martes, 26 de abril de 2011

(31) El último espectador (tragedia en tres actos).

Acto I

   Noche. A media luz en un intimo boliche de Barcelona. Juan Antonio, artista, pintor, avanza hacia la mesa de Vicky y Cristina. Ya ha habido miradas sugerentes. Sin molestas dilaciones, les hace una propuesta de aventura y amor libre. Ellas… Bueno, una sombra tardía y recargada se interpone entre la respuesta de ellas y yo. Recojo las piernas. La sombra pasa. Ocupa su lugar a dos asientos del mio. Casi inmediatamente, un crujir de insecto laborioso comienza a emerger de la sombra; se une, en ese ritual, a muchas otras sombras en la sala: miríada de grillos del pop acaramelado (o con sal). Sigo con la película; finalmente ellas aceptaron –Vicky parcialmente y a regaña dientes– y van hacia Oviedo. De vez en cuando, una tormenta parece amenazar nuestra calma. Es el coro atronador del sorbete y las últimas gotas de Coca-Cola en los vasos. Esto ya es molesto. Intento concentrarme en la película, de nuevo. A la señora de al lado, le suena el celular. Un reggaeton infame. Y sí, atiende allí mismo. Y cuchichea. Miro hacia delante; como fuegos fatuos, una, dos, tres, demasiadas luces: ¿luciérnagas flotantes que escaparon del cinematógrafo? Son pantallas de mensajes de textos que vienen y van. Me distraigo, ya ni sé lo que pasa en la película. Vuelven en un avión de algún lado, parece que Juan Antonio y Vicky se revolcaron… No sé. ¿O acaso estoy en el teatro? Sí, teatro. Y Macbeth en escena es acosado por su consciencia de homicida y ve un puñal ensangrentado que nadie ve y una mano y la cabeza de su victima, y nadie los ve pero él sí, y trata de alcanzarlos y habla y cae de rodillas preso de la locura. Y ante su discurso dramático, ante un hombre y sus fantasmas, la mitad de la platea estalla en carcajadas como si fuera un maldito mono de circo. Comentan jocosamente lo visto. En este punto, mi desesperación es tal que el suicidio es una opción viable; acaso sea más rápido cortarme las venas con el programa que llegar a la puerta de la sala para escapar de esto. Y la pregunta es, ¿qué pasa cuando muere la fe poética?



Acto II

   Allá por el amanecer del siglo XVIII, el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, habló de la “deliberada suspensión de la incredulidad”. Una actitud necesaria en el receptor de un esfuerzo artístico para que este surta efecto. Sé que estoy en un teatro y no en los bosques de Escocia. Sé que ese hombre es un actor y no el rey recién coronado: es un personaje. Pero como tal, como personaje, sí creo en Macbeth y en sus actos. Creo en que es un homicida, creo en que sufre por la sangre que ha derramado. Esa actitud permite el nacimiento de un nuevo plano, más allá de la realidad: la ficción. Esa actitud es la fe poética.
   Al mejor estilo aristotélico, digamos que se pervierte por exceso o por falta. La demasía aparece cuando la credulidad aplicada a la ficción se extiende hacia lo real, se confunde con él. Un ejemplo tradicional es la vieja que insulta en la calle al actor que en la novela de la tarde, representa a un personaje siniestro. O cuando, acaso la misma vieja, le pregunta por su esposa de la ficción, creyendo que también son marido y mujer fuera de la pantalla. Sin embargo, esta deformación de la fe poética no es la más común en estos días, y acaso, tampoco la más grave.
   Detengámonos en el otro vicio posible: la total ausencia de credulidad. Tiene muchas expresiones, pero todas suponen la catástrofe del arte. Imaginemos que hubiera ocurrido con la obra de Shakespeare sin esa elemental complicidad. Recordemos que, en el teatro isabelino, eran los hombres, por una cuestión de decoro piadoso, los que representaban los papeles femeninos. Entonces, teníamos a Romeo jurándole amor a un muchachito de peluca, o a Hamlet indignado ante la liviandad de su madre, que es en verdad un señor que trata de disimular sus vellosidades con una afeitada de última hora. Los públicos tendrían que haber reído y con su risa, hacer de las más notables tragedias unos pasos de comedia chapucera. Sin embargo, no fue así. Indigno de ese público, buena parte de la concurrencia que me acompañó durante una función de Macbeth (año 2009), en el teatro Solis[1], reía hasta el ahogo ante los visajes hijos del delirio culpable del protagonista. La reacción era inconsecuente con lo que exigía lo representado en escena, era signo de una incomprensión absoluta. En la realidad, los movimientos del actor sí que eran dignos de risa, en la realidad; pero no en la ficción, donde cobraban sentido, intensidad y respeto. La actitud del público mostraba que no habían emergido hacia el plano ficcional, y más grave aún, afectaba al mismo hecho artístico, ya que el teatro y el cine –pero muy especialmente el teatro, en que los actores, allí, reciben la respuesta directa del espectador–, son fenómenos colectivos, no individuales. ¿Cómo razonar esos desvaríos? Voy a otra posibilidad, no menos aterradora. Hace un tiempo, Coca-Cola –multinacional que ahora ya no nos dice que tomar, sino como debemos ver la realidad–  prorrumpió en los medios televisivos con esta publicidad: la cámara muestra un primer plano de una pendeja, en una sala de cine, llorando a moco tendido. Mientras, de fondo, sobre la música de la supuesta película, se escucha la voz de un crítico que sentenciosamente describe al film como un drama romanticón de cuatro pesos. Luego, el Santo Oficio del capitalismo, dictamina: “necesitamos menos críticos; necesitamos disfrutar más”.[2]  Una infamia. Ahora, en ese lloriqueo emotivo de la niña, tampoco hay fe poética. Esta requiere la reflexión. Es complejo porque para existir tiene que superar el tamiz de la crítica. Es el pensamiento el que permite trasuntar el plano real; sino hay pensamiento, esa emoción no es más que una vulgar mimesis: veo que al personaje lo deja la novia, a mi me han dejado alguna vez; ergo, me identifico con el personaje. Sólo me alcanza lo que he vivido, porque lo he vivido, sin importar cuan bien o mal me lo cuenten, porque sigo en “la” realidad, con los dos pies en ella, y sólo tracé algunas empatías para endulzarla.              
   Alguien que no piensa; alguien que no tiene el conocimiento elemental sobre un arte, o una obra concreta, que no está entrenado para ello y por eso no reacciona con justeza. Parecen ser defectos culturales, fallas de enseñanza. Ausencia de cierta precomprensión para sentarse frente a la obra.[3] Pero, ¿y los celulares atendidos en la sala? ¿Y el apetito voraz que, como acto reflejo, parece incitar el cine? ¿Qué pasa con el espectador?        



