lunes, 31 de enero de 2011

(8) La tríada amoroso-obsesiva de “El secreto de sus ojos”.

   Tres personas pueden  ser una (sin dudas un precioso subtítulo para una película erótica sobre un ménage à trois, pero para no crear falsas expectativas, aclaro que no es el caso). Tres personas pueden ser expresiones parciales, fantasmales, de un único ser sustancial. Se llama, a pesar de la indolente e impasible definición de la Real Academia, hipóstasis[1]. Tres personas pueden unirse en una única metáfora.
   El concepto no es novedoso. Según Robert Graves, en la Europa antigua, matriarcal, prehelénica, no había dioses sino un único dios, la Gran Diosa: la Diosa Blanca. Ella tenía tres manifestaciones, las tres edades de la matriarca: doncella, ninfa y vieja fea[2]. Eran las tres fases de la luna –nueva, llena y menguante– y luego, también, el decurso natural a través de las estaciones: doncella en la primavera, ninfa en verano y vieja en invierno. Así las Erinias y Moiras en los mitos. Pero sabían que era una sola diosa. La verdadera devoción trina, el escándalo de la lógica, llegó con la Santísima Trinidad católica. Necesidad de dogma, ya que si el Hijo y el Padre no son también uno, la redención no es obra directa divina; y si no es eterno Cristo, no lo es el acto de redención, la cruz. Generación eterna del Hijo y el Espíritu, fue la solución de Ireneo; es decir, un acto sin tiempo. Es decir, no resolver el problema intelectual que comporta.   
   Sin esas aletargadas derivaciones intelectuales y en la forma de una sutil metáfora, es la tríada de Campanella. Se desarrolla a través de las dos historias perfectamente entrelazadas que hacen al relato de la película: la investigación sobre la muerte de la esposa de Morales, y la historia de amor entre Esposito e Irene.[3] En este caso, a diferencia de la griega, es una tríada masculina, conformada por Esposito (el funcionario judicial), Morales (viudo de la asesinada) y Gómez (el asesino). Parte, naturalmente, del protagonista, el personaje esencial, Esposito; es, por lo demás, aquel cuyo amor es potencialidad, y por lo tanto, son más amplias, proteicas, las posibilidades que ofrece para la metáfora y el desarrollo de la trama. Él ama a Irene, que es su superior en el juzgado en el cual trabajan; un amor inconfeso que lo mantiene detenido en el tiempo por veinticinco años, a pesar del casamiento de ella, de la distancia, del casamiento de él mismo. Solo espera. Cuando conoce a Morales, se identifica con él porque es la versión feliz y realizada de su amor (Morales sí había confesado su amor y había tenido éxito; le dice a Esposito: “no sé cómo me animé a hablarle a una mujer así”). A su vez, Morales ahora es viudo –despojado sin desilusión–  y sufre, y eso facilita la empatía. Esposito encuentra a Morales en la estación de trenes, también detenido en el tiempo, esperando por el asesino, ya ha pasado un año, y luego dice: “nunca vi tanto amor por una mujer como en los ojos de ese hombre”; ve allí su propio amor por Irene. Podríamos decir que aquí está una primera anagnórisis (reconocimiento del personaje de una condición propia ignorada).
   Pero el personaje de Esposito como metáfora amorosa se extiende y llega al homicida, a Gómez. Es la versión enferma, insana de su amor: una versión destructiva, despreciable. Por eso lo persigue con tal obstinación. Gómez es la otra cara de la moneda, pero es la misma moneda. Esposito sospecha de Gómez porque en todas las fotos aparece mirando, no a la cámara, sino a la mujer asesinada. Muchos años después, Esposito e Irene se reencuentran y recuerdan; ella saca unas fotos del brindis en el juzgado por su compromiso: en todas Esposito la mira a ella, sólo a ella, siempre a ella, igual que Gómez a su victima en aquellas otras fotos. Es la segunda anagnórisis; el Dr. Jekyll viendo en el espejo a su potencial Mr. Hyde con horror.
   Pero la historia de Esposito ha de resolverse a través de esos reflejos, Morales y Gómez, con un final propio. Después de veinticinco años, Esposito decide escribir la historia de ese homicidio. En verdad, no lo hará para matar el tiempo ni para dejar testimonio de ese caso judicial; lo hará, sin sospecharlo, para contar su propia historia con Irene. Sólo a partir de ello, de narrar, interpretar y darle un sentido a ese relato, es que logra confesarse y confesar ese amor. Superar ese estancamiento. Es la anagnórisis final y una justificación del arte: uno escribe porque ama, uno escribe para saber y decir que uno ama.
   Tres personas pueden ser una. Tres personas pueden unirse en una única metáfora. Prodigio estético e intelectual que pueden ofrecernos los grandes artistas, las grandes historias.  

(D.C)


[1] Dice el diccionario: “1. f. Rel. Supuesto o persona, especialmente de la Santísima Trinidad.” Un eufemismo para decir que no saben de qué carajo están hablando.
[2] La adjetivación es de Graves. Este blog no se hace responsable por las viejas ofendidas.
[3] La eficaz alternancia de las dos historias, el ocultamiento momentáneo de una en favor de la otra, ese engaño parcial sobre cual es el tema de la película que sólo se revela con el final, pueden hacernos recordar a “La invención de Morel”, de Bioy Casares.

viernes, 28 de enero de 2011

(7) Amorosa anticipación.


Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña,
ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.
Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige,
me darás esa orilla de tu vida que tu misma no tienes.
Arrojado a quietud,
divisaré esa playa última de tu ser
y te veré por vez primera, quizá,
como Dios ha de verte,
desbaratada la ficción del Tiempo,
sin el amor, sin mí.

“Amorosa anticipación”, de “Luna de enfrente”; Jorge Luis Borges.

martes, 25 de enero de 2011

(6) "Relativo" de Damián Salina

Fuiste mi luz,
la vida, una parte tuya
una señal, todo lo que pasó ayer,
alguna vez no fue posible
otra vez.

Fuiste reacción,
todo el amor y la furia.
Fuiste un adios,
un inminente después.
Fuiste el silencio,
la única forma de creer.

Alguna vez no fue posible,
lo vimos después.

Después de que inventamos el sentido,
de ver que lo imposible es relativo.
Explotaron las ganas en el pecho
los miedos se escaparon por el techo.
La vida que salió de tu mirada
me habló de que hay más vida acorralada.
Y fuiste lluvia y aire en movimiento
el más perfecto en todos los momentos

Ahhhh, larararairara

Después de que inventamos el sentido,de ver que lo imposible es relativo.
Explotaron las ganas en el pecho
los miedos se escaparon por el techo.
La vida que salió de tu mirada
me habló de que hay más vida acorralada.
Y fuiste lluvia y aire en movimiento
el más perfecto en todos los momentos
Ahhhh, larararairara
Lo imposible es relativo...


Damián Salina
Les dejo además un enlace para que puedan escuchar el tema:  
Relativo - Damián Salina

sábado, 22 de enero de 2011

(5) It’s the end of the world.

   Antes que nada, los pasados y por lo tanto, parciales o tentativos. Dioses arrepentidos o permeables a la suplica. Curiosamente, acaso todos –la mayoría– diluvios, lo que perfila a este método de destrucción como proverbialmente ineficaz. (Tome nota de esto el lector que esté planeando su propio Apocalipsis). De ellos, destaco dos: el del dios de judíos y cristianos, y el Helénico –el más famoso de ellos, ya que hubo varios–. Respecto del primero, que tiene como protagonistas a Noé, el arca y un seleccionado de especies, no haré más que una acotación, por ser demasiado conocida su historia. Moisés dividió el Mar Rojo, Jesucristo caminó sobre las aguas, ¿y qué milagro condigno de estos ofreció Dios a Noé en ocasión del diluvio? Lo mandó a ejercer la carpintería, a construir una embarcación de ingentes dimensiones con un serrucho y un martillo, y a reclutar animales.[1]
   El diluvio griego tiene algunos detalles interesantes. Parece que los Pelasgos habían decidido basar su alimentación en la antropofagia; para comprobarlo, Zeus los visitó disfrazado de viajero pobre. En honor a la hospitalidad, los hijos de Licaón le ofrecieron una sopa a base de vísceras de oveja, cabra, y de un tal Níctimo, sacrificado a esos efectos. Zeus lo advirtió y enfurecido, los convirtió a todos en lobos, revivió a Níctimo y partió hacia el Olimpo planeando un diluvio que acabaría con toda la raza humana. Prometeo, enterado de esto, le advirtió a su hijo Deucalión, rey de Ptía, que construyó un arca y la llenó de provisiones. Así, sobrevivió junto a su esposa Pirra a la inundación de nueve días. Cuando cedieron las aguas, y previo sacrificio en honor a Zeus, le suplicaron repoblar la Tierra. Temis, renegando del método que todos conocemos, les dijo: “¡Cubríos la cabeza y arrojad hacía atrás los huesos de vuestra madre!” Hijos de diferentes madres, interpretaron que se refería a la Madre Tierra[2]. Cumplieron, y las piedras que lanzaron, se convirtieron en hombres y mujeres. Paradójicamente, también hubo otros sobrevivientes; entre ellos, los parnasianos, que pronto volvieron, a despecho del mediocre genocida Zeus, a sus hábitos caníbales.
