miércoles, 27 de julio de 2011

(53) When i’m twenty seven.

La fe de quién esto escribe en que las casualidades son resonancias de una instancia mágica oculta, es más bien nula. Pero en ocasión del adiós final de Amy Winehouse, que coincide con la edad en que murieron figuritas importantes del álbum de la música universal, decidimos homenajearlos, por su talento y no por la circunstancia accidental y poco estimulante de haber espichado todos a los 27. En cualquier caso, imaginamos que ya había algo para picar, y mientras Hendrix afinaba una guitarra al lado de Kurt, el amigo Jim Morrison recibió a Amy en el “Club de los 27” con un vaso lleno (no sé de qué, pero demos por descontado que alcohol tenía) y un “flaca, tirate una nota”.       

viernes, 22 de julio de 2011

(52) El falso fondo de la crítica.

   Acaso las cosas sean más complejas de lo que parece. Esta misma frase no es sino un simplismo.
   En una nota anterior, referenciaba como ejemplo de autoritarismo a la ley 10.071, de vagancia y mendicidad, aprobada en la década del ’40 en Uruguay. A grandes rasgos, digamos que esta norma condena la ociosidad, al hacer al sujeto pasible de medidas de seguridad limitativas de la libertad cuando pudiendo, no está ceñido a una labor productiva. Entre las penas se registra la internación y la prohibición del transito arbitrario por el territorio.
   La respuesta liberal natural sería la indignación ante ese exabrupto contra la libertad, la elaboración de un discurso de defensa ante los embates del Estado fascista/policial y su paranoia de control sobre los individuos. Se entendería a semejante ley como un exceso y se apuntaría contra ella. Y este sería un ejercicio valido de la crítica, que hasta alguien llamaría progresista, y los adalides de la libertad se alinearían detrás de él. Quizá sería derogada, quizá no; en cualquier caso, no importa: nada cambiaría. Porque lo que ocurre con esta ley no es que es un acto excepcional contra la libertad, sino apenas si la expresión por exceso de un sistema soterrado y obsceno, uno de sus climax de control, pero a penas si la punta del iceberg, y con su crítica evidente, ocurre que es simple y peligrosamente inocente. Escuchemos a Foucault: “En mi opinión, la prisión se impuso simplemente porque era la forma concentrada, ejemplar, simbólica, de todas estas instituciones de secuestro creadas en el siglo XIX. De hecho, la prisión es isomorfa a todas estas instituciones. En el gran panoptismo social cuya función es precisamente la transformación de la vida de los hombres en fuerza productiva, la prisión cumple un papel mucho más simbólico y ejemplar que económico, penal o correctivo. La prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza.” ¿La prisión como metonimia de la sociedad toda? Sí. Leyó bien; así es. La cárcel es una metáfora exacerbada del modelo de control social, es su paradoja: la reclusión de la reclusión. Ahora, por esta vez, no nos interesa el símbolo, sino aquello que representa. ¿Cómo razonar ese dictamen de Foucault de la sociedad como una forma de prisión? Digamos que las instituciones a las que se refiere son las de enseñanza, de atención médica y, por excelencia, de trabajo: las instituciones que tienen por fin moldear e instituir al sujeto para que sea una pieza del aparato productivo. Esto supone una serie de apropiaciones; primero, sobre el tiempo del hombre, luego, sobre su mismo cuerpo. Esta última se manifiesta en prohibiciones que no se explican en sí mismas sino a partir del poder de control, como la del contacto sexual en esos ámbitos. La primera es la esencial y se desdobla perversamente. En principio, de manera más o menos expresa, el trabajador negocia una fracción de su tiempo a cambio de un dinero, y ese tiempo queda a disposición de la estructura productiva del patrón. Ahora, esta afirmación, livianamente considerada, corre el albur de que, expresión de aquella inocente crítica, sea interpretada de esta manera: si ese tiempo es el comprado por el patrón, el tiempo restante es de la entera disponibilidad del hombre. Y, he aquí el asunto, no es así.
   Caigamos en el capricho de hacer un repaso histórico. En el mismo auge de la revolución industrial, nacen las fabricas/internados, en las que los sujetos vivían y trabajaban, cada día de su vida, cada hora, a cambio de una remuneración anual. Luego, se advirtió que no eran redituables económicamente, no se adaptaban a los cambios organizativos de las empresas y eran objeto de la resistencia de los obreros. Entonces, se instituyó un horario para el trabajo, que fue ciñéndose hasta llegar a las ocho horas; mientras, sutilmente, comenzó la empresa de orientar ese tiempo libre para los fines productivos. Así, nos cuenta Foucault como se crearon cajas de ahorro y cooperativas de asistencia, entre otras medidas para fijar a la población al trabajo: se controlaba las actividades que realizaban a partir de controlar la utilización de los ingresos. En ese tiempo, se vivía en la era capitalista del ahorro, y lo que se requería del obrero era que tuviera reservas para los momentos en que la producción cayera en crisis y fuera despedido, para que sobreviviera como mano de obra para la próxima alza de la producción. En definitiva, eran formas para hacer al trabajador funcional a las estructuras industriales, al status quo. Extrapolemos este proceder al capitalismo de nuestra época: el de consumo. Nada ha de sorprendernos entonces que la actitud que se incite en el trabajador sea la de la adquisición compulsiva: ella es la que requiere el sistema para sobrevivir. El control se impone a través de pautar el consumo como centro del tiempo libre y la remuneración obtenida. Es en este punto, y no en la entrega de su fuerza de trabajo por un salario, donde el sujeto cae en connivencia con el sistema. Por supuesto que el consumo es la fundamental, pero no la única herramienta; hay otras, tanto o más ocultas. Así, las empresas amigables y “progresistas” que invitan (léase, obligan) a sus trabajadores a tiempo compartidos de confraternización con actividades programadas, así las escuelas de tiempo completo, los niños de agenda atiborrada de actividades; así la programación constante en la televisión constantemente prendida: la necesidad de acallar el silencio, de hacer (activa o pasivamente) “algo”, lo que sea, pero algo. Y todo, atentando tácitamente contra el enemigo expreso de la ley de vagancia: el ocio.
   Ya dotado de una connotación negativa, al ocio se lo vilipendia como la actitud de los indolentes: es, simbólicamente, el vino del vagabundo que duerme en la plaza.