Acto III

   ¿Qué que pasa con el espectador? Nada. Es que ya no existe. Ya no hay casi espectadores en la masa massmediática, sino consumidores. Es el único tipo de relación que admite la sociedad capitalista actual: o consumo o soy consumido. Ha invadido todo, incluso la cultura, y es el ocaso del concepto de espectador. Ser espectador supone una disposición del intelecto y el espíritu dirigida, concentrada hacia la obra; supone, también, un sentimiento de pertenencia con aquellos que comparten la experiencia artística. Es la fe poética en su estado máximo. Es lo contrario del consumo. Ocurre que esa conducta depredadora es la ruina de cualquier exigencia o interpelación intelectual: el hecho de estar frente a una obra artística no importa entonces, no me impone obligaciones; si pago, tengo derecho a lo que quiera. Pagué mi entrada, y si quiero atiendo el celular en la sala; pagué el pop y lo voy a consumir por más ruido molesto que haga. Consumo mientras consumo la película, que es para eso, para que nos entretenga un rato, para que nos pase por el cuerpo sin digestión ni reflexión.  Todo se resume a una transacción contractual, material para el Derecho y la Economía: precio por producto.
   Acaso hay algo más. Según Foucault, un alemán, un tal Giulius, escribió en su libro “Lecciones sobre las prisiones” que “en otros tiempos –refiriéndose a la civilización griega– la mayor preocupación de los arquitectos era resolver el problema de cómo hacer posible el espectáculo de un acontecimiento, un gesto o  un individuo al mayor número posible de personas. Es el caso del sacrificio religioso, acontecimiento único del que ha de hacerse partícipes al mayor número posible de personas; es también el caso del teatro que por otra parte deriva del sacrificio, de los juegos circenses, los oradores y los discursos”. “Actualmente, el problema fundamental para la arquitectura moderna es exactamente el inverso. Se trata de hacer que el mayor número de personas pueda ser ofrecido como espectáculo a un solo individuo encargado de vigilarlas”. Y hoy, agrego, el énfasis está en mostrar el mayor número de personas al mayor número de personas. Es pasar de la sociedad del espectador, que jerarquizaba al objeto de su atención, a la sociedad del mero chusmerio, de ver todo por el mero hecho de poder hacerlo, como quien espía a la vecina por un agujerito en la pared.  
   Y ahora, ¿qué pasa en una sociedad sin espectadores? ¿Y con un arte sin espectadores?   
       
(D.C)


[1] Escribo “Solis” deliberadamente sin acento. Tal parece ese es el nombre original del teatro, nombre latino: solis. Símbolo masón. Ante esto, cuando la inauguración, y al momento de un recitado conmemorativo, el representante de la iglesia comenzó, sin más, con toda perfidia, a hablar de Juan Díaz de Solís para generar confusión sobre el nombre y vincularlo, socolor del estandarte evangelizador del conquistador, a la tradición católica. Su éxito es notorio.   
[2] Destaco, en contraposición, una publicidad digna, simple y elegante: la del whiskey irlandés Jameson. Muestra una botella, que se inclina y sirve su producto sobre un vaso delicadamente, mientras se enumeran las virtudes de la bebida, verbigracia, triple destilado.
[3] Hoy en día, existe una escuela de espectadores. En Argentina es dirigida por Jorge Dubatti; aquí, por María E. Burgueño. Una notable iniciativa para darle elementos al sujeto para entender con otro bagaje, más complejo, al arte.  

viernes, 22 de abril de 2011

(30) Vino en mi jeringa

Allá por el año 1995 el grupo musical "El cuarteto de Nos", hoy ampliamente conocido por sus más recientes trabajos, Raro (2006) y Bipolar (2009), puso en circulación su disco Barranca Abajo. Recuerdo aún, que la versión en cassete de la que fui posedor (y asimismo imagino que el CD) venía con un una explicación para el disco. El mismo contaba la historia de un personaje, y el vínculo entre una canción y la otra estaba dado por las desventuras que al mismo le acontecían. El título del disco lo decía todo: Barranca Abajo. De ese disco queda aquí la letra y un video donde escuchar el tema "Vino en mi jeringa":




Que lo parió, que día este que me tocó
preciso urgente tomar alcohol,
mi familia siempre tan canchera
se tomaron hasta el agua de la grasera.

El Novoprén abuelo se lo terminó
pegando el diente que se le cayó
y la droga más fuerte que encontré
fue una lata con un cacho de Vascolet.

Yo quiero que un amigo ponga vino en mi jeringa
que de ésta no me salve ni mandinga
no soy un varón muy aguantador
así que hasta acá llegué yo.

Todo empezó de mañana cuando me levanté
pisé un vidrio y me corté
fui a comprar curitas pa calmar el dolor
y me afanaron la tarjeta del Credisol.

La antitetánica nunca me la llegué a dar
y la pata se me entró a infectar
y prendí la tele a ver si a algo ganamos
y nos encajan tres pepinos los bolivianos.

Yo quiero que un amigo ponga vino en mi jeringa
que de ésta no me salve ni mandinga
no soy un varón muy aguantador
así que hasta acá llegué yo.

Vino el doctor y pinchó mi herida sin decir mu
le saltó en el ojo un chorro de pus
y me dijo riendo si estaba enterado
que ganaron de vuelta los colorados.

