladas guijas y fangosos pantanos cubran las dehesas. No dañarán a las preñadas ovejas los desacostumbrados pastos ni se les pegará el contagio del vecino rebaño a las paridas. ¡Anciano venturoso! Aquí respirarás el frescor de la noche entre los conocidos ríos y las sagradas fuentes; aquí las abejas hibleas, apacentadas en los sauzales del vecino cercado, te adormecerán muchas veces con su blando zumbido; aquí cantará el podador bajo la alta roca, y entre tanto no cesarán de arrullar tus amadas palomas ni de gemir la tórtola en el erguido olmo.
TÍTIRO
Por eso antes pacerán en el aire los ligeros ciervos y antes los mares dejarán en seco a los peces en la playa; antes, desterrados ambos de sus confines, el Parto beberá las aguas del Araris o el Germano las del Tigris, que se borre de mi pecho la imagen de aquel dios.
MELIBEO
Y entre tanto nosotros iremos unos al África abrasada, otros a la Escitia y al impetuoso Oaxes de Creta, y a la Bretaña, apartada de todo el orbe; y ¿quién sabe si volveré a ver, al cabo de largo tiempo, los confines patrios y el techo de césped de mi pobre choza, admirándome de encontrar espigas en mis campos? ¿Un impío soldado poseerá estos barbechos tan bien cultivados? ¿Un extranjero estas mieses? ¡Mira a que estado ha traído la discordia a los míseros ciudadanos! ¡Mira para quién hemos labrado nuestras tierras! Injerta ahora, ¡oh Melibeo!, los perales, pon en buen orden las cepas; id, cabrillas mías, rebaño feliz en otro tiempo; ya no os veré de lejos, tendido en una verde gruta, suspendidas de las retamosas peñas. No entonaré cantares; no más, cabrillas mías, pastoreándoos yo, paceréis el florido cantueso ni los amargos sauces.
TÍTIRO
Bien pudieras, empero, descansar aquí conmigo esta noche en la verde enramada; tengo dulces manzanas, castañas cocidas y queso abundante. Ya humean a lo lejos los mas altos tejados de las alquerías y van cayendo las sombras, cada vez mayores, desde los altos montes.