   Ahora, paso a los Apocalipsis prometidos, y como tales, aún con vocación de absolutos. Todos conocemos el Juicio Final cristiano, precedido por una ecuménica destrucción, que separará definitivamente a justos y pecadores. Fue pronosticado secularmente varias veces, especialmente en las primeras épocas de la Iglesia, ya que se entendía que el advenimiento de Cristo acercaría el final.         
   De única y mítica promisión, es el ocaso de los dioses, el Ragnarök de los Vikings. Comenzará cuando los hombres se alcen unos contra otros sin respetar los lazos de sangre, con un invierno que durará lo que tres. Luego, un lobo se tragará al sol, y otro, a la luna. Entonces, la Tierra se estremecerá y se liberarán las fuerzas del mal. El lobo Fénrir correrá con sus fauces abiertas: la mandíbula de abajo contra la tierra, la de arriba, sobre el cielo. Y las abriría más si hubiera más espacio. Escupe fuego por los ojos y el hocico. La serpiente gigante que rodea el Mídgard se agitará en el mar y vomitará veneno. Mientras, por esas aguas avanzará la nave Naglfar llevando la tropa infernal. Esa nave es construida con las uñas de los muertos, por eso los vikings, para demorar su consecución, las cortaban.
   Los dioses se aprestan a dar batalla. Odín, el príncipe de los ases, enfrenta a Fénrir; el lobo lo devora. Tor lucha contra la gran serpiente y la mata, pero el también cae por el veneno fatal. Loki y Héimdal se matan mutuamente. Luego llega Vidar, hijo de Odín, y venga a su padre: mata al lobo Fénrir pisando su mandíbula con un zapato, hecho de los retazos de los zapatos de los hombres. Finalmente, la Tierra es arrasada por el agua y el fuego.
   Pero la vida resurgirá de las cenizas. Sobrevivirá, escondida en un bosque, una pareja de humanos, Lif y Liftrásir, que, bajo la luz de la hija del sol –que sucederá a su ancestro–, repoblarán la Tierra. También sobrevivirán algunos dioses; Vidar y Vali entre ellos. Esos ases encontrarán tiradas en el césped, las piezas de ajedrez con las que jugaban sus antecesores.
   Estas historias no sólo tienen en común su carácter ilusorio (creer en ellas sería un acto de inocencia, o un acto de fe del cual, si excede la literatura, me siento plenamente incapaz), sino que son todas, en última instancia, especulaciones metafísicas. Parten de la dicotomía vida/ muerte (existencia/ no existencia), y no pretenden describir como el primer término de esa ecuación deviene en el segundo, sino explicar, razonar esos términos. Y ese, y no otro, es el fin mismo de estos relatos. Así, son historias en su forma más estricta, en tanto no son mero cúmulo de hechos sino una estructuración de hechos amalgamados por un sentido. Es el hombre tratando de hacer de la historia –que es su decurso en la Tierra–, pasada y futura, un relato ordenado y justificador. Ese sentido, ora moral, estético o intelectual, cifra un ansia de trascendencia, de “algo” más allá del fin, de perdurabilidad. Ese mismo sentido permite la poesía en estos relatos. Y es, a su vez, la diferencia con las historias actuales apocalípticas, como las del cine catástrofe o las admoniciones sobre el año 2012. En ellas solo existe el fenómeno destructor, el happening que acabará con todo, exactamente calculado por la ciencia y fuera de toda posibilidad de reflexión o crítica sobre él. No atañe al hombre como ser trascendente, nunca hay nada más después del Apocalipsis. Se lo sobrevive o no, y punto. Eso, el instinto de supervivencia –el de la mera maquina biológica–, el morbo de la autodestrucción y el morbo de ser testigos imparciales e impasibles de esa autodestrucción es lo único que pueden despertar. Puro derroche de histeria.
   En algún momento el mundo acabará y será torpe y visceral –como cada muerte– y de nada servirán estas historias. Pero ellas no fueron hechas para ese instante último, sino para la vida; discursos sobre la extinción, actos de rebelión ante ella, como lo son el amor, el pensamiento, el arte. En cualquier caso, mujeres y niños primero porque ahora, señores, esto se va a pique… it’s the end of the world.          
(D.C)

