miércoles, 29 de junio de 2011

(47) "Axolotl." Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

sábado, 25 de junio de 2011

(46) Los paisanos le dicen: “Artigas, el mito perfecto”.


   Tras el último 19 de junio, son 247 los años que nos separan del natalicio de José Artigas. Protagonista significativo del proceso revolucionario americano, pieza elaborada y reelaborada por el relato histórico, objeto de disímiles apropiaciones por los sectores sociales, y finalmente, estandarte unánime del culto a la nacionalidad oriental de nuestros decretados días bicentenarios, la figura de Artigas ha recorrido un largo camino. No es mi intención agregar nuevos matices a las visiones históricas sobre el prócer –en las que ha sido prodiga nuestra academia– sino tentar algunas reflexiones que escapen al lugar común del “artiguismo” –instancia acaso no tan visitada por los autores–.
   Frase cuya falsedad sólo puede ser comparada con su insistencia, es aquella que signa que la historia es escrita por los vencedores. Sólo cuando aún persiste el hedor a muerte en los campos de batalla, mientras los derrotados sobrevivientes huyen al exilio, es que puede haber algo de verdad en ella. Fue en esos momentos, en que comenzó a acuñarse la infame leyenda negra de Artigas. Déspota, sanguinario degollador, antecedente en la orilla oriental de aquel otro bárbaro, otro federal, Juan Manuel de Rosas. Inaccesible e inimaginable para nosotros, educados bajo la hégira del “clemencia para los vencidos, curad a los heridos”. Natural y evidente para sus autores, los enemigos de Artigas y sus ideas: los unitarios.
   Pero si los hechos son firmes, y unos e inamovibles, no así su interpretación y el relato que de ellos se haga: la historia –que acaso linda sospechosa e insospechadamente con la literatura– se revisa a sí misma, constantemente. Así, a fines del siglo XIX, en la etapa militarista –que paradojalmente promovió la reforma educativa que fue base del Uruguay moderno– y con la emergencia de nuevas figuras intelectuales que no habían sido protagonistas (léase, que no habían tenido intereses directos) en las luchas (e)mancipadoras, la leyenda negra dará lugar al culto de Artigas. No sólo la presencia de una nueva generación que pudiera dar una versión más libre y desprejuiciada de Artigas determinó el cambio, sino también una necesidad: la del héroe nacional. Resulta que todo Estado nación necesita símbolos y mitos que aglutinen a la población, que la liguen a lo real/concreto: el territorio, la estructura de poder, etc. En definitiva, un acto de fe, el dogma nacional. Ni la República está libre de requerir estas expresiones. Recordemos la República Romana, y su vínculo con lo sacro; la primera república francesa, tras la revolución, que no sólo se valió de una bandera, un ejercito y un himno, sino que además erigió literalmente un altar de la racionalidad con Voltaire, Rousseau y otras mentes lucidas, para suplir al catolicismo. Artigas carecía de una relación comprometedora con alguna de la divisas partidarias de la época, y la relectura de su papel en el proceso libertario lo hacía el personaje ideal para el altar patrio. La educación, y obras como la pintura “Artigas en la ciudadela” de Blanes y la “Epopeya de Artigas” de Zorrilla de San Martín, se encargaron de ello. El corolario de este proceso se dio con la inauguración, en 1923, del monumento al prócer José G. Artigas de la Plaza de la Independencia.
Artigas en la ciudadela. Cuadro de Juan Manuel Blanes. 

   Ya con el héroe instalado en su pedestal nacional, facciones políticas, y aún militares, echaron luz en uno u otro aspecto de él para hacerlo funcional a sus propias proclamas. Baladí es aclarar que algunos con más acierto que otros. El Movimiento de Liberación Nacional en el carácter revolucionario –no en vano se autodenominaron “tupamaros”, que era la denominación que los españoles dieron a los revolucionarios americanos, entre ellos Artigas, en alusión a un rebelde preeliminar: el indio Tupaq Amaru– y el afán igualitario visto en documentos como el Reglamento de tierras. La dictadura militar que transcurrió desde 1973 a 1985, con sesgo sustantivo, lo valoró como líder castrense y padre de la patria: un Artigas hueco de ideas, tan hueco como el mausoleo que para encerrarlo construyeron, y en el que debieron resignarse a inscribir fechas y batallas, y no frases, ya que al estudiar los documentos del pensamiento artiguista se les reveló con incómodamente subversivo. El Frente Amplio, en su fundación, marcó la referencia de Artigas como figura republicana, igualitaria y americanista; los partidos tradicionales también lo habían reivindicado, cada uno a su manera.

