sábado, 2 de abril de 2011

(25) Simetrías de la interpretación (o Löwenthal, el Dante y los Tawahkas).

   Xavier Löwenthal es un interesantísimo historietista, editor y teórico del comic belga. En uno de sus tantos viajes, a influjo de una erudita de la tribu de los Tawahkas, llegó a Honduras y entró en contacto con ellos. Hacía pocos años que los Tawahkas se habían dado a la tarea de concretar su lengua en expresión escrita y hasta entonces el resultado les era inhóspito: encontraban al mero grafema insuficiente para transmitir y connotar con precisión. Reclamaban a la escritura el contexto de gestualidad, miradas, suaves pero ciertos matices del tono en que es prodiga el habla. Dicha objeción parece poco estimulante para un artista, habituado a traficar con la diferencia de sentido, con la ambigüedad y la vaguedad: es el entusiasmo cuasi científico por la exactitud del lenguaje, el discurso limitado, ceñido a una única línea de interpretación. Sin embargo, imputarles esa conclusión sería apresurado.
   Con Löwenthal, los Tawahkas conocieron la narración gráfica –la palabra unida al dibujo– y con ella, la herramienta justa para expresar fielmente su lenguaje en un medio no oral.[1]
   Una de las historias que querían contar, historia que tiene su replica en varias civilizaciones, era la del tigre y el ratón. Un tigre acecha a un ratón a través de la selva, hasta darle caza; cuando va a devorarlo, el ratón le suplica que no lo haga, que lo deje libre: “algún día precisarás de mí, y yo honraré este favor, con otro condigno”. El tigre accede. Tiempo más tarde, el ratón encuentra al tigre con las patas apresadas por una trampa sembrada por los hombres. El tigre invoca el pacto; el ratón roe las cuerdas y el tigre acaba en libertad.
   Los Tawahkas narraron esta historia en sólo dos cuadros: uno, en que el ratón huye merced a la deliberada pasividad del tigre; otro, en que el ratón roe las cadenas del tigre. Se lo mostraron a Löwenthal. El historietista intentó explicarles que no era suficiente, que así la historia no tenía desarrollo, no tenía tiempo y por lo tanto, no era entendible. El intento duró más de media hora. Finalmente, un niño comprendió la objeción y le retrucó a Löwenthal que estaba equivocado. Esos cuadros, aclaró el tawahka, bastaban porque más sería limitar los sentidos. Con esos dos cuadros, el ratón podía ser cualquier ratón y el tigre, todos los tigres; con esos dos cuadros, cualquiera de los favores podría haber sido el primero. Agrega Löwenthal que los tawahkas estaban por fuera de la estructura del relato lineal de occidente, con inicio, desarrollo y final, sometido a un tiempo preciso (yugo que él, al igual que yo –¡oh, infelices esclavos de la diacronía!– no pudimos evitar, y por eso al narrar, enlazamos los episodios con un “tiempo más tarde”).