[1] Dirá el estudioso bíblico: “Por lo menos, no mandó una ballena a que se lo comiera, como en el caso de Jonás”. Y tendrá razón.
[2] Acaso pueda verse en esta interpretación, a los precursores del movimiento hippie.

miércoles, 19 de enero de 2011

(4) Acerca del amor, de las personas, y de como un artículo deviene en una charla.

   Pido a todos los posibles lectores disculpas. Este artículo es una farsa. Es decir, es un artículo que ya había sido publicado en otra plataforma virtual. En ella se dió un fructifero (al menos para mi) intercambio de opiniones con dos colaboradores involuntarios: Diego Castro y Mateo Dieste. Ambos jovenes inteligentes de los que este país necesitaría muchos más. Mi artículo es la excusa. Sus comentarios son los que valen la pena. Lamentablemente me ví obligado a recortar, aquí y allá, algunos de ellos, y a no incluir otros. Valga una aclaración, el artículo fue escrito en pleno conflicto por la ley presupuestal, de ahí su exordio.

   Augusto Moreira:

  Estoy preocupado. No por la ley de presupuesto, no por los paros, no por cuestiones económicas. Lo que me preocupa es de índole muy distinta. Las cosas que mencionaba son solo ejemplos de cosas pasajeras. Si, ya sé, me van a decir que la ley de presupuesto es muy importante. ¿Qué quieren que les diga? Me parece que no. Está bien, conforma la política económica de un país por 5 años. Pero, ¿qué son 5 años en la historia de la humanidad? Nada. Lo que me preocupa es, como decía, de índole distinta. Me preocupa el amor. O mejor dicho, me preocupa la capacidad de amar. Y me preocupa porque hay muchas cosas que no sé. Me preocupa porque hace tiempo que vengo pensando en eso. ¿Se han dado cuenta que la gente entre los 22 a 28 (aproximadamente) tras terminar una relación de carácter serio e importante (quizá no formal) toman una actitud de superación que es falsa? No digo que uno no se pueda mentir un ratito. Lo que me preocupa es que no saben porque se están mintiendo. ¿Por qué? Por miedo. Es entendible. Veamos los hechos, uno todavía es joven, y los jóvenes se enamoran sin condiciones, sin causas. Les basta eso, una sensación, el continuo juego de sístoles y diástoles. Nada mas se necesita. Es admirable, es hermoso, es incluso, si me permiten, deseable. Esperen, no me tachen de ingenuo aún, ya verán porque lo digo. Luego, se termina el amor. Porque todo tiene término en este mundo, incluso el amor eterno. Y este es el quid de la cuestión. Tras una breve etapa de desconsuelo, se arrojan a actitudes pedantes y soberbias que ocupan el más amplio espectro de posibilidades. Ora no amarán nunca más, ora juran que no amaron aún, ora que el amor no existe, ora que no es para ellos, ora que no vale la pena. Y eso es lo que me preocupa. Porque solamente durante la etapa de desconsuelo es que uno se permite pensar en futuros amores. Luego solo queda la imposibilidad del amor. No digo que esté mal hacerlo un tiempito. Después de todo parece razonable bajar la pelota al piso y poner cada cosa en su lugar. Ahora bien, si han pasado dos años ya hace rato que habría que deponer esa actitud, ¿no? Sin embargo veo que no. Veo que a muchos les cuesta enormemente. Lo sé, estuve allí, pero como dicen, zafé rápido. Y por eso me preocupa. Porque entendí cual es el problema. Uno pierde la inocencia, esa inocencia cándida que permite entregarse por entero a una persona, sin ningún tipo de condición. No digo que volvamos a la infancia o a la adolescencia, pero me parece que, en definitiva, tampoco el otro extremo es bueno. Hay que recuperar la inocencia, hay que dejar de juntarse por rutina, y juntarse por amor. Después de todo, el amor es la fuerza creadora del hombre, el sentimiento más noble, la meta más pura y mas deseada, la eternidad en vida, la capacidad de trascender la muerte. No puede ser que nos juntemos por rutina, por movimientos mecánicos de los órganos sexuales, por tedio o comodidad. ¡No más!, ¡ya no más! Es hora de dejar de sacar cuentas, de detener el cálculo implacable de esta sociedad. No importa si menganito o sultanita gana poco, lo que importa es otra cosa. No importa que tenga problemas o que no los tenga. No importa que su familia sea complicada o que sea divina. No importa que tengamos un futuro a largo plazo. Lo que importa es vivir, permitirse vivir. ¿Cómo vamos a estar vivos si nos cerramos a las cosas más sencillas? ¿Tan perdidos estamos en este mundo del "llegar a fin de mes" que todo lo equiparamos a eso, incluso el amor? Por eso, porque me preocupa, escribo esto. Porque veo que a mucha gente le pasa, porque a mi me pasó, porque me preocupa profundamente una pregunta que no puedo contestarme: ¿Siempre fue así? Romeo juraba no vivir sin Rosalina. Finalmente murió por Julieta. Ariadna le reprochaba a Teseo unas vacaciones no planificadas, terminó casándose con un dios. Lo que me preocupa, en definitiva, es pensar que en esta sociedad hay algo que anda mal, ¿cómo explicar de otra manera esa tendencia a rendirnos incluso allí donde no se rindieron los hombres y mujeres que vivieron antes que nosotros? Todos amaron, y hace miles de años que se sabe que el amor todo lo vence, ¿por qué nosotros no estamos enterados? ¿Qué nos hace falta? Estoy dispuesto a esperar todas las horas que sean necesarias en puerta, ventana o plataforma viertual por un solo minuto de amor. Estoy dispuesto a tener mil peleas y mil desilusiones. Estoy dispuesto a mil caricias, mil besos, y mil orgasmos. A lo que no estoy dispuesto es a quedarme sentado viendo como mi sociedad vive muerta. Hombres y mujeres de cada rincón del mundo: amen, sufran, sin importar que esté mal enamorarse de una quinceañera con cincuenta años, o andar con una cincuentona a los quince. Despierten, vivan, no teman.

   Mateo Dieste:

   Yo no tengo esa fe porque concibo al Uruguay desde otro modo. Una lectura cortita. Pienso que la filosofía de vida que vos sugerís (desde luego hermosa, vital, trascendente) contiene dos condiciones de posibilidad: a) quienes cultivan el amor a este nivel, necesariamente deben tener una individualidad propia e inalienable; b) que habiten un país donde sea probable encontrar a un individuo y no a una criatura genérica y gregaria, pues de lo contrario su relación será percibida con recelo, y. en efecto, deberán tener una convicción muy fuerte para superar todos los prejuicios que la sociedad les cargará. Soluciones: a) para construir una individualidad, hay que arriesgarse y pensar en uno mismo, no distraerse en lo exterior, buscar la propia intimidad; tan sólo así nacen las preguntas auténticas sobre uno mismo, claro síntoma del autoconocimiento; b) para alcanzar tal convicción, es necesaria una profunda y óptima comunicación entre ambos, sólo así se sabrá por qué hay que resistir ante el necio influjo de las acusaciones anticipadas de la sociedad. Me gusta el tema porque es probable y posible, es decir, muy realizable. Depende de lo que cada uno haga -parafraseando a Sartre- con lo que hicieron de él.

   Augusto Moreira:
  
   Coincido con lo que propones. Y muy especialmente en el punto A. Es imposible que el amor se realice si no es entre dos personas. Esto es, entre dos individuos plenamente realizados. El amor entre dos cascarones es pura mecánica de los órganos o temor a la individualidad. Sobre el segundo punto no tengo aún una opinión formada. Me pondré a meditarlo ya que no deja de tener cierto interés.