   La potencia simbólica del mito de Artigas, permite estas variadas interpretaciones. Su papel de “príncipe rector” inocuo, aparentemente no relacionado con facción o ideología alguna de la patria, sino con la idea de patria misma, como la imagen en la pintura de Blanes, determina que se lo pueda identificar con variadas ideologías porque no está expresamente, a priori, ligado a ninguna.[1] A su vez, esa potencia se desarrolla en base a un elemento inopinado: el carácter romántico del mito de Artigas. Claro que no aludo con esto al concepto vulgar y lo hago a Artigas centro de las intrigas amorosas de su época; es romántico, en tanto el movimiento intelectual/literario del siglo XIX. Es romántico, porque cumple cabalmente con una de sus premisas: la derrota, el fracaso. Artigas abogó por un Banda Oriental independiente de las potencias extranjeras e integrada en pie de igualdad, en clave federal, a las demás Provincias Unidas: no pudo. Artigas buscó un reparto equitativo de la tierra, una redistribución con criterios de justicia, en que los más infelices fueran los más privilegiados: no pudo. Pero estos fracasos no fueron el fracaso de sus proyectos, sino que fueron hijos de su derrota militar, la que, por cierto, era inevitable considerando a quienes se enfrentaba y las traiciones varias que sufrió. Ni su proyecto republicano y federal, ni su reglamento de tierras, tuvieron tiempo para desarrollarse: fueron arrancados de raíz. Esto hace que las ideas de Artigas, y la figura de Artigas misma, no deban lidiar con ese engorroso problema llamado realidad. Son todo potencia aún, todo posibilidad y tentativa. El recuerdo de Artigas no está sometido a un análisis de sus resultados; no hay un investigador que pueda decir que “el reparto de tierras no fue eficaz”, “la federación tenía serías carencias organizativas” o cosas por el estilo. La idea no choca con la realidad, y esa falta de fricción, la deja pura y facilita su ascenso a gran ideal o principio. Sopesémoslo con algún otro personaje histórico, por ej. Abraham Lincoln, el presidente de los Estados Unidos de América que abolió la esclavitud en su país. Es incuestionable el valor de esa idea: la libertad humana. Sin embargo, su trato con la realidad, la empaña de otros conceptos: un rápido análisis económico indica que era más redituable para el norte industrial pagar un salario a un obrero que mantener un esclavo. Asimismo, en los hechos la mera emancipación, sin resarcimiento, lleva a que los otrora esclavos se transformen inmediatamente en mano de obra barata y la clase más pobre de la sociedad, ya que sin bien alguno tienen que salir a  ganarse el pan como fuere. Otro ejemplo, este clásico: las ideas de Karl Marx suelen cuestionarse a partir del fracaso del proyecto comunista soviético, que fue sólo un proyecto posible, y no en función de las virtudes o defectos que esas ideas en sí encarnan.[2]
   Ese carácter romántico, de héroe caído, de personaje (ergo, con virtudes y defectos), de victima, es en parte el de las líneas, no sin humor: “¡Se emborrachó! Porque la guerra perdió. ¡Se emborrachó! Porque alguien lo traicionó. ¡Se emborrachó y la patria se lo agradeció!” de la tan mal juzgada canción de El cuarteto de nos, “El día que Artigas se emborrachó”.[3]
   Pero esto no es lo más curioso del mito de Artigas. Lo es la relación que tiene la República –me refiero a la República Oriental del Uruguay, no al diario–, que fue quien instituyó el mito, con Artigas. Lo reconoce como el padre de la patria, el prócer máximo de la gesta libertadora: la raíz de nuestra nacionalidad, germen de toda tradición. Ahora, a la luz de esta declaración de paternidad, debemos insistir, ya lo dijimos al hablar de su fracaso, que Artigas nunca pretendió a la Banda Oriental como una República unitaria independiente, sino como una provincia integrada en la estructura federal de lo que hoy conocemos como la Argentina. Podrá objetarse que fue el mismo Artigas quien comenzó a forjar