   Sin embargo, el ocio, ese tiempo absolutamente libre, no sometido sino al tiempo mismo, es el presupuesto de la imaginación, de la creación, del razonamiento no pragmático: del trabajo intelectual en clave rupturista. Por eso era tan apreciado por los antiguos griegos. Se me objetará que su prodigalidad en esclavos les permitía valerse del tiempo de otra manera; cedo. Sin embargo, eso no obsta al valor intrínseco del ocio puro, su necesidad para obtener y desarrollar una alter-visión de la realidad. Claro, ese entendimiento diferente de la realidad, el arte rebelde, la idea irreductible al consumo, son enemigos del sistema: por eso la necesidad de cortar de raíz el ocio. El maldito ocio, que es campo abierto para la libertad de las mentes y los espíritus, que remueve al sujeto que debiera entregarse feliz a las nimiedades de lo material, lo concreto y consumible.
   Hay críticas que parecen acertadas, pero que vistas más detenidamente, aún tolerando la posible buena intención de su progenitor, no son sino barreras para llegar al fondo del asunto, cuestionamientos superficiales que obturan a los complejos, y acaban por ser funcionales a aquello que critican. Por eso la mera diatriba contra la ley de vagancia, la lucha contra ella, es un acto de inocencia si lo desligamos del árido contexto de control no legal al que estamos sometidos: el verdadero enemigo de la libertad humanista.
   Es un simplismo, no hay dudas. Pero, definitivamente, las cosas son más complejas de lo que parecen.                                    