Bucólica III


MENALCAS
Dime, Dametas: ¿de quién es ese rebaño? ¿Acaso de Melibeo?
DAMETAS
No; es de Egón, que me lo confió pocos días ha.
MENALCAS
¡Rebaño siempre infeliz! Mientras su dueño se está al lado de Nerea, recelándose de verme preferido, aquí extraño pastor ordeña dos veces en cada hora sus ovejas, quitando así la sustancia al ganado y la leche a los corderos.
DAMETAS
Cuenta que tales denuestos no se dicen a hombres. Ya sabemos lo que te... cuando tus chivos te miraron de reojo... y en cuál gruta sagrada..., pero indulgentes las ninfas lo echaron a risa.
MENALCAS
Sería cuando me vieron cortar con maligna podadera los arbolillos y los majuelos nuevos de Micón.
DAMETAS
O aquí, junto a estas añosas hayas, cuando rompiste el arco y la zampoña de Dafnis, que mirabas con envidia, perverso Menalcas, porque sabías que se los habían regalado, y si no hubieras cebado en algo tu ira, de seguro te mueres.
MENALCAS
¡Qué no harán los amos cuando a tanto se atreven los siervos! ¡Acaso no te vi yo, malvado, sustraer con tretas un cabrito de Damón, mientras ladraba Licisca a todo ladrar? Y cuando yo gritaba: "¿Adónde se escapa ése? ¡Títiro, recoge el hato!", tú te escondías detrás de los carrizales.
DAMETAS
¿Por que, puesto que le vencí en el canto, no me entregaba aquel cabrito que le gané con mis versos al son de mi zampoña? Mía fue, si lo ignoras, aquella res, y el mismo Damón me lo confesaba; pero se negaba a devolvérmela.
MENALCAS
¡Tú vencerle en el canto! ¿Supiste tú nunca tañer las cañas unidas con cera? ¿No andabas tú, ignorante, sembrando despreciables versos por las callejuelas con tu rechinante caña?
DAMETAS
¿Quieres que probemos a ver alternativamente de lo que es capaz cada uno de nosotros? Yo apuesto esta becerrilla (y para que no la tengas en menos, te dire que se deja ordeñar dos veces al día y está criando dos chotos); dime ahora que prenda empeñas en la lid.
MENALCAS
Nada me atrevo a apostar contigo de mi rebaño, porque tengo un padre y una desabrida madrastra que dos veces cada día me cuentan ambos las reses, y uno de ellos en particular las crías; pero supuesto que das en esa locura, apostaré, y tú mismo confesarás que es prenda de mucho mas valor, dos copas de haya cinceladas por mano del divino Alcidemón, en las cuales una flexible vid, torneada de relieve en derredor con fácil giro, cubre los racimos mezclados con la pálida hiedra. En medio tienen dos figuras: una la de Conón y... ¿cuál fue aquel otro que trazó con el compás toda la redondez de la tierra habitada y señaló la época propia para los segadores y la que conviene al encorvado arador? Todavía no las he acercado a mis labios y las conserve bien guardadas.
DAMETAS
También para mi labró Alcidemón dos copas, cuyas asas rodeó con blando acanto y esculpió en el centro a Orfeo y a las selvas que le van siguiendo. Todavía no las he acercado a mis labios y las conserve bien guardadas. Si con mi novilla las comparas, verás que no hay razón para alabarlas tanto.
MENALCAS
No esperes escapárteme hoy; a todo me allano; óiganos solamente aquel que viene hacia aquí. Palemón es; yo haré que a nadie en adelante desafíes a cantar.
DAMETAS
Pues comienza si algo tienes que decir; por mi no habrá demora. Yo a nadie recuso; solo es preciso, vecino Palemón, que nos escuches con atención suma, porque la cosa es grave.
PALEMÓN