las diferencias y la identidad propia del pueblo oriental con sus enfrentamientos con el poder centran de Buenos Aires, y será cierto. Sin embargo, esas diferencias no atentaban contra el federalismo, sino que lo expresaban; en efecto, las libertades de un sistema federal se justifican como la admisión y el permiso de la diversidad en la unidad. A su vez, Artigas fue acaso el único libertador con un proyecto social, que se expresó en su Reglamento de tierras. Nadie que lo haya leído podrá aseverar que en algún momento el Estado nacional llevó adelante al menos un par de artículos de ese documento o siquiera se guió por el espíritu de ese reglamento. Estos datos nos permiten entender más fácilmente el nacimiento de la mentada leyenda negra de Artigas: este país no se creó como una consecuencia –dígale hijo, nieto, como quiera– del ideario y el accionar artiguista, sino de espaldas al proyecto artiguista, tras la muerte de ese proyecto, sobre sus ruinas. Y entonces, no es difícil creer que no se lo tuviera en la más alta estima. Luego, como hemos visto, cambió el discurso sobre Artigas, y de la diatriba se pasó al ditirambo, pero lo que no cambió, lo que no se adaptó a los principios artiguistas, fue la República.
   Así, por un mero acto de lenguaje, una transformación del discurso, un preformativo, mudamos no sólo nuestra historia, sino mágicamente nuestra identidad de antiartiguistas a artiguistas fervorosos. Y nos declaramos hijos de un padre que no era tal y que nunca se hubiera reconocido, nunca se reconoció, como tal, y nos presentamos como herederos de su más esplendido legado. Allí estaba nuestra identidad, y con ella, una de sus grandes problemáticas: el determinismo. Las discusiones sobre la identidad no sólo suelen ser una tacita confesión de falta de identidad sino, más grave aún, pueden llegar a un resultado y este siempre será: soy lo que soy, y no otra cosa. Esta frase es aterradora en tanto suena inamovible, estática, signada por el destino: no importa lo que pase, seguiré siendo como soy. Si soy bueno, no importe que actúe mal, porque soy bueno. Si soy malo, nada cambiará eso. El concepto de identidad es muy afín a la ética protestante: cada hombre ya está salvado o condenado a través de su fe, o su falta de fe, en Cristo, y ningún acto puede cambiarlo. La identidad suele desterrar a conceptos más tentadores, tales como la potencialidad (lo que podemos ser) y la mutabilidad. Por eso, preferible es una ética de actos; el hombre que se forja constantemente con su discurso y sus obras. Kafka dijo que un escritor que no escribe es un absurdo que promueve la locura; el absurdo, claro está, radica en que ya no es un escritor; un escritor se define por el acto de escribir.
   De esta manera, instituimos a Artigas en nuestro pasado, y a nuestra identidad como una proyección de la suya. Y así creímos ser libertarios, republicanos, igualitarios, etc. Y acaso lo éramos, o acaso no. Pero al ser nuestra identidad, lo que éramos indefectiblemente, no nos motivaba, no nos obligaba a actuar como tales. Si soy un Estado de la libertad, puedo hacer una ley como la de vagancia, que limita la circulación de quien no justifique su presencia en un lugar, durante la dictadura de Terra, y en términos deterministas, seguir siendo defensor de la libertad. Obturó la posibilidad de cuestionarnos, de elaborar una critica diaria de nuestro hacer. Era el mito perfecto, que nos permitía un ser complaciente, y un hacer incoherente con esas virtudes que nos achacábamos.    
   En estos días en los que se celebra un bicentenario que no es, bien podría aprovecharse para reflotar los conceptos más ricos del ideario artiguista, extraerlos de la comodidad del pasado y el relato oficial de la historia. Pensarlos, resignificarlos para nuestro tiempo, y si son deseables y dignos de ser seguidos, instituirlos, no como nuestro ayer y nuestra identidad, sino como nuestro proyecto a seguir, nuestra potencialidad, nuestra utopía de mañana.

