Ver cifrado el destino de cada hombre en un sólo momento de la vida: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es; advertir su propio destino entre los libros y asumirlo, con la penumbra de sus ojos en el horizonte; vagar por ese sendero, que es una biblioteca y un laberinto, y en él, ajedrez, el arrabal, un inmortal, puñales, Ulises, el minotauro, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, y ese otro Quijote: Pierre Menard. El saber enciclopédico; el hombre en el umbral entre la realidad y la ficción: la dilución de esa frontera. Ser la memoria y anhelar el olvido. Ser Homero y Carlyle y Johannes Becher y Whitman y Rafael Cansinos Assens y De Quincey. Ser el amenazado ante ese esquivo don: el amor. La pena por una mujer en todo su cuerpo; el goce de estar triste: pecado de no ser feliz. Ser Borges, irremediablemente Borges. Y ser el otro. Ser el guardián de los libros. Ser el hombre de letras –lo dijo Spinoza, toda cosa quiere persistir en su ser– más allá de esa absurda digresión, la muerte, y del río que nos arrebata incesante, el tiempo.
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