Cantad, puesto que estamos sentados sobre la blanda hierba. Ahora florecen las campiñas y los árboles, ahora las selvas se ven cubiertas de hoja; el año está ahora en toda su hermosura. Empieza, Dametas; tú, Menalcas, le seguirás después. Cantad alternativamente; los cantares alternados gustan a las Musas.
DAMETAS
Empecemos por Júpiter, ¡oh Musas! De Júpiter están llenas todas las cosas. Él fecunda las tierras, él inspira mis cantos.
MENALCAS
Y a mí me protege Febo; por eso tengo siempre ofrendas para él, laureles y el suave encendido jacinto.
DAMETAS
Galatea, niña traviesa, me tira una manzana y huye hacia los sauces, mas antes de esconderse procura que la vea.
MENALCAS
De propio grado se me ofrece Amintas, mi amor, y tanto que la misma Delia no es ya mas conocida de mis perros.
DAMETAS
Dispuestas tengo las ofrendas para mi Venus, porque conozco bien el sitio donde anidan las ligeras palomas torcaces.
MENALCAS
Diez pomas de oro, cogidas por mí del árbol, he enviado a mi zagal. No pude más; mañana le enviaré otras tantas.
DAMETAS
¡0h, cuántas y cuán dulces cosas me ha dicho Galatea! Llevad, ¡oh vientos!, una parte de ellas a los oídos de los dioses.
MENALCAS
¡De qué me vale, Amintas, que no me desdeñes, si mientras tú acosas a los jabalíes yo me quedo guardando las redes?
DAMETAS
Envíame mi Filis; hoy es mi natalicio, Iolas; cuando inmole una becerra para alcanzar buenas mieses, ven tú.
MENALCAS
¡Oh Iolas! Amo sobre todas a Filis, porque lloró cuando me partí, y en un largo adiós: "¡Adiós -me dijo-, gentil Menalcas!"
DAMETAS
Terribles son el lobo para los rediles, los aguaceros para las mieses maduras, los vendavales para los árboles y para mí el enojo de Amarilis.
MENALCAS
Grata es la lluvia para los sembrados, grato es el madroño a los destetados cabritillos; el flexible sauce es grato a las preñadas ovejas. Para mí solo es grato Aminta.
DAMETAS
Polión gusta de mis cantos, aunque pastoriles. Musas, apacentad una novilla para vuestro lector.
MENALCAS
También Polión compone versos por nuevo estilo. ¡Oh Musas!, apacentad para él un novillo que embista ya y esparza al viento la arena con los pies.
DAMETAS
El que bien te quiera, ¡oh Polión!, venga adonde se regocije de verte; para él corran arroyos de miel; produzca amomos para él la punzante zarza.
MENALCAS
El que no deteste a Bavio, guste de tus versos, Mevio, y unza al yugo raposas y ordeñe machos cabríos.
DAMETAS
Vosotros, mancebos, los que andáis cogiendo flores y la humilde fresa, huid de aquí; la fría culebra se oculta debajo de la hierba.
MENALCAS
Guay, ovejuelas, detened el paso; no es segura la orilla; los mismos carneros están ahora secando su vellón.
DAMETAS
Aparta del río mis cabras, Títiro; yo mismo, cuando sea sazón, las lavaré todas en la fuente.
MENALCAS
Zagales, recoged las ovejas; si el calor les seca la leche, vanamente las ordeñaremos como antes.
BAMETAS
¡Ay! ¡Ay!, ¡cuán flaco está mi toro en medio de estos abundosos pastos! La misma pasión de amor trae perdidos al ganado y al ganadero.
MENALCAS
No es, por cierto, causa el amor de que mis ovejas estén en los huesos; yo no sé quién aoja a mis tiernos corderillos.
DAMETAS
Dime, y serás para mí el grande Apolo, en qué tierras no se ven mas que tres brazas de cielo.
MENALCAS
Dime en qué tierras nacen las flores llevando estampados los nombres de los reyes, y Filis sera para ti solo.
PALEMÓN
No me es dado ajustar entre vosotros tan porfiadas lides; ambos merecéis la novilla, como cualquiera otro que o tema dulces amores o los experimente amargos. Zagales, cerrad ya las acequias; bastante ban bebido los prados.