   Diego Castro:

   ¡Qué tema! El asunto es complejo, y complicado, Moreira. Algunas cositas. La inocencia amorosa, esa ofrenda de sí sin cuenta ni medida, casi milagrosa, que uno pierde con el primer –o los primeros desengaños–, y la tensión del ser con esa inocencia, ya ha sido objeto de numerosas literaturas, lo que es un buen indicativo de que trasciende a nuestro tiempo. Baste recordar algunos ejemplos; el más grafico de todos, la letra del tango “Uno”, que reza: “si yo pudiera como ayer, querer sin presentir”. O Machado, antes, “En el corazón tenía, la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón”. Pero en estas épocas se ha visto potenciado ese proceso hasta ser traumático. Fíjese que desde comienzos del siglo XX, el psicoanálisis freudiano puso sobre la mesa la posibilidad cierta de ser feliz; como dice Sandino Nuñez, en una sociedad de medios, lo posible, rápidamente torna en un derecho y luego, en necesario y entonces, se instituyó la obligación tacita de ser feliz. La sociedad norteamericana asumió el paradigma como propio, asimilándolo con el “bienestar”. Y el amor, cayó en esa redada, forzosamente integrado a esa ecuación. El amor, que era entendido clásicamente como una pasión, como una experiencia superior, dadora de sentido, un fin en sí mismo que se padecía, es decir, simplemente nos ocurría, con una compleja estructura donde la dicha, pero también el más profundo pesar, eran parte. Ese amor como experiencia plena, como vivencia más allá de la dicha o desdicha, fue desvirtuado, y entonces, la perdida de esa inocencia no puede ser entendida como parte del amor, como uno de los elementos con los que se debe lidiar, sino como un intruso, un error, una traición de la sociedad que me prometía (y me imponía el deber de) el “no dolor”. Luego, el consumo asume la conducción del capitalismo, le quita cualquier contenido ideológico y lo transforma en una mecánica que no tiene ni busca sentido, y el amor poco a poco comienza a perderse en ese fenómeno. ¿Qué es el amor sino un conmovedor afán de comprender, interpretar al otro, de dotarnos y dotar al otro de sentido, de comunicar con desesperación? El amor como consumo no es nada, es un ritual social depredador (como todo consumo) que no sigue la estructura del deseo y el sentimiento, es ese “juntarse” por juntarse, como ud. dice (como el sexo, que ha pasado de la tensión del deseo, de la comunicación de dos cuerpos en una única búsqueda, a una mera técnica, gimnasia, de sexólogos o directores de pornografía). Suscribo totalmente su final y las palabras de Mateo sobre la necesidad de la individualidad. No hay que recuperar, en tal caso, la inocencia, sino al amor como la experiencia máxima, que da sentido a nuestra vida, que es la causa de la mayor felicidad y el mayor dolor, pero que siempre vale la pena. Entenderlo como una realidad concreta; uno no se enamora de un concepto, sino siempre de una persona concreta, cada experiencia amorosa es como la primera, inaugural, ya que cada persona nos genera sentimientos y sensaciones distintos imposibles de ceñir en una categoría; entender al amor como un cargo a ser llenado, como un concepto general, es un error. Como escribió Dolina: “–El amor –dijo el conde–. Sólo existe el amor. Las otras cosas nobles apenas sirven para dignificarlo. El amor es el que impulsa al artista a buscar los lenguajes que expresan la belleza. El amor impulsa al héroe a retemplarse en el riesgo. Y el amor es la respuesta al indagador de secretos, porque es la explicación de todos los misterios.”

   Augusto Moreira:

   Quisiera de ser posible resumir el contenido de muchas charla que hemos compartido, tanto con Diego como con Mateo al respecto de este tema o temas que creo le andan alrededor. Pero no puedo, así que me limito a algunos comentarios muy breves. En primer lugar me doy cuenta de haber errado al dilucidar la perdida de la inocencia. Creo ahora sin embargo, que lo que pierde uno en realidad es la valentía, para como decía Mateo, hacer algo con lo que hicieron de uno. Sin valentía o coraje es imposible buscar el amor como experiencia máxima, cómo experiencia que de sentido a la vida. Y quizá por eso nos estemos conformando con caricias que saben a rutinas. Recuerdo a propósito de este tema una canción de Ismael Serrano que decía "tras dedicarse al amor y su trabajo". Lo dice en relación a una pareja que no se ama, es decir que no busca la plenitud de su realización como ser individual en la trascendencia hacia otro ser individual igualmente completo sino que simplemente se acarician por costumbre. Lo terrible de la canción es que ambos desean acabar con la relación, ambos vislumbran la posibilidad de algo más elevado, más importante, más vital al fin y al cabo, pero sin embargo no se animan a perseguirlo. El tema termina con el miedo triunfando y dos vidas desperdiciadas. La primera vez que escuché esta canción, me emocionó su belleza, pero admito que hasta ahora no la había entendido plenamente, o a lo mejor sea que simplemente estoy haciendo una nueva lectura. Como sea, el caso es que veo cada vez más parejas de este estilo entre la gente que la vida me da la oportunidad de conocer. La vida a través del miedo. Creo que ese es el reto que debemos superar. ¿Qué nos aterra de una relación? Lo difícil del amor. El amor no acontece más que esporádicamente, es una flor hermosa pero de una extrema rareza, que requiere de incontables cuidados, y aún así, no lleva necesariamente a la felicidad. Pero no es la felicidad lo que debemos buscar en el amor, sino la trascendencia. Hace tiempo me dijeron que un orgasmo era la muerte. Y así es, cuando la experiencia profunda de la vinculación (que por nuestra humana condición es meramente temporal) culmina, cuando ya no somos dos seres individuales trascendiendo el uno en el otro (sea en el orgasmo o no), efectivamente el retornar a cierta soledad que la ausencia de ese otro ente completo nos ocasiona, es muy similar a la experiencia de la muerte. Así pues, ¿no es más fácil simplemente buscar algo más aburguesado y cómodo? Si, lo es, pero no vale la pena. Podemos vivir una vida entera con quien no amemos. Podemos tener familia y ser felices pero no será suficiente. El desafío entonces, es animarse a ser temerario, a apostarse la vida en la búsqueda de aquello que es real y digno. A lo mejor, es en esto que nos ayuda la inocencia de la juventud, pues no nos advierte de todos los peligros a los que nos enfrentamos. Pero ahora, veo que es incluso más loable y deseable, que nos enfrentemos a los peligros cuando ya los conocemos, cuando la apuesta vale algo, cuando tenemos algo que perder. ¡Pero ojo con quienes ganen! De ellos se podrá decir que están vivos.