"A laburar!" me dijo que vos ya estás sano
y me morfan la pata los gusanos
y hoy me dieron mal el vuelto en Ta-ta
y ahora tengo cáncer en la prostata.

Yo quiero que un amigo ponga vino en mi jeringa
que de ésta no me salve ni mandinga
no soy un varón muy aguantador
así que hasta acá llegué yo.

Qué me importa que esté añejado
en cascos de roble o de soldados.

Qué me importa, me es indistinto
que sea un blanco o que sea un tinto.

Qué me importa que sea usado
que esté a nuevo o que esté picado.

Qué me importa que de resaca
un Concha y Toro, o un Pija y Vaca

Quiero que un amigo ponga vino en mi jeringa
que de ésta no me salve ni mandinga
no soy un varón muy aguantador
así que hasta acá llegué yo.



Autor: Roberto Musso
Disco: Barranca Abajo - 1995

lunes, 18 de abril de 2011

(29) La Mojigata (2010). ¿Niño o menor? (Este blog no firma).

No. No. Este blog no firma. No hay enemigo, no hay ellos: sólo un nosotros. No hay que penar la desigualdad y la marginación. No hay que transformar en chivo expiatorio de las necesidades perversas que impone la sociedad de consumo, al que le han sido negados los recursos para ese consuno o siquiera para pensar, razonar, y renegar de ese consumo. No a transformarlo en chivo expiatorio de la violencia que engendra esa sociedad. No a las soluciones que no son soluciones para los problemas que no son problemas. No a la etiqueta y condena de un grupo sin voz ni poder. No a relegar y abandonar a la educación y la cultura como las formas del cambio social. No al facilismo fascista. No. No. Muchos no para un No: este blog no firma.[1]



[1] Aclaraciones para el lector foráneo (es decir, no uruguayo): en el Uruguay, el senador del Partido Colorado, a la derecha del espectro político, Pedro Bordaberry, ha comenzado una campaña de recolección de firmas para promover una consulta popular con el fin de bajar la edad de imputabilidad de los menores a los 16 años.
Aclaración n° 2: La Mojigata es una murga uruguaya. La murga es un género tradicional del carnaval de nuestro país.  

viernes, 15 de abril de 2011

(28) Point and shoot.

Quizá el atento lector esté ya ansioso tras la demora entre la última publicación en este blog. Pero es que justamente de cierta ansiedad es que me dispongo a hablar el día de hoy. El pensamiento me vino tras escuchar cierto término. Por supuesto que es un factor meramente arbitrario que haya sido ese el factor que me dirigió los pasos de la mente por dicho rumbo, bien podría haber sido cualquier otra cosa. Pero resultó que fue la frase "point and shoot" la que me llamó la atención.
Esta frase describe a las cámaras fotográficas que comúnmente se utilizan para tomar, disculpen la redundancia, fotografías por todos aquellos que no sabemos nada de tal arte. Lo que me resulta digno de mención, es que ya no denominemos a tales artefactos como "amateur", sino que utilicemos una descripción tan plástica como la de "apunta y dispara". Si nos detenemos a pensar, se trata casi de un pequeño manual, para evitar al usuario la molestia de tener que dedicarle tiempo a un verdadero manual (entienda el lector avisado que tampoco se piensa aquí en manuales como los de antes, sino en esas breves guías que suelen venir con las más diversas variaciones de "inicio rápido" y no del manual per se que explica con lujo de detalles el funcionamiento y uso del aparato).
Es esta tendencia a evitarnos las molestias la que capturó mi atención. En breves instantes entendí que es esta una característica de toda nuestra cultura. Pensemos ya no, en el ejemplo de las cámaras point and shoot, sino en algo mucho más mundano, pero no menos significativo. Quizá recuerdes, lector apurado, aquel dibujo animado japonés que llevaba por título Dragon Ball. El personaje principal, un alienígena humanoide con aptitudes sobrehumanas para el combate, había dedicado su vida a las artes marciales (entendidas estas como pegarle muy, pero muy fuerte al oponente). Así pues en un primer momento parecía que la serie elogiaba el esfuerzo continuo y la dedicación paciente a un fin. Sin embargo, pronto caía en una contradicción irremediable: cada vez que una pelea terminaba con problemas serios de salud para el protagonista (fracturas en prácticamente todo el esqueleto, múltiples desgarros, etc) se solucionaba instantáneamente con un semilla de propiedades mágicas curativas tales, que no satisfecha con restablecer la normalidad en el organismo, ya lo dejaba a uno preparado para la siguiente batalla, sin rastros de la anterior.
Cuando aún recorría los tiernos años de mi juventud, siempre desee que realmente existiese esa semilla. Claro, no tenía entonces el uso de la razón que los años, la formación y la experiencia nos brindan, ni me había comprometido con estos factores. Sin embargo, lo verdaderamente asombroso es lo similar que tenía mi deseo infantil con el deseo de tantos adultos que acuden a la medicina occidental requiriéndole soluciones inmediatas. Doctor, no puedo tomar algo que me cure "para ayer". Curioso lo similares que pueden ser, mal que le pese a Piaget, los niños y los adultos.
Y es que esta frase del para ayer, es sintomática de nuestra perdida de paciencia como cultura. Paciencia, etimológicamente, proviene del griego pathos, que significa algo así como tolerar, soportar lo que nos acontece por causas externas. Relacionada con paciencia por su común origen y raíz se encuentran entonces paciente (aquel que sufre o tolera algo) pero también pasividad y pasivo. En gramática el concepto de voz pasiva describe una estructura sintáctica que pone énfasis en el sujeto paciente, esto es quien recibe la acción (aquello que en voz activa suele ocupar la función del objeto o complemento directo). El problema, es que hemos perdido la paciencia, entendida en un sentido amplio.
Prácticamente no usamos la voz pasiva, quizá por la tendencia de toda lengua del principio de economía, pero quizá, también tenga que ver con nuestra actitud vital. No tenemos paciencia para leer un manual, puesto que lo que en verdad queremos es el proceso activo de sacar la fotografía. Claro está, tampoco pensamos dedicarle demasiado tiempo, basta con apuntar y disparar. No queremos comprometernos con la imagen, con su cuidadosa composición, con pensarla y planearla, queremos sacar una foto de la forma más veloz posible, para poder ya sacar otra.
Caminar es casi un hábito olvidado. Por lo general "andamos volando", curiosa descripción también, desde el punto de vista semántico, pues andar es una forma de caminar, pero como la velocidad no nos parece suficiente recurrimos casi al oxímoron de "ando volando" para intentar transmitir la vorágine de acciones de las que nos suponemos sujetos activos. Todo aquello que signifique una inversión de tiempo sin un resultado evidente e inmediato lo consideramos una perdida de tiempo. De ahí que el cuidadoso trabajo para lograr una caligrafía elegante ya sea un arte perdido, de ahí que ya no podamos lograr las maravillas que lograban los copistas medievales en los códices y manuscritos.