Bucólica VI


SILENO
Mi musa se estrenó en el verso siracusano y no se avergonzó de habitar en las selvas. Cuando iba a cantar los reyes y las batallas, Apolo me tiro de la oreja y, reprendiéndome, me dijo: "Títiro, atienda el pastor a apacentar un lucido rebaño y cante versos humildes; por eso ahora cultivaré la poesía campestre al son del blando caramillo, ya que te sobrarán, ¡oh Varo!, quienes aspiren a decir tus loores y cantar las tristes guerras. Canto lo que me manda Apolo; con todo, si alguno leyere estos versos y se prendare de ellos, verá que a ti, ¡oh Varo!, te cantan nuestros tamariscos y todas nuestras selvas; porque ninguna página es mas grata a Febo que aquella en que está escrito el nombre de Varo.
Proseguid, ¡oh Piérides! Los mancebos Cromis y Mnasilo vieron un día a Sileno dormido en una cueva, hinchadas, como siempre, las venas con el vino que había bebido la víspera. Las guirnaldas caídas de su cabeza yacían esparcidas en torno y de su mano pendía un pesado cántaro con el asa desgastada. Tíranse sobre él y le atan con sus mismas guirnaldas, resentidos con el viejo porque muchas veces los había engañado prometiéndoles versos. Agrégase a los tímidos mozos como compañera y les viene en ayuda Egle, la mas hermosa de las Náyades, y apenas abre los ojos, le pinta la frente y las sienes con rojas moras. Él, riéndose de la burla: "¿Por que me habéis atado? -les dice-. Desatadme, muchachos; basta que se vea que habéis podido atarme. Oíd los versos que deseáis que os cante: para vosotros, los versos; para ésta reserve otra merced." Y al mismo tiempo empieza a cantar. Vieras entonces danzar a compás los faunos y las fieras y mecer sus copas las ásperas encinas. No se alborozan tanto las rocas del Parnaso con los cantos de Febo, ni el Ródope ni el Ismaro se maravillan tanto con los de Orfeo.
Porque canto cómo estaban confundidos en el inmenso vacío los elementos de las tierras, del aire, del mar y del líquido fuego; cómo estos primeros elementos dieron principio a todas las cosas y al mundo mismo, tierno todavía; cómo empezó a endurecerse el suelo y empezaron a separarse los ríos del mar y a tomar poco a poco sus formas los objetos. Ya las tierras se asombran de ver brillar el nuevo sol, ya de ver caer las lluvias de lo alto, disipándose las nubes, ya de ver que empiezan a brotar las selvas y de que vayan escasos brutos por los montes desconocidos. Después canto las piedras que arrojara Pirra, y el reinado de Saturno, y las aves del Cáucaso, y el robo de Prometeo. Añade a estas cosas la historia de Hilas, abandonado en las aguas, a quien llamaban los marineros cuando en toda la playa resonaba: ¡Hilas, Hilas! Y canta a Pasífae enamorada de un toro blanco como la nieve, a Pasífae feliz si nunca hubiera habido ganados. ¡oh virgen desventurada! ¿Qué locura se apoderó de ti? Las hijas de Preto llenaron los campos de falsos mugidos, pero ninguna siguió tan torpes ayuntamientos con los ganados, aunque temían el arado para su cuello, y algunas veces se tocaban la lisa frente, creyendo hallar astas en ella. ¡Ah virgen desventurada!, ahora andas errante por los montes, y él, tendido su níveo costado sobre el blando jacinto, rumia pálidas hierbas a la sombra de una negra encina o sigue a alguna vaca en un gran rebaño. ¡Cerrad, oh Ninfas, cerrad ya, oh Ninfas Dicteas, las entradas de los bosques! Acaso verán mis ojos algunas errantes pisadas del toro amado; acaso tambìén, atraído por la verde hierba o siguiendo a los ganados, algunas vacas le conduzcan a los establos gortinios. Luego canta a la doncella prendada de las manzanas del jardín de las Hespérides; luego rodea a las hermanas de Faetón con el musgo de una amarga corteza y las levanta de la tierra convertidas en erguidos álamos. Canta, además, a Galo, errante junto a los ríos del Permeso, y cómo una de las nueve hermanas le condujo a los montes Aonios, y cómo en su presencia se levantó todo el coro de Febo, y cómo el pastor Lino, ceñido el cabello de flores y amargo apio, le dijo en divinos versos: "Recibe este caramillo que te dan las Musas y que dieron antes al anciano de Ascra, con el cual solía atraerse de los montes, cantando, los ásperos fresnos. Con él dirás el origen del bosque Grineo, para que no haya así ninguno de que más se precie Apolo." ¡Diré que canto a Escila, hija de Niso, de quien es fama que rodeaban su blanco vientre monstruos labradores, que fatigó las naves de Ulises, y en el profundo abismo hizo que despedazasen, ¡ay!, los perros marinos a sus trémulos nautas, y que canto también los miembros transformados de Tereo? ¿Cuáles manjares, cuáles dones dispusiera para él Filomela? ¡Cómo tendió su vuelo hacia los desiertos y cómo antes revoloteaba el infeliz por encima de su propio techo?
Todas aquellas cosas que en otro tiempo oyó cantar a Apolo el feliz Eurotas, y el dios enseñó a los laureles, cantó Sileno; los valles, conmovidos, las llevan hasta los astros. Al fin mandó recoger las ovejas en los rediles y contarlas, y con pesar del cielo, se levantó la estrella de Venus.

martes, 20 de septiembre de 2011

(63) Ensayo sobre los regalos.