   Diego Castro:

   Son buenas sus acotaciones. No hay dudas de que el miedo juega un papel no menor –baste observar el lugar que ocupa en cada instancia de nuestra sociedad–; sin embargo, como hemos hablado, no es el primero de los problemas. El primero es la realidad misma. No es cuestión de todos los días encontrarse con alguien que sea significativo para uno. Ni uno mismo estar preparado emocional e intelectualmente para semejante experiencia. Ahora, una vez que aparece, y que uno ha logrado al menos la mínima complejidad del espíritu para reconocerlo, hay que agotar toda posibilidad de que ese amor trascendental se concrete. Ese amor que, siendo un fin en sí mismo, da sentido a la existencia toda, nos hace sentir inmortales (o casi), nos libera del yugo del tiempo y es musa de todas las buenas obras; es decir, ese fuego existencial, muy superior a cualquier cosa, y que ni puede compararse con el amor como mero ritual social. Y creo que ahí, y no en el miedo, reside la apatía: en haber conocido ese fuego, y considerar a todo lo demás harto insuficiente. En preferir arder en ese fuego, correspondido o no, pero arder. Ese amor que resume Borges en “El amenazado”: “Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”, para culminar con “El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo”. Y en efecto, como ud. dice, es no sin temor sino a despecho del temor, que debe buscarse y apostarse las fichas a ese amor significativo. Después de todo, no hay otra cosa: “A despecho de la duda, el auténtico enamorado persigue una estrella, que será su luz y su norte, que es el símbolo de su esperanza, única y ciega: que será, con el tiempo, su salvación o su perdición”. (Sí, me cité a mi mismo, por razones de comodidad).

   Mateo Dieste:

   Pregunto: ¿hay acaso un "amor trascendental"?

   Diego Castro:

   Corrijo. Debí decir trascendente, y no trascendental (que si equiparo ambos términos, seré eternamente acosado por el fantasma del viejo Immanuel Kant). Y trascendente usado como un deliberadamente vago –muy vago, cedo– sinónimo de “significativo”. Claro: si el concepto del amor es concreto y ceñido al devenir del objeto de deseo, será necesariamente inmanente y no trascendente (en sentido estricto, no como lo utilizaba en el comentario), abstracto, ni platónico.

   Augusto Moreira:

   Ahora pues, si entendí bien, y lo trascendental es aquello que permite llegar a lo trascendente. En tal caso la respuesta, a la que ya se me había adelantado Diego, es que sí, sí existe el amor trascendental. El amor puede ser trascendental. Cuando hablaba del orgasmo como la muerte por ejemplo, pensaba justamente en eso. Creo que el amor ayuda a trascender hacia la otra persona, y entre las personas, que cómo decía, son entes individuales y completos en si mismos, entre tales amantes, es que se trasciende la vida misma, se va más allá de la vida. Justamente, por eso el orgasmo sería una muerte, pues nos arranca de esa experiencia profundamente vital hacia una experiencia mundanal de sudor y jadeo.

   Mateo Dieste:

   Sí, lo del orgasmo es así, estoy de acuerdo. Otra: suponiendo que efectivamente exista este amor trascendental: ¿debo restringirlo únicamente a las relaciones personales que eventualmente pudiesen expresarse en la sexualidad? ¿O también es un amor que comprende mi relación con la naturaleza y el mundo animal? ¿La condición de posibilidad de una experiencia trascendental es indefectiblemente el otro?

   Diego Castro:

   Y, no creo que pudiere aplicarse esa trascendentalidad del amor sobre otros aspectos, y crear entorno a él toda una teoría del conocimiento. Para ello, habría que considerarlo un a priori, anterior a la experiencia, como en ciertos planteos operan las coordenadas espacio y tiempo, lo cual sería imposible, o improbable, para una emoción que no es una sensibilidad pura y necesaria, y más una calificada como “excepcional”. Creo que en la idea que expresaba Augusto, radica el concepto de otro conocimiento, otro nivel de conocimiento, calificado, casi de iluminación (medio zen todo esto…) al que se arriba a través del vehículo “amor” y que parte de su objeto también es el “amor”.

(A.M)

lunes, 17 de enero de 2011

(3) Carmina I, XI

Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi, quem tibi
Finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios
Temptaris numeros. Ut melius quidquid erit pati,
Seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam,
Quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Tyrrhenum: sapias, vina liques, et spatio brevi
Spem longam reseces.
Dum loquimur, fugerit invida
Aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.

Horacio

Oda I, XI

No investigues, pues no es lícito, Leucónoe, el fin que ni a mi
ni a ti los dioses detinen; a cálculos babilonios
no te entregues. ¡Vale más sufrir lo que haya de ser!
Te otorgué Jupiter varios inviernos o solo el de hoy,
que destroza al mar Tirreno contra las rocas, prudentev
sé, filtra el vino y en nuestro breve vivir la esperanza
contén. Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya escapado:
goza del día y no jures que otro igual vendrá después.