(D.C) 

viernes, 15 de julio de 2011

(51) Botella al mar para el dios de las palabras.

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.


Gabriel García Márquez

lunes, 11 de julio de 2011

(50) Macbeth. Acto V, escena V.

El destino pulsando las cuerdas de la inextricable naturaleza humana, haciendo literatura, en su juego perverso de promesas y engaños, con la suerte de los hombres: fuerza arrolladora e impasible. Y en medio de esa tormenta, el más enorme monologo sobre la muerte jamás dicho en escena. Escuchemos a Macbeth, señoras y señores.





Interior del castillo de Dunsinane. Entran Macbeth, Seyton y soldados, con tambores y banderas.

Macbeth

Colgad nuestras banderas en los muros exteriores. El grito es, todavía, “Vienen”. La fuerza de nuestro castillo se ríe, despreciando el asedio. Dejémoslos quedarse hasta que el hambre y la fiebre los devoren. Si no estuvieran reforzados por los que debían ser nuestros, los hubiéramos enfrentado resueltamente, barba contra barba, empujándolos hasta sus casas.
(Se oye un grito de mujer adentro).

¿Qué es ese ruido?

Seyton

Son gritos de mujeres, buen señor.

Macbeth

Por lo menos, he perdido el sabor del miedo. En una época, mis sentidos se hubieran helado al oír un grito en la noche; o mis cabellos se hubieran animado y agitado ante un lúgubre relato, como si tuvieran vida. Me he saciado de horrores. Lo horrible, familiar a mis sanguinarios pensamientos, ya no puede sobresaltarme. ¿Qué provoca esos gritos?

Seyton

Señor, la Reina ha muerto.

Macbeth

Podría haber muerto más adelante.
Debería haber un momento preciso para semejante palabra: ¡mañana, mañana y mañana! Se desliza en esta mezquina paz de cada día, hasta la última sílaba del tiempo señalado. Todos nuestros ayeres han iluminado engañosamente el camino hacia la polvorienta muerte. ¡Fuera, fuera, breve candela! La vida no es sino una sombra pasajera, un pobre actor que se contonea y consume su hora en la escena, y luego no se le escucha más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de sonidos y furia, y que nada significa.
(Entra un mensajero).

Vienes para usar tu lengua. Rápido, ¡el relato!

Mensajero.

Mi gracioso señor,
quisiera contar lo que he visto,
pero no sé cómo decirlo.

Macbeth

Bien: dilo.

Mensajero

Como yo estaba vigilando, de pie en la colina, miré hacia Birman y, de pronto, me pareció que el bosque empezaba a moverse.

Macbeth

¡Embustero y esclavo!

Mensajero

Dejadme soportar vuestra cólera si no es así.
Podéis verlo a tres millas.

Macbeth

Si mentiste, serás colgado vivo del árbol más próximo, hasta que el hambre te reseque. Si tu relato es cierto, no me importa que tú hagas lo mismo conmigo. Refreno mi resolución y empiezo a sospechar de los equívocos del demonio, cuya mentira parecía verdad. “No temas hasta que el bosque de Birman venga a Dunsinane”; y ahora el bosque viene a Dunsinane. ¡A las armas, a las armas, afuera!  
Si lo que él afirma es cierto,
lo mismo da permanecer aquí que salir.
Empiezo a estar fatigado del sol,
y quisiera que todo el universo no existiese.
¡Tocad la campana de alarma! ¡Sopla viento! ¡Ven destrucción!
Muramos, por lo menos, con la armadura sobre la espalda.
(Sale).


(Macbeth. Acto V, escena V. William Shakespeare).  

jueves, 7 de julio de 2011

(49) ¿Otra vez sopa?.