 

Verdaderamente asombroso, que durante siglos, antes de la invención de la imprenta, se lograran objetos de tal belleza, solo con la labor del artesano. No incurriré aquí en el complejo desarrollo de la Revolución Industrial de Occidente. Baste saber que nos encontramos sumergidos en ella.
¿Cómo podríamos apreciar la belleza innata que se encuentra en aquellas producciones cuyos autores han dedicado su esfuerzo en realizar si no somos siquiera capaces de detenernos para hacernos esta pregunta? Y es que el verdadero orfebre, no se cuestiona sobre cuanto le tomará finalizar su trabajo, sino que se involucra con este de forma tal, que solo cuando este ha sido terminado puede darse su creador por satisfecho. Por supuesto que todo esto está muy alejado de nuestra forma de ver el mundo, siempre atormentados por la cruel tiranía del reloj, nos encontramos corriendo de un lado a otro, apurados siempre por llegar, por aprovechar el día, aunque esto claro está, no puede ser más que un opuesto del famoso carpe diem horaciano. Aprovechar el día no significa exprimir cada instante hasta la última gota rellenando un mismo minuto de cinco actividades, en clara emulación de la capacidad de multitasking de las computadoras, sino que significa exprimir el sentido trascendental de la experiencia en que nos encontremos y nos sea profunda.
A tal punto llega nuestra necesidad de emular la tecnología que nos olvidamos las diferencias que existen entre esta y entre lo humano. Recuerdo aquella época en que eramos capaces, tras una llamada telefónica infructuosa, de esperar varios días hasta que se presentase la ocasión propicia para transmitir un mensaje a alguien. Ahora, con el advenimiento de las nuevas formas de comunicación, si no se nos responde un mensaje de texto inmediatamente nos encontramos sumergidos en una angustia. Y es que equiparamos este intento de comunicación con el de una computadora a la que se presiona una tecla, necesitamos ver en todo una reacción inmediata para nuestros estímulos. Pobre de los perros de Pablov si hubiesen sido entrenados en nuestra época, con seguridad se los hubiese deshidratado de tanto hacer sonar la campanilla.
Hay una distinción importante, para la cual retomo los conceptos de activo y pasivo. Si nos encontramos bajo la tiranía del reloj, no somos más que sujetos pasivos, por mucho que nos creamos activos. El verdadero hacedor no tiene más tiempo que el subjetivo. Solo cuando nos logremos liberar del grillete impuesto, quizá por nosotros mismos, quizá por los discursos fuentes de poder contemporáneos seremos capaces de disfrutar nuestra vida en las cosas más sencillas, pues seremos capaces de temperar nuestro ánimo para tolerar las que no nos sean gratas, y no pretender, como un chiquillo, que desaparezcan por un berretín, y también seremos capaces de aprovechar el momento en forma plena, sin preocuparnos por el que vendrá, sino simplemente envueltos en el presente.
En fin, les agradezco la paciencia de haber leído el texto, los invito a leerlo nuevamente, y a tomarse el tiempo de leer los demás artículos nuevamente, consideren, solo tras una lectura atemporal, si fue o no una perdida de tiempo. Si me permiten, me voy yo mismo a releer otros textos. A perder el tiempo con infinita paciencia.

(A.M)

domingo, 10 de abril de 2011

(27) La interioridad (fragmento de Prohibido Pensar, S. Nuñez).

Prohibido Pensar es un formidable programa de filosofía a cargo de Sandino Nuñez y emitido por TNU. Para mayo de este año, se anuncia una nueva temporada. Aquí, un fragmento del guión del episodio “La interioridad: de San Agustín a Karina Jelinek”.


"Este señor serio acá es Agustín de Hipona, San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Latina. Fue de los primeros y de los más contundentes en manejar la metáfora de la interioridad. Les cuento algo. Agustín había sido un joven depravado, un pecador de vida sensual, licenciosa y desordenada. De pronto se retira de su vida de juerga y allá por el 397 de nuestra era escribe el primer ensayo introspectivo de la historia: las Confesiones. Las confesiones no son una novela autobiográfica: no cuentan hechos, anécdotas o episodios de su vida. Hablan de los “estados de su alma”, es una escritura de interpretación y examen. No son una biópica sino una lírica. Hablan del regocijo y del confort interior, la continencia dice él. Esta continencia, este regocijo es lo opuesto a ese afuera caótico y fragmentario de su vida anterior. Y cuenta la leyenda que Agustín fue el inventor de la lectura interior (intelligere, inteligencia), apagando la voz hasta la fonomímica para lograr prescindir finalmente de esta, creando la sensación de que “leemos dentro”.

Fox Mulder, el tipo de los Archivos X, entiende que la verdad está allá afuera. Era una especie de sacerdote new age del FBI y, previsiblemente, bastante paranoico: su vida estaba llena de marcianos, mutantes, bichos y entidades sobrenaturales. Agustín, en las antípodas, sostiene que la verdad está en el interior del hombre. La cosa o el objeto fantástico allá afuera, la interpretación o el sentido acá adentro.