(D.C)                                 


[1] Estimo que esto acaece en el imaginario popular, pero que es naturalmente falso. Hay conceptos ideológicos, muy fuertes, muy claros, en Artigas y sin los cuales es inconcebible, tales como república, federalismo, igualdad.
[2] Habrá que decir que los muros no tiran ideas, y que las ideas se comparan o refutan con ideas y ya.
[3] La canción tenía fines artísticos, antes que nada, y en tal caso, era una respuesta mundana a la apoteosis de Artigas, que lo había transformado en un héroe sin rasgos humanos, inaccesible e inconmensurable de bronce. Ante el escándalo de la clase política, fue prohibida la venta del disco que la contenía, “El tren bala”, a menores de edad. Consecuentemente, no podía irradiarse en horario de protección al menor. Una censura decididamente artiguista por parte de esos grandes libertarios que representaban con todo celo al pueblo oriental… Eh… en fin…  

martes, 21 de junio de 2011

(45) El Capitán Obvio al ataque.

Capitán Obvio es una expresión que se ha popularizado bastante en estos últimos tiempos. Tiene su propia entrada en TvTropes.org, la cual recomiendo a todos. En este caso traigo algunas imágenes cuya fuente dejo al final de esta entrada. Son supuestas extracciones de prensa. Digo supuestas porque es imposible comprobarlo a partir de su fuente. Si son, sin embargo, grandes ejemplos del Capitán Obvio. Como están en inglés agrego una traducción propia. Sepan disculpar cualquier error que en ella pudieren encontrar. 

1) El Capitán Obvio deduce.


Texto: Hasta ahora, se ha determinado que el choque ocurrió cuando el avión se estrelló contra el suelo. 
Claramente una teoría formidable y que debe de haber requerido de horas de investigación por expertos en la materia.

2) Una deducción a la cual no se puede combatir.

Texto del titular: La Muerte es la mayor causa de muertes en la nación. 
Este viene a confirmar un viejo chiste: las armas no matan gente, morirse mata gente.

3) El Capitán Obvio habla sobre el embarazo:

Texto del titular: Un estudio demuestra que el sexo frecuente incrementa las probabilidades de embarazo.
¿Quién lo hubiera dicho?. Claramente la ciencia médica avanza a pasos agigantados. 


Texto del titular: Población estatal se duplicará para el 2040; los bebes son los culpables.
Ni siquiera se que pensar de este. Supongo que en realidad es certero. Lo que me preocupa es que el autor tome alguna acción contra los "culpables".

Texto del titular: Las estadísticas demuestran que el embarazo adolescente se reduce significativamente tras los 25 años.
Esta no la sospechaba. ¿Quién hubiese dicho que años después de lo que muchos países consideran la mayoría de edad (y por tanto un inicio de la adultez) el embarazo adolescente descendía?. Insospechable. 

4) El Capitán Obvio y la policía.


Texto del titular: Las víctimas de homicidio raramente hablan con la policía. 
Si fuera de otra manera, realmente me preocuparía. ¡Gracias Capitán Obvio!.


Texto: "Tenemos dos teorías en este momento" dijo Cooper "Una es que James conocía a la persona que hizo esto y la otra es que no la conocía". 
Con teorías así, uno puede comprobar casi cualquier cosa. A los lectores de este blog se les informa de un nuevo servicio de metereología que pensamos sumar al mismo: para mañana puede llover o no. 

5) El invierno:

Texto del titular: Use ropa abrigada para mantener el calor durante el invierno.


Fuente de las imágenes: Aquí





viernes, 17 de junio de 2011

(44) Veinticinco años después: Ser Borges.



   Ver cifrado el destino de cada hombre en un sólo momento de la vida: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es; advertir su propio destino entre los libros y asumirlo, con la penumbra de sus ojos en el horizonte; vagar por ese sendero, que es una biblioteca y un laberinto, y en él, ajedrez, el arrabal, un inmortal, puñales, Ulises, el minotauro, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, y ese otro Quijote: Pierre Menard. El saber enciclopédico; el hombre en el umbral entre la realidad y la ficción: la dilución de esa frontera. Ser la memoria y anhelar el olvido. Ser Homero y Carlyle y Johannes Becher y Whitman y Rafael Cansinos Assens y De Quincey. Ser el amenazado ante ese esquivo don: el amor. La pena por una mujer en todo su cuerpo; el goce de estar triste: pecado de no ser feliz. Ser Borges, irremediablemente Borges. Y ser el otro. Ser el guardián de los libros. Ser el hombre de letras –lo dijo Spinoza, toda cosa quiere persistir en su ser– más allá de esa absurda digresión, la muerte, y del río que nos arrebata incesante, el tiempo.   


lunes, 13 de junio de 2011

(43 )El amor en los tiempos de Facebook.