Traducción de Manuel Fernández-Galiano

jueves, 13 de enero de 2011

(2) El descanso de los Hombres Sensibles...



En la radio hablan de balnearios, los diarios redactan sobre las rutas obturadas por turistas, los informativos muestran arena y agua (la combinación de esos factores en este caso se llama playa, y no barro); hay torneos de verano, programaciones de verano, licencias, bermudas, y en las publicidades quieren vendernos protector solar mientras el Ministerio de Turismo ejerce el terrorismo contra su propio pueblo con sus “vacanciones”… Bueno, que alguien diga algo del verano acá también… 

“… Aunque no eran clientes de la agencia, los Hombres Sensibles de Flores supieron veranear mezclando sabiamente la aventura y la escasez.
Manuel Mandeb solía ir a un recreo abandonado del Reconquista, a recordar los tiempos en que el río estaba vivo y tenía otro nombre.
Cortejaba a las mozas de la zona, que le prestaban yerba, oían sus historias y a veces cedían a sus insinuaciones sentimentales.
Solo el amor pasajero es eterno –murmuraba a sus amadas entre los yuyos–. Es amor que se va, pero no muere. La ausencia hace que los romances duren siempre.
Y dicho esto, se iba. 
El ruso Salzman tenía en el fondo de su casa un fuentón de buen tamaño. Los muchachos del Ángel Gris acudían con sus desteñidos pantaloncitos de fútbol para refrescarse los pies y tomar un poco de sol. A veces invitaban a algunas niñas distinguidas del barrio, pero las muy presumidas siempre hallaban pretexto para no presentarse.
A veces, todos juntos recorrían los balnearios porteños: Costanera Sur, Quilmes, Núñez, Los Escalones, Entrada Güemes, Playa Dorada, El Ancla, Las Barrancas... Un verano fueron al misterioso Balneario Reta, allá en el sur. Se hospedaron en el viejo Hotel Océano y se pusieron de novios con unas alemanas hechiceras que proyectaban sombras ajenas y escondían palomas en el escote. Tocaron el piano en el comedor y cantaron canciones zafadas. Se perdieron en los médanos infinitos, encontraron huellas inexplicables en la arena húmeda y bebieron agua mágica en un manantial del Paso del Médano. Escucharon a Rosita Quiroga en un fonógrafo y trataron de subir al piso alto del hotel, lo que no les fue permitido pues allí se guardan los restos valiosos de naufragios o tal vez viven recluidos marineros y capitanes en desgracia.
A pesar de su entusiasmo, pocas veces fueron totalmente dichosos.
En todos los veraneos sintieron la sensación de asistir a una fiesta a la no estaban invitados. Al comparar la evidente alegría general con sus melancólicos talantes, los Hombres Sensibles sospecharon que había en todo aquello algo que no se decía. Un dato, un secreto, una clave cuyo conocimiento permitía disfrutar, reír y divertirse.
Mucho tiempo mas tarde, Manuel Mandeb comprobó que efectivamente había un secreto que algunos conocían y otros no. Y comprendió también que la causa de la alegría no era el conocimiento del misterio sino más bien su ignorancia.
Y no volvió a salir nunca de vacaciones.
Este que escribe siente que el veraneo es un privilegio de la juventud.
Un señor maduro, con su esposa, podrá pegarse un baño, pasear, ir al teatro o al casino. Pero verá pasar a su lado la belleza del diablo. No podrá enamorarse, no podrá pisar el terreno incierto de la aventura.
Cruel como el Carnaval es el verano. Se necesita guapeza para enfrentarlo, para dominarlo y gozarlo en su brutalidad pagana.
Nosotros, de este lado, hombres fuertes y jóvenes, pero tocados ya por el mal del otoño y de las sombras, nos atrevemos todavía a compadrear ante el sol.
No tenemos miedo a meternos bien adentro, allí donde no se hace pie. Pero sabemos que ya tras el horizonte ha nacido una ola que se va acercando a la playa. Pronto nos alcanzará y de un solo saque nos apagará las últimas brasas del alma.
Después ya no habrá olas para nosotros.”

“El descanso de los Hombres Sensibles”, “Crónicas del Ángel Gris”; Alejandro Dolina.  

