domingo, 10 de abril de 2011

(27) La interioridad (fragmento de Prohibido Pensar, S. Nuñez).

Prohibido Pensar es un formidable programa de filosofía a cargo de Sandino Nuñez y emitido por TNU. Para mayo de este año, se anuncia una nueva temporada. Aquí, un fragmento del guión del episodio “La interioridad: de San Agustín a Karina Jelinek”.


"Este señor serio acá es Agustín de Hipona, San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Latina. Fue de los primeros y de los más contundentes en manejar la metáfora de la interioridad. Les cuento algo. Agustín había sido un joven depravado, un pecador de vida sensual, licenciosa y desordenada. De pronto se retira de su vida de juerga y allá por el 397 de nuestra era escribe el primer ensayo introspectivo de la historia: las Confesiones. Las confesiones no son una novela autobiográfica: no cuentan hechos, anécdotas o episodios de su vida. Hablan de los “estados de su alma”, es una escritura de interpretación y examen. No son una biópica sino una lírica. Hablan del regocijo y del confort interior, la continencia dice él. Esta continencia, este regocijo es lo opuesto a ese afuera caótico y fragmentario de su vida anterior. Y cuenta la leyenda que Agustín fue el inventor de la lectura interior (intelligere, inteligencia), apagando la voz hasta la fonomímica para lograr prescindir finalmente de esta, creando la sensación de que “leemos dentro”.

Fox Mulder, el tipo de los Archivos X, entiende que la verdad está allá afuera. Era una especie de sacerdote new age del FBI y, previsiblemente, bastante paranoico: su vida estaba llena de marcianos, mutantes, bichos y entidades sobrenaturales. Agustín, en las antípodas, sostiene que la verdad está en el interior del hombre. La cosa o el objeto fantástico allá afuera, la interpretación o el sentido acá adentro.

El alma, el interior, es cogito o está hecho de cogito, una palabra que mucho tiempo después haría famosa Descartes. Cogito, cogitare, colligitur, quiere decir recoger, reunir, juntar. Juntar lo disperso y lo caótico, reunir las experiencias fragmentarias de la vida y los objetos parciales en un solo lugar: lo íntimo, lo interno. Darle al caos de la vida un sentido, una organización, un relato. Y la experiencia caótica, el caos originario que debe ser organizado en el cogito, encuentra su mejor metáfora cristiana en el pecado. La enseñanza de Agustín entonces es que el pecado no debe ser prohibido o tachado, aunque se proclame institucionalmente su prohibición: debe más bien disparar operaciones de organización, reflexión, interpretación y sentido. De la prohibición, el castigo o la disciplina a la educación reflexiva. ¿Acaso no habla todo esto de la voluntad de gobierno, de las ganas de civilizar y de la vocación de Estado que comienza a mostrar tempranamente la Iglesia? ¿y no tendrá entonces que ver el invento de la interioridad con las tecnologías educativas y gubernamentales?

Más de una docena de siglos después de Agustín, hacia 1640, en la Europa latina y en la mañana misma de la modernidad política, la mayor celebrity de la filosofía moderna, René Descartes, escribía sus Meditaciones Metafísicas. En la Meditación Segunda escribe:“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo”.

Des-ga-rra-dor. Vamos a pasar por alto el desconsuelo de Descartes, para detenernos dos segundos en la estructura idéntica de todas esas frases: “Supongo que, creo que, estoy persuadido de que”. En principio se trata de un tipo de frase que los lógicos como Russell llaman actitud proposicional. En una actitud proposicional hay una frase cualquiera (va a llover, hace calor, la vida es dura), precedida por un operador del tipo Yo supongo que / yo creo que / yo pienso que: hace calor, etc. Pero el enunciado cartesiano “supongo que todo lo que veo es falso” no es una simple actitud proposicional sino que separa y crea una relación entre dos yoes: un yo aquí que ve (todo lo que yo veo es falso) y un Yo acá que supone, cree e interpreta lo que el otro ve: Yo supongo que todo lo que yo veo es falso.

Descartes toma de Agustín la práctica del descentramiento de sí mismo, la práctica de separarse de su propia vida, pensar sobre ella, reflexionar, interpretarla y adjudicarle un sentido. A través de su dispositivo introspectivo, la duda, la subjetividad misma, el propio sujeto unificador aparece como una relación neurótica “interna” entre dos yoes: un yo que hace, ve o siente cosas y un Yo que reflexiona sobre lo que el otro yo hace, ve o siente. Un Yo soberano, capaz de decirse a sí mismo, capaz de reflexión y juicio, y otro yo atolondrado que nunca sabe con claridad en qué esta metido o qué está haciendo o viendo. El yo del juicio y el yo de la experiencia. El psicoanalista Lacan hubiera dicho, un sujeto del enunciado y un sujeto de la enunciación. Con Descartes se desplaza el problema de la Verdad desde la adecuación entre el entendimiento y el objeto, a una tensión “interna” entre la experiencia y el juicio (la interpretación).

El alma, la interioridad o la subjetividad entonces no es un lugar o una cosa: es la propia actividad cogitante, es la práctica de organizar la vida y dar sentido a cierta experiencia originalmente caótica. Son metáforas, una sustancialización “hacia adentro” de cierta necesidad típicamente moderna de un nuevo tipo de relación social, una relación educativa con el otro.