     El amor es algo maravilloso. En eso todos estamos de acuerdo. El desacuerdo llega a la hora de pensar que es el amor y que condiciones debe tener para realizarse. Ya he hablado en este mismo blog acerca del amor. Hoy me encuentro nuevamente dispuesto a hacerlo. Valgan algunas aclaraciones: a) no me he vuelto más inteligente (intelectual ni afectivamente) b) ni he ganadado una nueva perspectiva trascendental que me permita una nueva visión sobre el amor; c) refrito el tema por un tema de necesidad: el implacable amo de este blog nos rige con mano de hierro a nosotros pobres escritores, y me ha exigido para hoy mismo un artículo. ¿Por qué entonces volver sobre el amor?. Porque el amor es todo.
     Ahora que ya zafé del paso y que atrapé al lector con esa última frase sin sentido pero rimbombante y que cumple con los preceptos de la retórica clásica para los entimemas destinados a convencer, me permito empezar seriamente. Vuelvo sobre el amor porque el amor me interesa, me intriga y en última instancia, a raíz de algunas experiencias que me han llamado la atención para insistir en algunos puntos que ya antes había tratado.
     Creo firmemente en que la realización del amor tiene como condición sine qua non el hecho de que este se de entre dos individuos. Esto es, entre dos personas de verdad, dos personas que se realicen a si mismas. No hablo aquí de realización económica, más bien me refiero a una realización del potencial que poseen. La vida es, a fin de cuentas, lo único que realmente tenemos. Así pues, lo que debemos buscar es la plenitud de nuestra realización. Buscar vivir un carpe diem, esto es, aprovechar el día, vivirlo verdaderamente, no quedarnos “en la chiquita”. Desde este punto de vista, el amot solo se puede dar entre dos individuos que buscan la plenitud de su realización como ser individual en la trascendencia hacia otro ser individual igualmente completo. En criollo: si no tengo una vida que me sea propia ¿cómo puedo hablar de compartir mi vida con otra persona?. Solo dos seres completos en si mismo pueden compartir. Quienes sean seres a medias o simples homúnculos (en el sentido más etimológico del término) no serán capaces nunca de amar. Podrán realizar movimientos mecánicos para alcanzar el orgasmo, podrán hacerse compañía y comprenderes, pero su amor no será trascendental.
     Esto es lo que pasa con muchas parejas. Hay entre los jovenes uruguayos contemporáneos un actitud deleznable: la de asimilarse a parejas casadas. Hacen todo con la mentalidad de quien no solo se ha casado, si no que lo ha hecho con propósitos que poco tienen que ver con el amor. Así pues, estas parejas pasan gran cantidad de tiempo juntas, y esto sea que lo hacen efectivamente o no, ya que en el caso de que se vean en pocas ocasiones, consideran que ese es el momento de su vida más importante, su trabajo, su día a día, incluso sus amistades no son su vida, su vida es la otra persona. Así pues, no comparten nada, porque pasan por la vida como quien no se entera. No viven, sobreviven hasta el próximo encuentro. ¿Renacen al encontrarse?, ¿son felices?, ¿es su amor trascental?. No. Quizá lo parezca, pero no lo es. El hecho es que dado que no han vivido verdadermente entre un encuentro y el otro, no tienen nada que aportar a ese ser a medias que son.
     ¿Saben lo que es aún peor?: buscan envolver a cualquier persona en la angustia de saberse incompletos y casi muertos. Son capaces de ponerse a discutir sobre cualquier cosa con tal de sentir algo de pasión. ¿Quién no ha escuchado acaso parejas que discuten por la cantidad de mensajes de texto o respuestas a los mismos que se produjieron en un plazo de veinticuatro horas?. Por supuesto, cuando también esta fuente de pasión se acaba, intentarán involucrar a otras personas en la discusión. Si ud, queridísimo lector, se ve algún día en tal situación, este es mi consejo: parese muy risueñamente, aclaré alguna urgencia a aliviar en el baño y salga corriendo.
     La rutina que las parejas de casados (insisto que hablo de parejas de jóvenes que no se han casado pero obra como si ya lo hubiesen hecho en base a lo que ellos creen es el matrimonio y que suponen que están compartiendo sus vidas a pesar de que entre ambos no hagan una) se adapta a las exigencias del mundo moderno. Se adopta una rutina burguesa, se hace el amor una o dos veces por semana (de coger, esa forma tan desprestigiada de la relación sexual, tan discriminada en tiempos que buscamos la tolerancia, de coger ni hablamos) y se ahorra para cumplir el arcáico sueño americano: casita propia, auto y algún botija. Bien puede resumirse esa vida con esa terrible frase de “plantar un árbol, leer un libro y tener un hijo”. Yo preferiría plantar un hijo, leer un árbol y tener un libro, pero sobre gustos nada escrito1.
     ¿Qué impulsa a estas parejas a seguir juntas?. La incapacidad de tolerar un minuto de soledad. Quien no puede soportarse a si mismo, aplaca el ruido de su conciencia con caricias sin sentido, con compañía que no moleste demasiado, en fin, con otra persona que busque lo mismo. Por otra parte, quien ama a partir de que vive y se realiza, de que cambia y se mantiene, de que es consciente de su fin y lo afronta, de que no teme vivir aunque esto signifique aceptar también lo que no le agrada, en fin, de quien se realiza como individuo, ese será quien pueda compartir su vida con alguien más, pues tendrá justamente eso: una vida.