   Despertó al mundo de los regalos apenas dos meses tras haber despertado al mundo de la vida, en su primer navidad. Un muñeco del nunca bien ponderado topo Gigio (mamífero placentario de la familia de los Talpidae, renombrado por intimar a las damas mimos en la postrera noche –verbigracia: “¿me das el besito de las buenas noches?”–) puesto bajo el árbol “in nomine patris Noel” y que, por todo juego, sus incipientes dientes mordieron con fruición. Claro, esas eran épocas confusas e inconscientes; me corrijo, todas son épocas confusas e inconscientes, pero aquellas impulsaban las incógnitas a los límites mismos del ser y el tiempo: el recién nacido se confunde con el mundo, es uno con él, y no posee sino el inasible y fugaz instante presente; todo ello, mala plaza para algo así como el regalo: momento hecho de una sucesión de momentos, en que se entrega en clave de homenaje.
   Así lo sintió luego, y el ahora niño, atesoró una pelota de fútbol, autitos, lápices de colores, mazos de cartas, puzzles, varios equipos completos (camiseta, pantalón y medias) de Miramar Misiones –el fútbol, como la venganza, lega caprichos filiales tan firmes y absurdos como el destino–: botines de guerra cumpleañeros. Aún a su corta edad, pudo conmoverse con el esfuerzo que cifraban algunos regalos modestos y con la cándida inocencia de sus padres: expectantes a sus señales de júbilo al descubrir tras los envoltorios el objeto anhelado.
   Pero pronto, cierta insatisfacción comenzó a campear en su vida. Los objetos materiales eran tentadores, pero la engañosa tensión del deseo del “quiero/consigo”, libre de toda perdurabilidad y trascendencia, le provocaba un vacío de angustia. Fue entonces que el adolescente se decantó por los regalos del espíritu: mundo infinitamente más rico, pero también más oculto, arduo y sinuoso. Las palabras (las de los libros, las propias, las de otros, las huérfanas y diseccionadas en alguna página/morgue olvidada de un diccionario maltrecho), el trato con las mujeres (su mera cercanía –dulce contigüidad–, su aroma, sus palabras, el dibujo que hacen sus labios cuando dicen esas palabras, la esperanza irracional que le imponen al alma con su sonrisa) y las alegrías ajenas fueron la materia de sus goces.         
   Tras varias mujeres y varios libros, una inopinada ofrenda llegó a él: la tristeza. A veces era suave y dulce, a veces feroz e implacable. A veces le inspiraba grandes obras, versos y cuentos memorables; a veces lo demolía hasta reducirlo a la pasiva oscuridad de su pieza. Pero siempre, y lo sabía, expresaba el estrepitoso latido de la vida, la naturaleza de un alma que sentía, quería, soñaba, buscaba, sin precauciones. Alguna vez convivió demasiado con esa tristeza y hubo de pagar por ello; alguna vez jugó a librarse de ella.
  En esas lides del espíritu, llegó el día en que la conoció a ella. Y con “ella”, oh hermenéutico lector, me refiero a esa mujer que fue Beatrice para el Dante y Laura para Petrarca, mujer amada y musa inspiradora. Siguiendo el mandato bíblico –él no creía, pero la falta de fe no nos proscribe la metáfora– podemos decir que su belleza bien podía ser “todo para todos”, y siguiendo el homérico, que nunca dio cabal cuenta de los rasgos de Helena, que describirla ciertamente no haría honor a esa belleza, irreductible a palabras. Con todo, esta acaso meliflua afirmación no hubiera sido nada para él si no hubiera existido esta otra: con ella, realmente sentía que se comunicaba, que trascendía de su yo cotidiano (lleno de rutinas y mezquindades) hacia algo más. Ella era un alter alma, un otro, pero no extraño sino reconocible y deseable: con el que se podía identificar y jugar a ser uno. Ejerciendo economía verbal: la amaba.