    Es dificil pensar un adjetivo más buscado por los narradores de historias, ya sean de best sellers, de películas, en fin, de todos aquellos argumentos que no sea el de original. Lo acompañan o incluso suplantan otros como: revolucionario, único, nunca antes visto o el más nuevo, y quizá terrorífico de todos: en 3D. Hay una necesidad constante de colocar la producción dentro del terreno de la novedad.
    No sabría dar con las causas exactas. Aunque sospecho que, al menos de cierta manera, el romanticismo, con su crítica y férrea oposición al neoclasicismo, es en efecto el culpable. Repasemos algunas ideas. Casi todo movimiento literario ha tendido siempre a oponerse a la línea de pensamiento dominante en ese momento. Claro está, esta oposición tiene su cuota de hipocresía. El romanticismo se declaraba libre de toda norma, pero esta afirmación hay que contextualizarla. La literatura neoclásica seguía algunos preceptos. Esto es un hecho. De ahí a la afirmación de que era literatura sin sentimiento, sin verdadera creatividad, rígida y frívola, que aplicaba un par de fórmulas como quien cocina una torta de chocolate o una sopa Knorr. Para llegar a tal afirmación, necesitamos por supuesto de los primeros escritores románticos. Cabe mencionar que en parte esta afirmación es cierta. Los neoclásicos miraban a la antiguedad greco-latina con gran admiración, pero también, con muchísima inocencia. Estudiaban latín y en algunos casos hasta estudiaban griego, leían a Aristóteles, a Horacio, a Quintiliano, es decir, a los que consideraban grandes preceptistas. Pero leían también a los autores, es decir, a Homero, a Ovidio, a Virgilio, etc. Esto terminaba por convertirse en el problema que los románticos tanto criticaban: con tanta matraca sobre los mismos temas realmente se prestaban para la crítica y para la pregunta: "¿Otra vez sopa?".
    Ya el satírico latino Juvenal se quejaba de estar hastíado de escuchar siempre los mismos temas repetidos. Lo que es más, es así que abre su primer libro de sátiras:

"¿Siempre seré yo solo un oyente? ¿Nunca voy yo a desquitarme después de haberme machacado tantas veces con su Teseida el enronquecido Cordo?. ¿Impunemente me habrá recitado el uno sus togatas, el otro sus elegías?..."1

Y concluye poco después:

"Debes esperar lo mismo del poeta más eximio y del más insignificante".

    Esta misma situación de hastío ante temas trilladísimos, pues la tradición clásica preceptuaba que solo ciertos temas eran dignos de ser narrados, es aquella con la que se encontraron los románticos.
A muy grosso modo, se puede decir que las dos concepciones del escritor que fluctuan en todas las épocas son las del escritor como creador o como imitador. Aristóteles y con él toda la tradición clásica dictaminaban que la actividad del escritor es la imitación (mímesis) de la naturaleza2. Los románticos, a fin de oponerse, se alineaban con la tendencia opuesta, la del escritor como creador. Así pues, tendieron a ver en todo lo neoclásico una mera imitación de los modelos clásicos, imitación que condenaron ferozmente. Así pues, asociaron imitación con falta de originalidad. No repararon en que muchos de los más grandes escritores, algunos de los cuales admiraban muchísimo, eran también grandes imitadores. En efecto, nadie puede negarle su toque de genio a Homero, a Virgilio, a Dante, a Shakespeare, especialmente a Shakespeare. Casi todas sus historias son tomadas de una bolsa común a todos los escritores que le fueron contemporáneos: el folklore y la historia. Y sin embargo son sus obras las que recordamos. Al pobre Marlowe nadie lo conoce. Quizá sea lo más curioso que fueron los alemanes del sturm und drang, un movimiento que algunos califican ya de romántico, otros como pre-romanticista quienes revalorizaron a Shakespeare. Pero había un algo en común entre ese intrincado y complejo desarrollo de la personalidad en sus personajes y esa obsesión romántica con el mundo interno del romántico.
    Así pues, fue que oponiendose a los escritores mediocres del neoclasicismo fue que los románticos enarbolaron la bandera de la originalidad. Digo aquí a los mediocres, porque solo estos imitaban sin crear. Quien crea verdaderamente que emular no es crear, está en un verdadero error. No hablamos aquí de copiar o calcar, si no de emular, tener como modelo y utilizar como medio y no fin en si mismo los procedimientos retóricos y poéticos de la época. Eso es lo que hacían los verdaderamente grandes escritores del neoclasicismo. Y es lo que habrían de hacer también los grandes del romanticismo.
No crea nadie que no conocían los románticos de preceptos. Después de todo siguieron usando la métrica. Experimentaron con ella, algo que solo puede hacere teniendo un profundo dominio de ella. E incluso tenemos la confesión explicita de muchos ellos, eso sí, cifrada dentro de su estética y estilo. Pienso por ejemplo en la primer rima de Gustavo Adolfo Becquer:

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.

Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.

Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarlo, y apenas, ¡oh hermosa!
Si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, cantártelo a solas.

    Se trata en efecto de un poema programático, que presenta la estética, los lugares comunes, las aspiraciones y el estilo del escritor, e incluso, una suerte de defensa del género, algo que ya habían hecho muchos escritores clásicos (pienso ahora en Juvenal, en Marcial pero incluso en el mismo Horacio). Los grandes escritores podrán haberse enfrentado a escuelas literarias antecesoras, pero nuna lo hicieron ingenuamente. Los ingenuos fueron otros. Fueron los neoclásicos que calcaban modelos sin ton ni son. Los románticos, que oponiendose a los neoclásicos, terminaron calcando a verdaderos creadores. Y no me crean, veanlo ustedes mismos. No hay peor poema que aquellos románticos mediocres, miserables imitadores de los grandes, que copian incesamente los lugares más trillados. Léase, a modo de ejemplo, la prensa uruguaya de 1835 en adelante. Encontrará uno interminables menciones a cementerios por la noche, tétricas nubes, los adjetivos creados a partir de colores, porque Dios libre que el cielo fuera azul y no azulado, no, de ninguna manera.
  Así pues, aquel crimen sacrílego que le imputaban a los neoclásicos, termino por engendrar un hijo bastardo. Si los románticos buscaron la originalidad, y reclamaron para si nuevos temas que escaparan a los de la preceptista neoclásica, si pusieron su mirada en lo exótico y se volvieron por ello grandes innovadores. Asi también fueron los padres de un gran mal. Al no confesar explicitamente su normas, al mostrarse con la máscara poética del creador que no se atiene a norma alguna, legaron la idea de que todo aquello que no sea original (en tal sentido de la palabra) no debe ser considerado. Y he aquí, que en plenas vacaciones de invierno, la tropilla de películas para pasar el rato viene a anunciarse como originales o innovadoras, o peor aún, en 3D. Claro está, no reparan en cuantos antes que ellos han proclamado su originalidad y en lo poco innovador que es el hacerlo. Después de todo, ya reclamar la novedad como excusa para comenzar una obra era un tópico de la retórica, el conocidísimo "vengo a ofrecer cosas nunca antes dichas"3. Y así como está la cosa, ¿otra vez sopa?4.