(A.M)


1Excepto los incontables catálogos de moda que imponen los gustos en vestimenta, los interminables recetarios de cocina sana o rica, oriental u occidental y los trabajos científicos que explican el sistema gustativo y la prolífera redacción de textos educativos que resumen estos saberes.   

jueves, 9 de junio de 2011

(42) Romance de Tarquino y Lucrecia.

Romance de Tarquino y Lucrecia (1)

Aquel rey de los romanos
que Tarquino se llamaba
namoróse de Lucrecia,
la noble y casta romana,
y para dormir con ella
una gran traición pensaba.
Vase muy secretamente
a donde Lucrecia estaba;
cuando en su casa lo vido
como a rey lo aposentaba.
A hora de medianoche
Tarquino se levantaba.
Vase para su aposento,
a donde Lucrecia estaba,
a la cual halló durmiendo
de tal traición descuidada.
En llegando cerca de ella
desenvainó su espada
y a los pechos se la puso;
de esta manera le habla:
-Yo soy aquel rey Tarquino,
rey de Roma la nombrada,
el amor que yo te tengo
las entrañas me traspasa;
si cumples mi voluntad
serás rica y estimada,
si no, yo te mataré
con el cruel espada.
-Eso no haré yo, el rey,
sí la vida me costara,
que más la quiero perder
que no vivir deshonrada.
Como vido el rey Tarquino
que la muerte no bastaba,
acordó de otra traición,
con ella la amenazaba:
-Si no cumples mi deseo,
como yo te lo rogaba,
yo te mataré, Lucrecia,
con un negro de tu casa,
y desque muerto lo tenga
echarlo he en la tu cama;
yo diré por toda Roma
que ambos juntos os tomara.
Después que esto oyó Lucrecia


1 La historia es contada por Tito Livio. Luego tiene varias refundiciones, entre ellas un largo poema shakespeareano que  recomiendo al lector por el dulce manejo del diálogo. Sobre la veracidad histórica de la anécdota no emito juicio alguno.

domingo, 5 de junio de 2011

(41) Ansiedad. Fede Graña.

¡Gran disco, gran! Ansiedad. El primero en solitario de Fede Graña, también conocido como el guitarrista de Vieja Historia. 
Aquí el enlace para escuchar online “Se acaba la tinta”, preciosa canción del disco:

Y aquí el enlace para bajar “Ansiedad” completito (arte incluido), desde la página del mismísimo Fede Graña:

miércoles, 1 de junio de 2011

(40) Tres rosas en la literatura.

   Las generaciones de los hombres han trabajo a través de los siglos las polisemicas voces de ciertas palabras, hasta convertirlas en símbolos absolutos que pueden encerrar todo concepto y todo misterio, alegorías perfectas. La definición elemental, aquella que nos ofrecen los diccionarios –signos de la vanidad de los lenguajes–, queda relegada, ya no es nuestra primera intuición ante el término, como antecedente de la metáfora: lo es la metáfora misma. Todo símbolo. La rosa ya no es una entidad vegetal, sino un símbolo de alta poesía, un ser proteico que sin mutar de rostro, muta de significado. No podemos pensar en una rosa sin pensar en la ofrenda de los enamorados, en el beso que sigue a esa ofrenda, en los versos del poeta que salva a los enamorados del olvido, en la rosa ajada y caduca que marca el paso del tiempo entre las paginas del libro del poeta.
   Voy a mi primer texto; es el de unos versos de un hombre tan vago y polisemico como la rosa misma, William Shakespeare.