El alma, el interior, es cogito o está hecho de cogito, una palabra que mucho tiempo después haría famosa Descartes. Cogito, cogitare, colligitur, quiere decir recoger, reunir, juntar. Juntar lo disperso y lo caótico, reunir las experiencias fragmentarias de la vida y los objetos parciales en un solo lugar: lo íntimo, lo interno. Darle al caos de la vida un sentido, una organización, un relato. Y la experiencia caótica, el caos originario que debe ser organizado en el cogito, encuentra su mejor metáfora cristiana en el pecado. La enseñanza de Agustín entonces es que el pecado no debe ser prohibido o tachado, aunque se proclame institucionalmente su prohibición: debe más bien disparar operaciones de organización, reflexión, interpretación y sentido. De la prohibición, el castigo o la disciplina a la educación reflexiva. ¿Acaso no habla todo esto de la voluntad de gobierno, de las ganas de civilizar y de la vocación de Estado que comienza a mostrar tempranamente la Iglesia? ¿y no tendrá entonces que ver el invento de la interioridad con las tecnologías educativas y gubernamentales?

Más de una docena de siglos después de Agustín, hacia 1640, en la Europa latina y en la mañana misma de la modernidad política, la mayor celebrity de la filosofía moderna, René Descartes, escribía sus Meditaciones Metafísicas. En la Meditación Segunda escribe:“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo”.

Des-ga-rra-dor. Vamos a pasar por alto el desconsuelo de Descartes, para detenernos dos segundos en la estructura idéntica de todas esas frases: “Supongo que, creo que, estoy persuadido de que”. En principio se trata de un tipo de frase que los lógicos como Russell llaman actitud proposicional. En una actitud proposicional hay una frase cualquiera (va a llover, hace calor, la vida es dura), precedida por un operador del tipo Yo supongo que / yo creo que / yo pienso que: hace calor, etc. Pero el enunciado cartesiano “supongo que todo lo que veo es falso” no es una simple actitud proposicional sino que separa y crea una relación entre dos yoes: un yo aquí que ve (todo lo que yo veo es falso) y un Yo acá que supone, cree e interpreta lo que el otro ve: Yo supongo que todo lo que yo veo es falso.

Descartes toma de Agustín la práctica del descentramiento de sí mismo, la práctica de separarse de su propia vida, pensar sobre ella, reflexionar, interpretarla y adjudicarle un sentido. A través de su dispositivo introspectivo, la duda, la subjetividad misma, el propio sujeto unificador aparece como una relación neurótica “interna” entre dos yoes: un yo que hace, ve o siente cosas y un Yo que reflexiona sobre lo que el otro yo hace, ve o siente. Un Yo soberano, capaz de decirse a sí mismo, capaz de reflexión y juicio, y otro yo atolondrado que nunca sabe con claridad en qué esta metido o qué está haciendo o viendo. El yo del juicio y el yo de la experiencia. El psicoanalista Lacan hubiera dicho, un sujeto del enunciado y un sujeto de la enunciación. Con Descartes se desplaza el problema de la Verdad desde la adecuación entre el entendimiento y el objeto, a una tensión “interna” entre la experiencia y el juicio (la interpretación).

El alma, la interioridad o la subjetividad entonces no es un lugar o una cosa: es la propia actividad cogitante, es la práctica de organizar la vida y dar sentido a cierta experiencia originalmente caótica. Son metáforas, una sustancialización “hacia adentro” de cierta necesidad típicamente moderna de un nuevo tipo de relación social, una relación educativa con el otro.

En el siglo XVII las ciudades han crecido y se han superpoblado. Las poblaciones ya no pueden ser controladas o vigiladas porque es demasiado caro. Por esa época empieza en algunas ciudades europeas la alfabetización y la educación a gran escala. La gente debe ser gobernada, y para eso debe ser no disciplinada e individualizada sino educada y subjetivada. La educación empieza a crear y a estimular esa disociación agustiniana-cartesiana que conduce al otro a pensar sobre su vida, a separarse de la incesante demanda conectiva de la vida, a ser dos: el que vive y el que piensa. Hay que crear en el otro, así, un sentido de la responsabilidad social: ser conciente es ser responsable, hacernos cargo de lo que hacemos. Entre la certeza del dogma religioso y la certeza natural de la ciencia, Descartes parece ser un síntoma temprano de un nuevo tipo de razón, una razón política o humanista que viene a establecerse sobre el filo de la duda y la interpretación.

Liberal, hijo de un jurista, educado por jesuitas, acomodado pero sin ligaduras evidentes con los centros institucionales de poder de aquel entonces (no le pertenecía al ejército ni a la aristocracia cortesana ni a la Iglesia), Descartes prefigura el aire de las revoluciones políticas del siglo siguiente. Él es una nueva forma de la inteligencia social. Es un nuevo personaje social, una nueva clase urbana, por así decirlo. Una avanzada de lo que más tarde será la burguesía ilustrada, o mejor, lo que Ángel Rama bautizó con el nombre de ciudad letrada. El casco letrado-educador de la ciudad, el núcleo civilizador, el agente de política.


¿Cómo pensar nuestro miedo a perder la subjetividad? ¿Qué seríamos si no tuviéramos esa soberanía sobre nosotros mismos? ¿Qué seríamos, con vida, pero sin esa autonomía, sin esa tecnología decisiva para la historia de occidente llamada conciencia?

Estas cosas (señala la pantalla que muestra zombis de Romero), ni malos ni buenos, son una pura expresión mecánica de la vida. Como la pata de rana animada por un impulso eléctrico. Son el empuje ciego de la vida. Y lo que aterra en ellos no es tanto que nos maten o nos descuarticen con sus manos o con esas herramientas brutales, no es esa concentración negra del mal más inmotivado, sino más bien el inexpresivo automatismo con el que ejecutan la faena más atroz. Lo que nos aterroriza es su empuje, su ausencia de propósito o de meta: la vida misma de lo que no está vivo.

Imagen de la película "Nigth of the living dead" de George Romero. 