(A.M)

1  La togatas eran comedias con ambientación tipicamente romana en contraposición a las paliata en la que la ambientanción era más bien griega. Sus nombres vienen del palium y toga las vestimentas de griegos y romanos respectivamente. La Teseida se trata de un ejemplo de poesía épica. La cita sigue y ennumera los demás géneros con que la sociedad del siglo I d.C aturdía a Juvenal. Nacido y educado en el clasicismo, no tuvo ningún problema para componer sus sátiras, género que no estaba avalado por ningun preceptista y convirtiéndose así en claro ejemplo de que no es la época sino uno mismo quien decide si va a escribir bien o mal.
2    Recomiendo al lector el libro de Erich Auerbach “Mímesis”. En él se recorre la historia de la literatura occidental a partir de esta dicotomía imitación/creación. Un dato casi folcklórico del libro es que fue escrito en el exilio, por lo que este buen hombre no contaba con acceso a la biblioteca, lo que no le impidió citar largos fragmentos de cada obra que nombra. Y encima en su idioma original. Quizá es verdad que la televisión y la informática nos están atrofiando la capocha. Al menos la memoria.
3     Hay un muy ameno e instructivo libro “Literatura europea y Edad Media Latina” de R. E. Curtius que trata a fondo y con numerosos ejemplos los tópicos retóricos y las metáforas comunes. Lo más interesante, sin embargo, es poder concluir que en definitiva, muchos de los elementos que se han imitado, si fueron novedad en algún momento, o al menos así lo parece.
4   El lector sagaz se quejará de que entonces, está explicación y esta queja son también absolutamente carentes de originalidad. Si es así, entonces me sentiré satisfecho. Además, debe entender el lector que las exigencias de publicar periodicamente en un blog son notables, especialmente cuando uno es un haragán notabilisimo y un bueno para nada aún mejor. No se extrañen si en cualquier momento los directivos del mismo no nos envían a psicoterapia. Entiendase, claro está, si no nos mandan de una patada a la calle y nos cambian por simpáticos monitos que no solo no se quejan, si no que además hacen trucos y piruetas para diversión de grandes y pequeños.   

domingo, 3 de julio de 2011

(48) Fábulas en que no aparecen animales.

     Nuestra concepción moderna de fábula incluye el prodigio de animales parlantes. La influencia es doble: la colección del fabulista francés La Fontaine por un lado (aunque se encuentren en su colección fábulas que no incluyen animales) y Disney/Pixar por el otro. He aquí algunas fábulas menos conocidas.

Esopo. El hombre y el sátiro:

    Cuentan que una vez un hombre hizo un pacto de amistad con un sátiro. Mas cuando llegó el invierno y así con él el frío el hombre, llevándose las manos a la boca, se las soplaba. Al preguntarle el sátiro por qué hacía eso, dijo que se calentaba las manos por el frío. Después, cuando les sirvieron la mesa, como la comida estaba muy caliente, el hombre cogiendo trocitos pequeños se los llevaba a la boca y soplaba. Preguntóle de nuevo el sátiro por qué lo hacía, y dijo que así enfriaba la comida porque estaba demasiado caliente. Y el sátiro le contestó: "Pues me retiro de tu amistad porque con la misma boca combates el calor y el frío". 
    De igual modo, también debemos nosotros rehuir la amistad de aquellos cuya disposición es ambigua.

Fedro. El monte de parto.

    Un monte estaba de parto lanzando enormes gemidos y en la tierra había una gran expectación. Pero parió un ratón.
    Esto va dirigido a ti, que prometiendo grandes cosas, no llevas a cabo ninguna.

Samaniego.El viejo y la muerte.

Entre montes, por áspero camino
tropezando con una y otra peña,
iba un viejo cargado con su leña,
maldiciendo su mísero destino.
Al fin cayó, y viéndose de suerte
que apenas levantarse ya podía,
llamaba con colérica porfía
una, dos y tres veces a la Muerte.
Armada de guadaña y esqueleto
la Parca se le ofrece en aquel punto
pero el viejo, temiendo ser difunto
lleno más de terror que de respeto
trémulo le decía balbuciante:
"Yo... señora,... os llamé desesperado"
"Pero acaba. ¿Qué quieres, desdichado?"
"Que me cargueis la leña solamente"
Tenga paciencia quien se crea infelice
que aún en la situación más lamentable
es la vida del hombre siempre amable:
el viejo de la leña nos lo dice.