“What’s in a name? That which we
call a rose by any other name
would smell as sweet...”[1]

   La belleza de estos versos ya está en sus palabras; como todo buen verso, es un ejercicio de estética directa. Comienza interrogándonos, pero luego vemos que es un desafío compartido, una iluminación a la que nos lleva de la mano el autor. Es curioso que sean obra de la pluma de un poeta, porque denigran la condición de su arte; no importa el nombre que vista la rosa, ella seguirá con su mismo dulce aroma: hace primar lo sensitivo sobre el lenguaje, y el lenguaje no es sino la materia con la que trabaja el escritor. Pero quiero ir al concepto que ocultan y develan estos versos. En ellos, Shakespeare, hermosa, breve y aceradamente, proclama el nominalismo. La discusión es antiquísima y recae sobre la naturaleza del lenguaje. Nos remite a Platón y Aristóteles. Para Platón, las cosas son apenas sí remedos imperfectos de la perfecta Idea, reflejos parciales; pero esa idea, el arquetipo, tiene una existencia real y su nombre es parte integral de su esencia (recordemos que son reales pero como esencias, enajenadas de todo accidente y por lo tanto, sólo pueden ser pensadas –no en vano el neologismo “Idea” significa “visión intelectual”–, y pensar sólo se puede a partir del lenguaje) y así, no es casual: es dado a la cosa por su relación con el arquetipo. Para el realismo, el lenguaje no es un capricho: hace a la cosa. Escribió Borges:

“Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la rosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo”.[2]    

   Aristóteles hace sendas criticas al postulado de su maestro –la más celebre es el “argumento del tercer hombre”–, y sobre las ruinas del Topus Uranus platónico construyó su propia analogía del ser. Baja la Idea a la tierra: establece que es una mera operación de abstracción que no tiene existencia real más allá de cuando pensamos a la cosa. Entonces, no hay la pretendida relación de trascendencia que determina el nombre; este no está en el objeto: se lo otorgamos nosotros, de manera arbitraria. Es el nominalismo. El principio para entender al lenguaje como una convención. Ya en nuestra época, estructuralismo y pragmatismo llegaran, a su modo, a la misma conclusión: la única relación entre significante y significado en el símbolo es la arbitrariedad; el lenguaje es una convención socialmente admitida.
   El realismo vivió su auge en la Edad Media, y su decadencia con la Edad Media. En tiempos isabelinos, ya el nominalismo promovía ese ocaso. La rosa pierde su nombre y sigue siendo la rosa; la rosa es símbolo del injustificado lenguaje.   
   El siguiente ejemplo, es la historia que trasiega y da unidad al volumen de relatos “El libro del Fantasma”, de Alejandro Dolina. La obra supone un conjunto de cuentos que operan como entregas periódicas a un fantasma que necesita completar un libro de doscientas páginas para ingresar al paraíso, deuda de su tiempo mortal. El trabajo, al que el espectro se ve imposibilitado por su condición incompleta, le es encomendado a un escritor que sufre por amor, y que a cambio de sus versos recibirá del fantasma una flor, una rosa, que le otorga a su poseedor el amor de la Mujer Amada[3]. En el decurso de los capítulos, vemos como el protagonista se afana, cada vez de manera más penosa, en cumplir con el encargo. Y lo que lo impulsa, es esa prometida rosa que le promete los versos de la mujer que ama. Finalmente, recibe la flor; sin embargo, esa misma noche es rechazado definitivamente. En el último encuentro con el fantasma, sobreviene la revelación:

–La flor no sirvió –dice el enamorado.
–Ya lo sé. Ella no lo querrá nunca.
–Usted hizo trampa.
–No. –Culmina el fantasma –. La flor fue inútil porque ella no es la Mujer Amada. Además, usted no la necesita a ella. Usted necesita la flor. Usted es la flor.