lunes, 10 de enero de 2011

(1) Lie to House M.D


He escuchado algunas veces que hay parecidos entre los protagonistas de las series House M.D. y Lie to me, o en tal caso, que el Dr. Ligthman, alrededor de cuyo carácter y oficio se entreteje la trama de la última de las series, es un mal remedo de Gregory House. Algo así como la réplica de un personaje que es un modelo exitoso. Sin embargo, creo que sólo superficialmente podemos decir que se parecen, ya que en el fondo la relación que puede vincularlos no es sino de oposición, de muestras concretas, paradigmáticas, de dos sistemas muy diferentes.
House es un obsesivo de la verdad –verdad en tanto razón, causa última, explicación de un fenómeno–, un insaciable sabueso que busca una respuesta a partir de los rastros biológicos que va dejando la enfermedad en el cuerpo. House necesita una explicación; hay una razón superior necesaria, un saber que opera como cuasi utópico que debe ser desentrañado a través de los síntomas, y que una vez alcanzado, opera como un dotador de sentido, ya que estructura y sistematiza todas esas expresiones parciales del cuerpo que signa la enfermedad. La búsqueda de House siempre es trascendente, esta más allá de sí, lo excede, lo obliga a asumir un discurso científico, para crear un conocimiento, un “logos”. El Dr. Ligthman, en cambio, es mucho más elemental, decepcionante. Su materia no es la verdad, sino la sinceridad1; es decir, si un sujeto es honesto o no en sus palabras. No busca una verdad, una explicación o razón, no trata de crear sentido; parece asumir la resignada consigna posmoderna que no existe verdad alguna posible, y se limita a fiscalizar las expresiones colaterales inconscientes de un discurso, para descubrir si el sujeto dice lo que cree cierto o no. Nunca es trascendente, como House, nunca nos remite a una instancia superior; agota su proceder en el ejercicio de destejer el discurso del otro en un abuso de parresía. La parresía era para los griegos hablar de todo, sin persuasión, sin filtros: la honestidad brutal. Es la que reclama Lie to me, la que se jacta de exhibir obscenamente en su pobre desnudez, ayuna de todo concepto; concepto que pueda ser criticado, analizado como verdadero o falso en términos lógicos (o plausible-no plausible si es que hablamos de una cuestión retórica.) Si el paciente de Ligthman cree honestamente, en su ignorancia, que la capital de Francia es Asunción del Paraguay, así lo dirá y será sincero, y con ello, habrá satisfecho plenamente al Dr. y a la sociedad ansiosa de parresía en la que vive –corrección: vivimos–. House elabora un discurso para saber si efectivamente Asunción es la capital de Francia; allí reside su primer merito.
Pero hay algo más oscuro y aterrador en Lie to me que la pobreza de su objeto. Lie to me es la exacerbación perversa de la sociedad panóptica descripta por Foucault. En su hambriento avance, ya parece que no es suficiente con ejercer el control sobre cada conducta del sujeto, sobre sus potencialidades, sino que ahora también impone su vigilancia constante sobre la consciencia misma del individuo: sobre la honestidad de su discurso. Ya no hay nada que pueda reservarse para sí, nada en absoluto; si Foucault explicaba que en el ejemplo arquitectónico de Bentham, el guardia en el centro de la construcción podía observar todo cuanto ocurriera en cada una de las habitaciones del circular edificio porque la pared interior así como la exterior eran transparentes, ahora puede saber exactamente que pasa dentro del mismo sujeto que está en la habitación, porque es el sujeto mismo el que ha quedado transparente: el que ha perdido toda frontera entre su yo y la realidad. Paradójicamente, en una sociedad que eleva a la gloria la honestidad sin límites, es la primera mentira, como marca la psicología, la que comienza a trazar en el niño esa necesaria frontera entre su yo y el mundo exterior; hasta ese primer alter discurso, el niño se siente transparente, que nada puede esconder a los otros –y por lo tanto, que no hay nada que no sea de los otros–, como quién se enfrenta al Dr. Lightman; sólo a partir de marcar esa frontera mental es que puede comenzar a construir su “yo”, a desarrollar su interioridad, su alteridad del otro. Las victimas de Lie to me, las noveles victimas de este nuevo Leviatán panóptico que todo lo devora, pierden, con su transparencia, la posibilidad de forjar ese yo; el sujeto se vacía de contenido, se diluye en una suave evanescencia en la sociedad mediática hiperconectada. La vigilancia plena de consciencias obtura toda posibilidad de complejidad y trascendencia en el sujeto: es la muerte del sujeto como tal. Y las victimas no son los objetos de estudio del Dr. Ligthman del otro lado de la pantalla: somos todos nosotros.
Con House no corremos esos riesgos. Su método es más cercano a la indagación tradicional, no a la sociedad de control. House no vigila, no opera sobre la potencialidad del sujeto, sino que lo hace ante el síntoma exterior. Ningún interés le reviste quien no presente alguna disfunción en su salud. Solo a partir de que algo comprobadamente anda mal en el cuerpo, es que este se convierte en objeto de su estudio. A su vez, el conocimiento que en ese estudio pueda adquirir House, es un saber que no meramente puede operar como poder, sin que además es un saber acumulable en el discurso universal del conocimiento, estructurable en forma de ciencia y discurso, comunicable a otros. No así el de Ligthman, que es de mero poder; lo que sabe, sólo sirve para controlar y extorsionar al otro, para someterlo. Por eso, su discurso, su forma de saber, es ocultista, mágica (que puede ser, o es usada como, espectáculo en casinos de Las Vegas), casi alquímica: perderla, difundirla, supone perder todo poder. Pero ese proceso es inevitable; los medios, obsesionados con la sinceridad, así lo disponen; en efecto, allí está el origen mismo de la serie.
Hay una ultima virtud en el decurso de House, que lo hace un personaje dramático. House parece reclamar, secretamente buscar, en esa verdad un sentido transcendente, un sentido que vaya más allá de la explicación de los síntomas y la enfermedad, que responda al por qué de la enfermedad, del dolor, de la muerte. Cuando sufre el accidente en el ómnibus junto a la novia de Wilson, alucina y en su delirio busca la muerte, porque la vida duele, porque parece no haber respuestas a sus porques… Su insatisfacción, su carácter, son cifra de esa frustración: la de hallar una verdad pero no alcanzar con ella otro nivel de trascendencia, de sentido.
No, no creo que House y Ligthman tengo mucho que ver al fin y al cabo. En este mundo deseoso de transparentar gestos y presenciar confesiones –y más aún, de hacer innecesaria la confesión–, que venera el acto de descorrer el velo de Ligthman, House parece un deseable antihéroe, una luz de razón, un adicto, cínico, malhumorado y desgraciado prócer.

(D.C)

1 Y esto, amén de lo extremadamente cuestionable que es su método para exhumar esa honestidad.