   Sí, la amaba. Esta no es una noción que debe ser tomada a la ligera: el amor no es cualquier regalo. Su naturaleza esquiva y caprichosa (simplemente ocurre o no: de él podríamos decir aquel verso de Angelus Silesius “la rosa sin porqué, florece porque florece”), compleja y absoluta, lo hacen la dadiva mayor. Amar, provocar amor: magias inextricables.
   Él le regaló un libro. Una tarde. Es que fue entonces que lo supo; no es que le haya regalado el libro porque la amaba, sino que descubrió que la amaba cuando le regaló aquel libro. Por eso cada ofrenda es un misterio: nunca se sabe en verdad quien da y quien recibe. Los puñales y los besos tienen el mismo sabor, el mismo filo. Ella lo retribuyó con una sonrisa y fue allí que él lo supo. Hecho una contradicción, sintió toda la felicidad y también toda la pena que un hombre puede sentir, la esperanza y la desazón, y la historia completa de ese amor estuvo en él en ese momento único. Acaso hubo un beso; acaso, no. Él le regaló un libro. Ella un destino.
   Ahora, y ya es tiempo de decirlo: ese destino fue adverso (si lo había sido el del Dante, corazón enorme y generoso, con Beatrice, ¿por qué no el de él?) y él fue melancólico. Años, y la soledad. Hubo otros amores, siempre los hay, y siempre no importan: en este punto del relato, ya no es posible detenerse en las ofrendas nimias. Con la melancolía no perdió, sino que acentuó, su contigüidad con aquel otro regalo, más modesto y  a mano, de las palabras; es imposible, o improbable al menos, establecer cuando esa vocación literaria le dictó que debía dedicar sus días y horas a plasmar en un verso aquel momento tan complejo, acaso el único momento real de su vida, en que descubrió que la amaba. Lo cierto es que así fue. Y acumuló fracaso tras fracaso, jugando a las escondidas con aquellos sentimientos que eso, se sienten y ya, pero que nunca se pueden expresar cabalmente.
   Profesor de liceales en las mañanas, supo legar a sus alumnos menos una exigencia académica que el solaz por esos dones del espíritu: el amor y el conocimiento. Renegando de congresos y tesinas, las clases, charlas de recreo y esquina, fueron el pulpito, no para la jactancia, sino para el acto de despertar consciencias. Las tardes y el poniente eran la excusa para la dilución acelerada de la calma –que llegaba a su cima con los insomnios de la madrugada– en los indómitos devaneos de la esperanza, que trasiega y horada los pechos como emoción ninguna. Esa esperanza, acaso el más complejo y extraño de los obsequios, privilegio y castigo cruel, lo intrigó y desesperó hasta el último de sus días con su tan humana bipolaridad de inmortalidad/muerte, sueño/resignación, expresada en tonos de placer y dolor siempre desgarradores en cuerpo y alma, que lo arrebataban de, y lo sostenían en, la vida. No en vano garabateó alguna vez en un cuaderno de apuntes “¿Qué queda? Nada”, sólo para corregirse meses después: “Nada. Nada. Y la esperanza dolorosa en la carne cansada.”     
   Ya anciano, una mañana, creyó verla entre la multitud que crecía y se perdía como una marea, en la feria de su barrio. En la multitud, ella todavía tenía veinte años y era hermosa. Esa noche, sin dilaciones ni segundos pensamientos, tomó un papel y escribió unas pocas palabras: diecisiete sílabas en total. Allí estaba aquel momento, ella, todo su amor y toda su pena. Se quedó un instante en silencio, pero era un silencio distinto al de minutos atrás: quien hubiera presenciado la escena, hubiera sentido como una herida filosa a cada tic-tac del reloj en la pieza. Releyó cuanto había escrito; en verdad, allí estaba todo. Todo. Quiso pensarla, como había hecho en esos años, y no pudo. Quiso recordar su rostro: tampoco pudo. En cualquier momento, eso lo hubiera desesperado. Pero ahora, la esperanza –y su cara alterna de la moneda: la angustia– había dado lugar a la paz. La memoria había cedido al verso.
   El último regalo de la vida es el olvido. “Acaso la muerte”, susurró él a la nada.  