   El fantasma exhibe a la rosa en su simbología profunda: ella es la inspiración, la musa dolorosa, la angustia que mueve al artista a la creación. La rosa es la más intima y secreta de las esperanzas, feroz, inocente, de que los versos sean un camino hacia el amor, un camino de expiación y justificación de las penas. Es la dinámica/tensión dialéctica del deseo, la vida y la muerte, estirarse y nunca acabar de alcanzarlo. Dice el mismo Dolina, en “Historias de amor”: “Las historias amorosas de los tiempos dorados son casi siempre tristes. Esto no basta para afirmar que todos los romances fueron desdichados: sucede –tal vez– que el arte necesita nostalgia. No se puede ser artista si no se ha perdido algo. Los poemas de amor satisfecho aparecen como una compadrada de mercaderes afortunados. Por eso los poetas de Flores buscaban el desengaño, porque pensaban que cerca de él andaba el verso perfecto. Casi todos quedaban en la mitad del camino. Manuel Mandeb veía las cosas de un modo más complicado. Admitía que la pena de amor conducía al arte. Pero también sostenía que el propósito final del arte es el amor. La recompensa del artista es ser amado. Así parecía opinar Ives Castagnino, el músico de Palermo, quien componía valses melancólicos al solo efecto de seducir señoritas. Cuando no lo lograba, su tristeza le dictaba otras canciones que más tarde le servían para deslumbrar señoritas nuevas, y así recomenzaba el círculo.”[4] Y así, la conclusión es melancólica: esa ilusión es un paraíso perdido, una busca imposible, pero es la identidad misma del poeta, que es esa busca, esa esperanza, esa rosa. Borges alguna vez dijo que la salvación del poeta estriba en que asuma que cada hecho de su vida, le está dado para ser la materia de su obra. Es la mimetización con la rosa dolineana.
   
Rosa que otorga el amor de la Mujer Amada.
Ilustración de Carlos Nine, para “El libro del fantasma”, de Alejandro Dolina.

      
   Llego al último texto, el más breve pero a su vez el más complejo de todos[5]. En el siglo XVII, el poeta y místico alemán que se dio el nombre de Angelus Silesius, escribió este verso: 


 “La rosa sin porqué, florece porque florece”.

   Y es acaso la metáfora más acabada, puede ser todo para todos. Símbolo cabal de todo aquello cuya naturaleza sea injustificada, rebelde, misteriosa, cifra en sus pocas palabras a la vida, la muerte, el arte, la inspiración y el amor. Es del amor la más fina, justa, última imagen. No hay nada más inopinado que la rosa de Angelus Silesius, no hay nada más inopinado que el amor. Esa única línea parece operara como una iluminación. Su mecanismo puede recordarnos al del haiku, breve poema japonés formado por tres versos de cinco, siete y cinco versos respectivamente. Según cuenta Octavio Paz, era la herramienta para el quiebre de la lógica, y con ello el satori, la iluminación, en el budismo zen. También nos remite a la rosa de Paracelso, que resurge de la ceniza, la rosa del alquimista: la rosa milagrosa.
   Nuestra confesa incapacidad para forjar un idioma analítico, la inevitable vaguedad y ambigüedad de los lenguajes que sí hemos creado, permiten que una cosa sea más que una cosa. En estos tres casos, la rosa es símbolo de lo incierto, lo injustificado, lo misterioso, pero también de lo mágico, bello, milagroso. Tantas cosas y acaso una única esencia; el barro primordial del que está hecha la naturaleza humana, el amor y la muerte: caras opuestas que giran en la moneda del destino.


(D.C)     


[1] “¿Qué hay en un nombre? Que cuando llamamos a la rosa por cualquier otro nombre, mantiene su dulce aroma” Los versos son de “Romeo y Julieta”, y es toda una casualidad que justo hayan aparecido también en la publicación inmediata anterior, obra del otro atorrante que regentea este blog. 
[2] J. L. Borges. De “El golem”, poema del libro “El otro, el mismo”.
[3] Dolina no habla estrictamente de una rosa, sino vagamente de una flor; sin embargo, las ilustraciones que integran la edición original, y que hacen a la interpretación del texto,  muestran una rosa.
[4] Alejandro Dolina; de “Crónicas del Ángel gris”.
[5] Naturalmente, hay infinitas otras posibilidades simbólicas, por ej. la rosa que forman los salvados en el Paraíso del Dante, y a la que se une Beatrice tras abandonar su condición de guía.