En el siglo XVII las ciudades han crecido y se han superpoblado. Las poblaciones ya no pueden ser controladas o vigiladas porque es demasiado caro. Por esa época empieza en algunas ciudades europeas la alfabetización y la educación a gran escala. La gente debe ser gobernada, y para eso debe ser no disciplinada e individualizada sino educada y subjetivada. La educación empieza a crear y a estimular esa disociación agustiniana-cartesiana que conduce al otro a pensar sobre su vida, a separarse de la incesante demanda conectiva de la vida, a ser dos: el que vive y el que piensa. Hay que crear en el otro, así, un sentido de la responsabilidad social: ser conciente es ser responsable, hacernos cargo de lo que hacemos. Entre la certeza del dogma religioso y la certeza natural de la ciencia, Descartes parece ser un síntoma temprano de un nuevo tipo de razón, una razón política o humanista que viene a establecerse sobre el filo de la duda y la interpretación.

Liberal, hijo de un jurista, educado por jesuitas, acomodado pero sin ligaduras evidentes con los centros institucionales de poder de aquel entonces (no le pertenecía al ejército ni a la aristocracia cortesana ni a la Iglesia), Descartes prefigura el aire de las revoluciones políticas del siglo siguiente. Él es una nueva forma de la inteligencia social. Es un nuevo personaje social, una nueva clase urbana, por así decirlo. Una avanzada de lo que más tarde será la burguesía ilustrada, o mejor, lo que Ángel Rama bautizó con el nombre de ciudad letrada. El casco letrado-educador de la ciudad, el núcleo civilizador, el agente de política.


¿Cómo pensar nuestro miedo a perder la subjetividad? ¿Qué seríamos si no tuviéramos esa soberanía sobre nosotros mismos? ¿Qué seríamos, con vida, pero sin esa autonomía, sin esa tecnología decisiva para la historia de occidente llamada conciencia?

Estas cosas (señala la pantalla que muestra zombis de Romero), ni malos ni buenos, son una pura expresión mecánica de la vida. Como la pata de rana animada por un impulso eléctrico. Son el empuje ciego de la vida. Y lo que aterra en ellos no es tanto que nos maten o nos descuarticen con sus manos o con esas herramientas brutales, no es esa concentración negra del mal más inmotivado, sino más bien el inexpresivo automatismo con el que ejecutan la faena más atroz. Lo que nos aterroriza es su empuje, su ausencia de propósito o de meta: la vida misma de lo que no está vivo.

Imagen de la película "Nigth of the living dead" de George Romero. 

Pero el verdadero archienemigo del sujeto, curiosamente, no está hoy en ese concentrado retórico de antisujeto que nos vive mostrando el cine. No es ese siniestro autómata, feo, lento e incontenible. Ese bicho sin rasgos individuales, sin alma y por lo tanto sin expresividad. El verdadero archienemigo del sujeto no es un antisujeto sino una disolución, una evanescencia, una licuefacción del sujeto.

Aquí lo ven (señala pantalla que muestra a Karina Jelinek), el archienemigo del sujeto es una niña hormonada. La inocencia pornográfica. Es el gran objeto de nuestra cultura contemporánea, su producto mejor logrado, su objeto maravilloso, su ángel. Ahí está, con la cabeza entre las manos, los ojos siempre huyendo de algo adverso, la cara de desconcierto, no importa su nombre: estamos hablando de la misma inocencia psicótica de la tele ¿Realmente está angustiada o afligida? ¿Llora? ¿Se desmaya? ¿Se ríe?

Niña hormonada mentada ut supra. 

Pero no pensemos que el problema es la sinceridad o la insinceridad del personaje, eso es de un optimismo encantador. Ya no hay un personaje, se han barrido esos límites. Ella misma no sabe si llora, si finge que llora, si cree que llora. Ya no importa. No hay reveses ni espesor. Nada hay que ocultar y por lo tanto tampoco hay nada que mostrar.

Este no-sujeto no es inexpresivo como el zombi de Romero, no es un cuerpo o una máquina en un punto oscurísimo de incomunicación. Es exactamente al revés: es expresivo en exceso, comunicado y conectado en exceso, construído únicamente en ese lugar en el que lo quiere la mirada del otro. Sus caras son más que expresivas: son emoticones, son formas convencionales, hiperrealistas e infantiles de una emoción. Y este es el verdadero no-sujeto. No es la inexpresividad glacial de Jason Voorhees sino la hiperexpresividad infantil del emoticon. No es un hundimiento del sujeto en sí mismo, en una especie de locura autista autoconectada, sino un derroche, un happening, una descarga, como un show de fuegos artificiales. Y la hiperexpresividad del no-sujeto es tan o más letal que la inexpresividad del antisujeto.

La esquizofrenia del no-sujeto es el borramiento desesperante y aproblemático de todos los límites: entre jugar y vivir, entre fingir y ser, entre una broma y algo serio, entre cuerpo y alma.

Resumo. El sujeto, la interioridad, el espacio interior. No son cosas o sustancias. Por más que hasta cierto punto deban ser pensados como cosas o sustancias. Son formas de conceptualizar prácticas históricas y sociales. Las teorías no son formas que la cultura utiliza para representar cosas “externas”, cosas que son o están ahí en el mundo, sino conceptualizaciones acerca de lo que ella hace, de sus propias prácticas. La idea de sujeto es indisociable de las prácticas políticas o educativas, del gobierno y de la invención de lo público-social. Y la catástrofe contemporánea del sujeto, la aparición barullenta e infantil del no sujeto es la catástrofe de las prácticas sociales que dieron origen, en su momento, al sujeto: la educación, la política."

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