Pero el verdadero archienemigo del sujeto, curiosamente, no está hoy en ese concentrado retórico de antisujeto que nos vive mostrando el cine. No es ese siniestro autómata, feo, lento e incontenible. Ese bicho sin rasgos individuales, sin alma y por lo tanto sin expresividad. El verdadero archienemigo del sujeto no es un antisujeto sino una disolución, una evanescencia, una licuefacción del sujeto.

Aquí lo ven (señala pantalla que muestra a Karina Jelinek), el archienemigo del sujeto es una niña hormonada. La inocencia pornográfica. Es el gran objeto de nuestra cultura contemporánea, su producto mejor logrado, su objeto maravilloso, su ángel. Ahí está, con la cabeza entre las manos, los ojos siempre huyendo de algo adverso, la cara de desconcierto, no importa su nombre: estamos hablando de la misma inocencia psicótica de la tele ¿Realmente está angustiada o afligida? ¿Llora? ¿Se desmaya? ¿Se ríe?

Niña hormonada mentada ut supra. 

Pero no pensemos que el problema es la sinceridad o la insinceridad del personaje, eso es de un optimismo encantador. Ya no hay un personaje, se han barrido esos límites. Ella misma no sabe si llora, si finge que llora, si cree que llora. Ya no importa. No hay reveses ni espesor. Nada hay que ocultar y por lo tanto tampoco hay nada que mostrar.

Este no-sujeto no es inexpresivo como el zombi de Romero, no es un cuerpo o una máquina en un punto oscurísimo de incomunicación. Es exactamente al revés: es expresivo en exceso, comunicado y conectado en exceso, construído únicamente en ese lugar en el que lo quiere la mirada del otro. Sus caras son más que expresivas: son emoticones, son formas convencionales, hiperrealistas e infantiles de una emoción. Y este es el verdadero no-sujeto. No es la inexpresividad glacial de Jason Voorhees sino la hiperexpresividad infantil del emoticon. No es un hundimiento del sujeto en sí mismo, en una especie de locura autista autoconectada, sino un derroche, un happening, una descarga, como un show de fuegos artificiales. Y la hiperexpresividad del no-sujeto es tan o más letal que la inexpresividad del antisujeto.

La esquizofrenia del no-sujeto es el borramiento desesperante y aproblemático de todos los límites: entre jugar y vivir, entre fingir y ser, entre una broma y algo serio, entre cuerpo y alma.

Resumo. El sujeto, la interioridad, el espacio interior. No son cosas o sustancias. Por más que hasta cierto punto deban ser pensados como cosas o sustancias. Son formas de conceptualizar prácticas históricas y sociales. Las teorías no son formas que la cultura utiliza para representar cosas “externas”, cosas que son o están ahí en el mundo, sino conceptualizaciones acerca de lo que ella hace, de sus propias prácticas. La idea de sujeto es indisociable de las prácticas políticas o educativas, del gobierno y de la invención de lo público-social. Y la catástrofe contemporánea del sujeto, la aparición barullenta e infantil del no sujeto es la catástrofe de las prácticas sociales que dieron origen, en su momento, al sujeto: la educación, la política."

miércoles, 6 de abril de 2011

(26) Las edades del hombre

Valgan, antes del texto, algunas pocas notas al respecto. Se trata de un fragmento de Las Metamorfosis de Ovidio, poeta latino más conocido por su poesía amatoria. En esta obra el poeta se propone contar mediante el hilo conductor de las metamorfosis algunos de los mitos de la antigua cultura greco-latina. En este fragmento particular se narra el mito de las edades del hombre. Parece ser, que ya desde antaño, todo tiempo pasado fue mejor. ¡Qué disfruten!


Áurea la primera edad engendrada fue, que sin defensor ninguno,
 por sí misma, sin ley, la confianza y lo recto honraba.
 Castigo y miedo no habían, ni palabras amenazantes en el fijado
 bronce se leían, ni la suplicante multitud temía
 la boca del juez suyo, sino que estaban sin defensor seguros.
 Todavía, cortado de sus montes para visitar el extranjero
 orbe, a las fluentes ondas el pino no había descendido,
 y ningunos los mortales, excepto sus litorales, conocían.
 Todavía vertiginosas no ceñían a las fortalezas sus fosas.
 No la tuba de derecho bronce, no de bronce curvado los cuernos,
 no las gáleas, no la espada existía. Sin uso de soldado
 sus blandos ocios seguras pasaban las gentes.
 Ella misma también, inmune, y de rastrillo intacta, y de ningunas
 rejas herida, por sí lo daba todo la tierra,
 y, contentándose con unos alimentos sin que nadie los obligara creados,
 las crías del madroño y las montanas fresas recogían,
 y cornejos, y en los duros zarzales prendidas las moras
 y, las que se habían desprendido del anchuroso árbol de Júpiter, bellotas.
 Una primavera era eterna, y plácidos con sus cálidas brisas
 acariciaban los céfiros, nacidas sin semilla, a las flores.
 Pronto, incluso, frutos la tierra no arada llevaba,
 y no renovado el campo canecía de grávidas aristas.
 Corrientes ya de leche, ya corrientes de néctar pasaban,
 y flavas desde la verde encina goteaban las mieles.
     Después de que, Saturno a los tenebrosos Tártaros enviado,
 bajo Júpiter el cosmos estaba, apareció la plateada prole,
 que el oro inferior, más preciosa que el bermejo bronce.
 Júpiter contrajo los tiempos de la antigua primavera
 y a través de inviernos y veranos y desiguales otoños
 y una breve primavera, por cuatro espacios condujo el año.
 Entonces por primera vez con secos hervores el aire quemado
 se encandeció, y por los vientos el hielo rígido quedó suspendido.
 Entonces por primera vez entraron en casas, casas las cavernas fueron,
 y los densos arbustos, y atadas con corteza varas.
 Simientes entonces por primera vez, de Ceres, en largos surcos
 sepultadas fueron, y hundidos por el yugo gimieron los novillos.
 Tercera tras aquella sucedió la broncínea prole,
 más salvaje de ingenios y a las hórridas armas más pronta,
 no criminal, aun así; es la última de duro hierro.
 En seguida irrumpió a ese tiempo, de vena peor,
 toda impiedad: huyeron el pudor y la verdad y la confianza,
 en cuyo lugar aparecieron los fraudes y los engaños
 y las insidias y la fuerza y el amor criminal de poseer.
 Velas daba a los vientos, y todavía bien no los conocía
 el marinero, y las que largo tiempo se habían alzado en los montes altos
 en oleajes desconocidos cabriolaron, las quillas,
 y común antes, cual las luces del sol y las auras,
 el suelo, cauto lo señaló con larga linde el medidor.
 Y no sólo sembrados y sus alimentos debidos se demandaba
 al rico suelo, sino que se entró hasta las entrañas de la tierra,
 y las que ella había reservado y apartado junto a las estigias sombras,
 se excavan esas riquezas, aguijadas de desgracias.
 Y ya el dañino hierro, y que el hierro más dañino el oro
 había brotado: brota la guerra que lucha por ambos,
 y con su sanguínea mano golpea crepitantes armas.
 Se vive al asalto: no el huésped de su huésped está a salvo,
 no el suegro de su yerno, de los hermanos también la gracia rara es.
 Acecha para la perdición el hombre de su esposa, ella del marido,
 cetrinos acónitos mezclan terribles madrastras,
 el hijo antes de su día inquiere en los años del padre.
 Vencida yace la piedad, y la Virgen, de matanza mojadas,
 la última de los celestes, la Astrea, las tierras abandona. 