   D.C.     

miércoles, 14 de septiembre de 2011

(62) El ahogado más hermoso del mundo.

Ayer asistí a un espectáculo teatral estelarizado por Norma Leandro. El espectáculo se llamaba "Sobre el amor y otros cuentos sobre el amor". En dicho espectáculo la maravillosa actriz interpretaba varios textos que tenían por motivo principal el amor. No se si este texto es sobre el amor, pero ya Norma Leandro había aclarado que existen muchos amores, algunos con privilegios, otros desatendidos. En todo caso, la impresionante interpretación de ayer me dejó incapaz de publicar nada más que no sea el siguiente texto de García Márquez: 


       Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

(61) Sobre el comentario como procedimiento interno de control y limitación del discurso. Michel Foucault.

   Un poco de la lucidez de Foucault: 

       “… en lo que se llama globalmente un comentario, el desfase entre el primer y el segundo texto representa dos cometidos solidarios. Por una parte, permite construir (e indefinidamente) nuevos discursos: el desplome del primer texto, su permanencia, su estatuto de discurso siempre reactualizable, el sentido múltiple u oculto del cual parece ser poseedor, la reticencia y la riqueza esencial que se le supone, todo eso funda una posibilidad abierta de hablar. Pero, por otra parte, el comentario no tiene por cometido, cualesquiera que sean las técnicas utilizadas, más que el decir por fin lo que estaba articulado silenciosamente allá lejos. Debe, según una paradoja que siempre desplaza pero a la cual nunca escapa, decir por primera vez aquello que sin embargo había sido ya dicho. El cabrilleo indefinido de los comentarios es activado desde el interior por el sueño de una repetición enmascarada: en su horizonte, no hay quizá nada más que lo que era su punto de partida, la simple recitación. El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice. La multiplicidad abierta y el azar son transferidos, por el principio del comentario, de aquello que podría ser dicho, sobre el número, la forma, la máscara, la circunstancia de la repetición. Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno.”

“El orden del discurso”; Michel Foucault.

viernes, 2 de septiembre de 2011

(60) Aciertos de Midnight in Paris


Quisiera, en esta ocasión, compartir con los lectores no una reflexión, si no una serie de pensamientos, inconexos los unos con los otros, como es natural al encontrarse uno maravillado. El fenómeno que produjo mi maravilla es la nueva película escrita y dirigida por Woody Allen: Midnight in Paris. Al lector conocedor de las artes cinematográficas desde ya mi más sincera disculpa. Me considero un absoluto analfabeto en las mismas y por ende no podré afirmar categoricamente ningún tipo de comparación entre este film y los otros de tan renombrada figura, ni siquiera podré hacer uso de galantes tecnicismos o recurrir al análisis habitual en dicha disciplina. Hecha esta salvedad quisiera hacer aún otra: mi asombro es el de un niño al ver la luna, cándido, lleno de credulidad, absuelto de pensamiento abstracto e ingenuo hasta el infinito.
Creo que quienes miren la película se sentirán sumamente satisfechos con la misma, pero aún si no comparten mi gusto por ella (y en esto recuerdo a Chejov quien cateogoricamente afirmó su criterio para el arte, su gusto o no por una obra)1 podrán estar de acuerdo conmigo, al menos eso espero, en ciertos aciertos por los que la película destaca.
En primer lugar y a pesar de tratarse de lo que la crítica categoriza como una comedia romántica es notablemente escaso el obstinado moralismo burgués sobre la fidelidad. Incluso es parodiado cuando el protagonista termina preguntando a una guía de museo (entiéndase un transeunte cualquiera sin la más mínima capacidad de juzgarlo en su vida particular y por lo tanto uno podría concluir que ennunciar la pregunta es estar ya decidido) si es posible amar a dos mujeres2. La respuesta es notable: si, pero de formas diferentes. Aún más, es increíble lo poco que realmente importa la pareja del protagonista. De ella solo sabemos que es un perfecto estereotipo. Tal caracerterística es acentuada por la necesidad incipiente de utilizar otros dos personajes (sus padres) para poder representar cabalmente algo similar a un personaje. En efecto, la tríada familiar parece ser la forma física de la fantasía burguesa.
Y sin embargo, como hemos dicho, poco importa en la historia. Cuando, y permitame el lector avanzar detalles sobre el final, finalmente el personaje principal la abandona, dicha tríada carece de importancia a un grado tal que rapidamente se la olvida, en no más que un cambio de escena, que en la vida de nuestro protagonista no serán más que unos pocos minutos. Y es que la película no es realmente una historia de amor, ni mucho menos una comedia romántica. De esas, lamentablemente, he visto montones. El esquema es siempre el mismo: una pareja impensada se enamora, “triunfan” antes algunas “adversidades”, si así se quiere llamar a no poder aceptarse a si mismo su sentimientos e incurrir en toda clase de estupideces para negarlo, estupideces que lo serían para un joven de catorce año, tanto más para los adultos que usualmente las estelarizan.
