jueves, 26 de enero de 2012

(79) Casa tomada. Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

jueves, 12 de enero de 2012

(78) Hoy vengo a oficiar de censor.


Hoy vengo a oficiar de censor. Pseudo-razones contra el progreso:

    A veces, en ocasiones, me cansa profundamente escuchar que el mundo avanza. Si por mundo se refieren a la Tierra, ese pequeño satelite del Astro Rey, les diría que más bien gira, cual bailarina de ballet, sobre su propio eje, para después de un largo tiempo, terminar una apenas aceptable elípsis. Sin embargo, si es al avance en el plano tecnológico, no les diría lo mismo, sería bastante cómico, sin lugar a dudas, ver a una computadora dando vueltas sobre su propio eje, pero esto no acontece. Aún más, no solo sería cómico sino que incluso sería bastante más interesante que el hecho que se califica de progreso. Aparentemente, a mayor poder de procesamiento, mayor avance. En otras palabras, mientras más fuerza bruta, más hemos progresado... Comprenderán mis sospechas. Si nos valiesemos, que no lo haremos, pero si nos valiesemos de analagías, si buscasemos la más apta, sería, sin lugar a dudas la comparación con un fisicoculturista; después de todo nadie en su sano juicio diría que la humanidad avanza a pasos agigantados porque tenemos tipos cada vez más fornidos y sin embargo, eso es lo que aparentemente se considera cuando logramos mejorar unos cacharros hechos de plástico (que dicen los ecologistas que se acaba, a pesar del solemne silencio que guarda al respecto toda la industria moderna).
Así pues, en este mundo moderno, progresista, que ya no encuentra prefijos griegos o latinos para denominar sus eras (ya hemos despilfarrado, prematuramente sospecho, neo y post, esperamos ver, dentro de muy poco, que el infame y aborrecible prequela comience a ser utilizado), todo avanza. Incluso la comunicación... si, si, eso mismo, la comunicación, ese arte milenario que hoy apenas llega a nombrar el oficio de unos pocos, esa forma predilecta de conquista amatoria, ese secreto que nos acerca a la divinidad que creemos/creamos, ese distintivo sutil que nos define como seres, parece que también avanza. Por supuesto, como no habría de hacerlo, en este mundo. Imposible pensar que en toda la larga cadena de siglos anteriores al nuestro (ahí hay otro prefijo olvidado ante) se hayan producidos más que tenues avances, eramos necesarios nosotros, los habitantes del siglo XX y XXI para lograr lo que la humanidad no logró en una eternidad.
    Así pues, hemos logrado que la comunicación avance de un modo tal que ya no es necesario más que unos pocos minutos para que todo el orbe nos escuche, a nosotros, ilustrísimos colonos de la época de la aldea global. Con el ligerísimo teléfono que llevamos a todos lados (para no perder oportunidad de estar comunicados) somos capaces de subir a las redes sociales en el mismo instante que las tenemos las ocurrencias más diversas que nuestras neuronas engendran. Millones de personas por segundo, a lo largo y ancho del globo terráqueo, millones de sintagmas de una increible originalidad y una labor de la lengua refinada.
    Oh, si, prima la estética del lenguaje. Hemos progresado, sin lugar a dudas, somos hoy en día un bochorno mucho mayor al que eramos hace dos mil años atrás. A Terencio se le iban del teatro los toscos romanos para obervar a los púgiles, pero por lo menos era en vivo y en directo. Horacio recomendaba guardar con pudor neurótico los papeles que uno escribe durante diez años con el único fin de corregirlos ya que las palabras escritas permanecen y son nuestro más severo verdugo. Sin embargo, esta sociedad, víctima del lugar común que identifica más con mejor nos dice que hemos avanzado porque ahora podemos comunicarnos más: más rápido, más cómodo, más instantaneo, más nuevo en definitiva más mejor.
Permitanme decirles, que a mi parecer, más no es mejor. Como tampoco menos es peor, ni más es peor ni menos mejor. Más es más, solo eso. Ahora bien, que todos tengamos la capacidad de expresarnos y de hacer oir nuestra voz es algo en verdad importante. Tampoco debemos negar que la rapidez con la que se pueden organizar ciertas actividades se ha incrementado muchísimo con las redes sociales. Sin embargo, la mera posibilidad no debiera significar obligación. Puedo publicar una docena de artículos en el blog por día, pero a duras penas llegué a pegarle una mirada correctiva a éste (corrección sería sobredimensionar lo que en verdad hice). Así pues, cabe preguntarse si la inmediatez de nuestra comunicación actual no supone, en una inmensa mayoría de situaciones, un atraso antes que un avance.
Si consideramos el caso de la literatura es algo evidente. No imagino a Borges sin corregir una sola de sus palabras (sus maravillosas palabras) antes de considerarla un borrador acabado. Sabina es un caso, en la esfera musical, que da pruebas palpables de esas correcciones. Se puede ver como mejora o cambia o reformula letras, por ejemplo en el caso de “Mujeres fatal” que sale por primera vez editada en el disco en vivo “Joaquín Sabina y Viceversa” (1986) y que luego corregirá o mejorará en la versión final llamada “Mujeres fatal” del disco “Esta boca es mía” (1994). Esto es, durante ocho años el artista siguió pensando esa letra, trabajando sobre la música, para conseguir lo que no se consiguió de primera. Esta es la labor fundamental del orfebre de palabras: la limae labor que se presupone requisito de toda obra de arte.
Ahora bien, dejemos el arte para los intelectuales. Sigamos con ejemplos más sencillos, si solo quiero decirle al mundo que me siento solo, ¿porqué no hacerlo en las redes sociales cada minuto y medio?. Bueno, en primer lugar, porque es de un mal gusto sublime lloriquear por los rincones solicitando cariño. En segundo lugar... porque el primero ya fue suficiente. Debemos detenernos, eso si, en un tercer lugar nombrado numerosas veces por los especialistas: sencillamente por el hecho de decir las cosas no lograremos nada. De hecho, es tan inconmensurable el mar de gente que dice todo el tiempo lo que siente en internet, que cae en un mar de olvidos y prestarle atención a los berretines emocionales de todo el mundo supondría una tarea heracleana.
    Así pues, hoy estoy de censor, hoy no me importa si:

“está lindo pa' cucharita”
“tengo frío”
“tengo hambre”
“Que calor!”1
“Tal tiene o dejo de tener una relación con tal”

Por favor, abstenerse de cualquier tipo de comentarios, todos los detestamos. ¿Y este artículo qué?. Otras palabras en el mar de quejas del abismo que es internet. Por eso, insto al desafortunado lector que por un error de búsqueda llegó hasta aquí, a ir ahora mismo, y decirle a la primera pechugona que encuentre en el camino:

“Tengo frío, y no te lo digo por internet, ni porque me importe, te lo digo para entablar una conversación con alguien que demuestre semejantes cualidades, que de tanto porte e importancia no entran en mi, mi bien”.

(A.M)

1Nótese la ausencia de la tilde en tal exclamación.   

jueves, 5 de enero de 2012

(77) Soneto “Si para recobrar…”; Francisco Luis Bernárdez.

Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.


(Francisco Luis Bernárdez: Poeta argentino, 1900-1978. En su juventud, tras su regreso de España -donde fue influido por los poetas modernistas- adscribió al ultraísmo y las vanguardias europeas, como parte del grupo Florida. Amigo de Borges y Marechal. Ya en su madurez, adoptó un tono lírico y romántico, con pasajes místicos, como es esta obra su muestra; este soneto, además, nos recuerda acaso ciertos juegos verbales de Juana Inés de la Cruz.Al igual que Borges, conoció la ceguera en su vejez.)