sábado, 2 de abril de 2011

(25) Simetrías de la interpretación (o Löwenthal, el Dante y los Tawahkas).

   Xavier Löwenthal es un interesantísimo historietista, editor y teórico del comic belga. En uno de sus tantos viajes, a influjo de una erudita de la tribu de los Tawahkas, llegó a Honduras y entró en contacto con ellos. Hacía pocos años que los Tawahkas se habían dado a la tarea de concretar su lengua en expresión escrita y hasta entonces el resultado les era inhóspito: encontraban al mero grafema insuficiente para transmitir y connotar con precisión. Reclamaban a la escritura el contexto de gestualidad, miradas, suaves pero ciertos matices del tono en que es prodiga el habla. Dicha objeción parece poco estimulante para un artista, habituado a traficar con la diferencia de sentido, con la ambigüedad y la vaguedad: es el entusiasmo cuasi científico por la exactitud del lenguaje, el discurso limitado, ceñido a una única línea de interpretación. Sin embargo, imputarles esa conclusión sería apresurado.
   Con Löwenthal, los Tawahkas conocieron la narración gráfica –la palabra unida al dibujo– y con ella, la herramienta justa para expresar fielmente su lenguaje en un medio no oral.[1]
   Una de las historias que querían contar, historia que tiene su replica en varias civilizaciones, era la del tigre y el ratón. Un tigre acecha a un ratón a través de la selva, hasta darle caza; cuando va a devorarlo, el ratón le suplica que no lo haga, que lo deje libre: “algún día precisarás de mí, y yo honraré este favor, con otro condigno”. El tigre accede. Tiempo más tarde, el ratón encuentra al tigre con las patas apresadas por una trampa sembrada por los hombres. El tigre invoca el pacto; el ratón roe las cuerdas y el tigre acaba en libertad.
   Los Tawahkas narraron esta historia en sólo dos cuadros: uno, en que el ratón huye merced a la deliberada pasividad del tigre; otro, en que el ratón roe las cadenas del tigre. Se lo mostraron a Löwenthal. El historietista intentó explicarles que no era suficiente, que así la historia no tenía desarrollo, no tenía tiempo y por lo tanto, no era entendible. El intento duró más de media hora. Finalmente, un niño comprendió la objeción y le retrucó a Löwenthal que estaba equivocado. Esos cuadros, aclaró el tawahka, bastaban porque más sería limitar los sentidos. Con esos dos cuadros, el ratón podía ser cualquier ratón y el tigre, todos los tigres; con esos dos cuadros, cualquiera de los favores podría haber sido el primero. Agrega Löwenthal que los tawahkas estaban por fuera de la estructura del relato lineal de occidente, con inicio, desarrollo y final, sometido a un tiempo preciso (yugo que él, al igual que yo –¡oh, infelices esclavos de la diacronía!– no pudimos evitar, y por eso al narrar, enlazamos los episodios con un “tiempo más tarde”).