No, la película trata sobre el mito de la edad de oro. Permítame el lector unos breves comentarios. La edad de oro es una de las edades del mundo. Si seguimos la mitología greco-latina las primeras generaciones de hombres vivieron una época dorada en que la salud no los aquejaba, la tierra les daba sin ningún esfuerzo todo tipo de alimentos, los barcos no tenían necesidad de navegar pues el comercio no existía, entre otras razones, por que tampoco existía el dinero y la paz regía los espíritus de todos estos hombres. No se conocían las enfermedades y todo era placentero. Este mito de una época en que todo era perfecto, pero más importante aún, cómodo, se puede observar en muchas mitologías. Sin tomarnos la molestia de pensar demasiado, citemos el Jardín del Edén, esa fantasía judeo-cristiana en la que el primer hippie jugaba a rebelarse pidiendole muñecas inflables a Papa Noel, Dios o Budhha (entenderán que no recuerdo cual era, ni soy capaz de distinguir la diferencia, a lo mejor Dios no es tan panzón). Esta edad perfecta forma parte, en ocasiones del ciclo del destino. La edad de antaño era maravillosa, la moderna no lo es tanto, la próxima será aún peor, no obstante al culminar esa, será nuevamente de que se viva una edad aurea3.
Así pues, nuestro héroe no se encuentra entre dos mujeres, entre dos amores, si no entre dos tiempos. Su presente, insoportable, lleno de miseria intelectual y un pasado que no conoció pero que juzga mucho mejor. En ese pretérito pone todas sus espectativas. Y con suprema sencillez cinematográfica, narrativa y ficticia, en una escena aprende el truco para viajar a ella. La vive, se enamora, aprende, cambia, avanza. Todo, hasta que entiende una cosa vital: quienes viven en su edad de oro no la consideran tal, y ponen sus vistas en un pretérito aún anterior, un pluscuamperfecto si se quiere.
He ahí el verdadero dilema, he ahí la batalla que ha de librar, he ahí la trama y la peripecia. Si su edad de oro no es vista de igual manera por quienes en ella vivieron, quizá entonces no exista. La edad de oro es un tiempo anterior, un tiempo que se remonta a la fantasía. Es un texto abierto que todos pueden toquetear. Sentadas las bases para el mismo, cualquier narrador lo transforma, se lo apropia, lo hace presencia pura y lo vuelve a soltar al complejo universo del mito colectivo. Tristemente, nunca estaremos todos de acuerdo en cual fue la edad de oro. Tristemente, esta existió solo en la imaginación de los poetas. Tristemente, hay quienes creen que Midnight in Paris es una comedia romántica, cuando en realidad se trata de un tratado filosófico sobre el mito de la edad de oro y la necesidad del carpe diem.
En efecto, si la edad de oro no existe, no queda más remedio o mejor solución que enfadarnos en buscar el presente, el instante, el momento. Como he dicho, no le toma ni cinco minutos despachar a esa pesadilla que tiene por pareja. El héroe a descendido al infierno y ha vuelto, ha renacido, es otro. No puede seguir en compañía de simples mortales. Lo que necesita es otra cosa, otra mujer, otra vida, otro rumbo, otra edad de oro que sea su propio presente. En resumidas cuentas, necesita a Gabrielle.
Gabrielle, sin lugar a dudas, es un gran acierto de la película.

(A.M)

1Hace años que persigo saber si en realidad Chejov ha dicho o no esta frase: “La obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio”. Si alguién lo sabe por favor hagamelo saber. A cambio les ofrezco la constatación de que en ninguna parte Cervantes le hace decir a Alonso Quijano en su rol de Don Quijote el sin embargo aclamadísimo “Ladran Sancho, señal que cabalgamos”. A su vez no recuerdo que en todo el Martín Fierro se diga nunca “¡Qué Cruz dijo Fierro!”. Esta ultima cita es notoriamente más sencilla de aseverar: la métrica quedaría mal.
2Ciertos funcionarios de este blog afirman que no solo es posible amar a dos personas simultaneamente en cuanto a sentimientos si no también en el lecho. El autor de este artículo se declara envidioso de ellos y analfabeto en tales cuestiones.
3Siempre he anhelado encontrar un mito en que la rueda del destino fuuncione como si fuera una rueda de esas que utilizan para asignar premios en los concursos de televisión. Sería mucho más divertido, podríamos hacer un reality show al respecto e incluso soñaríamos con vivir eternamente en la edad de oro sin saber nunca que la rueda está arreglada para la peor de las edades.... ahora que lo pienso, quizá no sea un mito.