                                                           Cuadros de "Ifigenia", novela gráfica de Xavier Löwenthal


 Los dos cuadros con que los Tawahkas contaron su historia, nos permiten ver que hay múltiples formas de narrar y de entender, y acaso de evadirse –o jugar a evadirse–, de la temporalidad. Pero, en última instancia, esas posibilidades narrativas dirimen su funcionalidad en cuanto favorezcan la polisemia de aquello que es narrado. Y dicha polisemia, se presenta como una ecuación de equilibrio, un justo medio aristotélico o sección áurea: si cuento demasiado, ciño la interpretación en un solo camino, la empobrezco; si no cuento lo suficiente, el caos domina el discurso y el completo azar la interpretación. Sólo debo contar lo necesario, el texto básico que admita el mayor número y las más complejas interpretaciones. Nada más.
   Releo y este “nada más” puede sonar sentencioso y hueco. Su base está, sin embargo, en los orígenes mismos de la filosofía, que son los orígenes de la hermenéutica. Lo uno y lo múltiple. Lo real es diverso pero, a su vez, en ello reside la unidad. El ser cambia, pero permanece. Es y no es: lo uno y lo múltiple. Heráclito dijo que no hay sino cambio; Parménides describió al ser inmutable, constante, pétreo. Tesis excluyentes inviables. Si sólo existiera la diversidad, el mundo sería equívoco; lo real no sería pensable –pensar es ordenar a partir de descartar diferencias, buscar repeticiones que hagan a una esencia común[2]–: sería ininteligible. Y si todo fuera uno, tendríamos un mundo unívoco; una unidad absoluta sobre la cual no podría ejercerse pensamiento alguno. Ante esto, la resolución es la analogía del ente: la unidad en la diversidad. Platón el primero, luego Aristóteles, acaso él con éxito, asumieron ese camino dialéctico. Esta es la estructura propia de la creación. Ni equívoca, ni unívoca: equilibrio de repeticiones, si estas faltan o escasean no hay simetría, no hay orden pensado ni pensante, si estas son constantes e inmediatas, tampoco hay simetría sino el tedio tautológico.[3]  
   Así no debe sorprendernos que este mismo proceder –una historia brevemente ilustrada que a partir de esa representación pictórica da lugar a nuevas versiones narrativas más ricas–, sea aquel que dio origen a los mitos griegos. Estos son, según Robert Graves “La reducción a taquigrafía narrativa de una pantomima ritual representada en festivales públicos y recogida pictóricamente en muchos casos en las paredes de templos, vasijas, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc”. Y “si algunos mitos son desconcertantes a primera vista, se debe normalmente a que el mitógrafo ha malinterpretado, accidental o voluntariamente, una imagen sagrada o un rito dramático. A este proceso lo he denominado iconotropía…”. Esa mala interpretación de la que habla Graves, su iconotropía, es ni más ni menos que la emergencia del arte de la proteicidad del símbolo religioso o del hecho político representado pictóricamente. El mito antropológico, se vuelve también mito artístico.
   Otros ejemplos, ya con los pies en la literatura misma y no en su génesis primera, también abundan. Uno afamado está en el canto XXXIII de la Commedia: la muerte del Conde Ugolino. Ugolino della Gherardesca roe la nuca del arzobispo Ruggieri degli Ubaldini y limpia su boca con la misma cabellera de su victima. Ante el arribo del Dante, abandona por un instante su hambriento ritual y cuenta su historia. Ruggieri lo traicionó y lo encarceló en una torre junto a sus hijos pequeños. Una noche, tuvo el sueño premonitorio del arzobispo con perros hambrientos cazando a un lobo y sus lobeznos. A la mañana siguiente, no llegó el acostumbrado alimento y la puerta de la torre fue clavada. Pasa un día completo y Ugolino, desesperado, se muerde las manos. Sus hijos creen que es efecto del hambre y le ofrecen su carne en alimento, la carne que el Conde había engendrado. Entre el quinto y el sexto día, muere su prole completa. Ugolino, ya ciego, los busca a tientas durante tres días más. Luego, dice “Después, el hambre pudo más que el dolor (“Poscia, piú che’l dolor, poté il digiuno”). La pregunta es clara.[4] ¿Debemos interpretar que el hambre se impuso al dolor por la muerte de sus hijos –escaso hilo que lo enredaba aún en la existencia– y finalmente murió? ¿O es que el hambre venció el dolor en tanto acabó por sucumbir al reclamo visceral de su cuerpo y recurrió a la antropofagia? Numerosas son las páginas que han dedicado a este verso los comentaristas; lo cierto es que no hay una solución, queda en la imaginación del lector; o, mejor aún, para engalanar el carácter polisémico de la literatura y la interpretación, la solución es la propuesta por Borges:

   “En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante impresión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñaran las generaciones.”[5]      

 "Ugolino y sus hijos", escultura de Jean-Baptiste Carpeaux
   
   Sé que el ejemplo peca por exceso. Veamos alguno menos notorio. Quienes hayan leído el “Ensayo sobre la ceguera”, habrán advertido que Saramago se precave de no mencionar, siquiera especular, con las causas de la epidemia y luego con las consecuencias de lo vivido una vez vuelto el mundo de los videntes. Asimismo, no establece la moralidad de la obra. Crea la ficción, le da alas de metáfora, pero el rumbo que tome su vuelo queda en manos del lector. Se limita a su tarea de escritor, que es forjar la estructura narrativa o poética, el discurso sobre el cual va a desarrollar su tarea el lector –el lector tiene un papel, y activo, sobre la obra–, interpretar y desenvolver los posibles sentidos. Ambas tareas, hacer la palabra y la lectura de esa palabra, se tocan, se comunican en un umbral: la polisemia. 
   Sobre el final, me permito insistir. El pensamiento del siglo XX tuvo acaso una de sus mayores victorias –resonante: deseada y temida– en obturar la posibilidad misma del concepto de una verdad absoluta. Creo, sin embargo, no incurrir en una paradoja al observar que en el decurso de la historia, han primado las teorías en las que subyace, se presenta como condición previa de eficacia o elemento estructural de su objeto, este equilibrio.[6] Sutil moderación que habilita el entendimiento y la belleza en los dos cuadros del Tawahka y en los cien cantos de la Commedia del Dante.


(D.C)    


[1] No debe leerse en esto una declaración de facilidad interpretativa respecto de la narración gráfica. Quien conozca, por ej., la obra de Magritte “Esto no es un pipa”, y el ensayo sobre ella de Foucault, sabrá que no es así.
[2] Dice Borges en “Funes el memorioso”: “Pensar es olvidar diferencias”. Gran definición; estupenda metáfora.
[3] El lector ilustrado, ciertamente más ilustrado que el autor de esta nota, acaso vinculará este planteo, incluso en clave de plagio, con la teoría sobre la belleza de Jorge Wagember. Wagember marca que la belleza es producto de la serie de repeticiones. Si las repeticiones son lejanas y poco identificables, tendremos una visión caótica y ajena a la belleza. Si las repeticiones son evidentes y demasiado continuas, falta variedad y eso también impide la belleza.  
[4] Un autor muy capaz de desarrollar en todo un relato este tipo de dualidades, fue Henry James. Ejemplo evidente de esta índole es “Otra vuelta de tuerca” y, menos conocido pero aún mejor logrado, “Los amigos de los amigos”.
[5] “El falso problema de Ugolino” de “Nueve ensayos dantescos”; Jorge Luis Borges.
[6] Mientras esto escribo, pienso en Chomsky, que plantea en “Estructuras sintácticas” que hay reglas de la sintaxis que están en todos los idiomas, y que esto es porque no son adquiridas, sino innatas. Quizá podría entenderse así, innata a la capacidad compresiva, a esta simetría, pero es sólo una especulación temeraria.