                                                           Cuadros de "Ifigenia", novela gráfica de Xavier Löwenthal


 Los dos cuadros con que los Tawahkas contaron su historia, nos permiten ver que hay múltiples formas de narrar y de entender, y acaso de evadirse –o jugar a evadirse–, de la temporalidad. Pero, en última instancia, esas posibilidades narrativas dirimen su funcionalidad en cuanto favorezcan la polisemia de aquello que es narrado. Y dicha polisemia, se presenta como una ecuación de equilibrio, un justo medio aristotélico o sección áurea: si cuento demasiado, ciño la interpretación en un solo camino, la empobrezco; si no cuento lo suficiente, el caos domina el discurso y el completo azar la interpretación. Sólo debo contar lo necesario, el texto básico que admita el mayor número y las más complejas interpretaciones. Nada más.
   Releo y este “nada más” puede sonar sentencioso y hueco. Su base está, sin embargo, en los orígenes mismos de la filosofía, que son los orígenes de la hermenéutica. Lo uno y lo múltiple. Lo real es diverso pero, a su vez, en ello reside la unidad. El ser cambia, pero permanece. Es y no es: lo uno y lo múltiple. Heráclito dijo que no hay sino cambio; Parménides describió al ser inmutable, constante, pétreo. Tesis excluyentes inviables. Si sólo existiera la diversidad, el mundo sería equívoco; lo real no sería pensable –pensar es ordenar a partir de descartar diferencias, buscar repeticiones que hagan a una esencia común[2]–: sería ininteligible. Y si todo fuera uno, tendríamos un mundo unívoco; una unidad absoluta sobre la cual no podría ejercerse pensamiento alguno. Ante esto, la resolución es la analogía del ente: la unidad en la diversidad. Platón el primero, luego Aristóteles, acaso él con éxito, asumieron ese camino dialéctico. Esta es la estructura propia de la creación. Ni equívoca, ni unívoca: equilibrio de repeticiones, si estas faltan o escasean no hay simetría, no hay orden pensado ni pensante, si estas son constantes e inmediatas, tampoco hay simetría sino el tedio tautológico.[3]  
   Así no debe sorprendernos que este mismo proceder –una historia brevemente ilustrada que a partir de esa representación pictórica da lugar a nuevas versiones narrativas más ricas–, sea aquel que dio origen a los mitos griegos. Estos son, según Robert Graves “La reducción a taquigrafía narrativa de una pantomima ritual representada en festivales públicos y recogida pictóricamente en muchos casos en las paredes de templos, vasijas, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc”. Y “si algunos mitos son desconcertantes a primera vista, se debe normalmente a que el mitógrafo ha malinterpretado, accidental o voluntariamente, una imagen sagrada o un rito dramático. A este proceso lo he denominado iconotropía…”. Esa mala interpretación de la que habla Graves, su iconotropía, es ni más ni menos que la emergencia del arte de la proteicidad del símbolo religioso o del hecho político representado pictóricamente. El mito antropológico, se vuelve también mito artístico.
   Otros ejemplos, ya con los pies en la literatura misma y no en su génesis primera, también abundan. Uno afamado está en el canto XXXIII de la Commedia: la muerte del Conde Ugolino. Ugolino della Gherardesca roe la nuca del arzobispo Ruggieri degli Ubaldini y limpia su boca con la misma cabellera de su victima. Ante el arribo del Dante, abandona por un instante su hambriento ritual y cuenta su historia. Ruggieri lo traicionó y lo encarceló en una torre junto a sus hijos pequeños. Una noche, tuvo el sueño premonitorio del arzobispo con perros hambrientos cazando a un lobo y sus lobeznos. A la mañana siguiente, no llegó el acostumbrado alimento y la puerta de la torre fue clavada. Pasa un día completo y Ugolino, desesperado, se muerde las manos. Sus hijos creen que es efecto del hambre y le ofrecen su carne en alimento, la carne que el Conde había engendrado. Entre el quinto y el sexto día, muere su prole completa. Ugolino, ya ciego, los busca a tientas durante tres días más. Luego, dice “Después, el hambre pudo más que el dolor (“Poscia, piú che’l dolor, poté il digiuno”). La pregunta es clara.[4] ¿Debemos interpretar que el hambre se impuso al dolor por la muerte de sus hijos –escaso hilo que lo enredaba aún en la existencia– y finalmente murió? ¿O es que el hambre venció el dolor en tanto acabó por sucumbir al reclamo visceral de su cuerpo y recurrió a la antropofagia? Numerosas son las páginas que han dedicado a este verso los comentaristas; lo cierto es que no hay una solución, queda en la imaginación del lector; o, mejor aún, para engalanar el carácter polisémico de la literatura y la interpretación, la solución es la propuesta por Borges:

   “En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante impresión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñaran las generaciones.”[5]      

 "Ugolino y sus hijos", escultura de Jean-Baptiste Carpeaux
   
   Sé que el ejemplo peca por exceso. Veamos alguno menos notorio. Quienes hayan leído el “Ensayo sobre la ceguera”, habrán advertido que Saramago se precave de no mencionar, siquiera especular, con las causas de la epidemia y luego con las consecuencias de lo vivido una vez vuelto el mundo de los videntes. Asimismo, no establece la moralidad de la obra. Crea la ficción, le da alas de metáfora, pero el rumbo que tome su vuelo queda en manos del lector. Se limita a su tarea de escritor, que es forjar la estructura narrativa o poética, el discurso sobre el cual va a desarrollar su tarea el lector –el lector tiene un papel, y activo, sobre la obra–, interpretar y desenvolver los posibles sentidos. Ambas tareas, hacer la palabra y la lectura de esa palabra, se tocan, se comunican en un umbral: la polisemia. 
   Sobre el final, me permito insistir. El pensamiento del siglo XX tuvo acaso una de sus mayores victorias –resonante: deseada y temida– en obturar la posibilidad misma del concepto de una verdad absoluta. Creo, sin embargo, no incurrir en una paradoja al observar que en el decurso de la historia, han primado las teorías en las que subyace, se presenta como condición previa de eficacia o elemento estructural de su objeto, este equilibrio.[6] Sutil moderación que habilita el entendimiento y la belleza en los dos cuadros del Tawahka y en los cien cantos de la Commedia del Dante.


(D.C)    


[1] No debe leerse en esto una declaración de facilidad interpretativa respecto de la narración gráfica. Quien conozca, por ej., la obra de Magritte “Esto no es un pipa”, y el ensayo sobre ella de Foucault, sabrá que no es así.
[2] Dice Borges en “Funes el memorioso”: “Pensar es olvidar diferencias”. Gran definición; estupenda metáfora.
[3] El lector ilustrado, ciertamente más ilustrado que el autor de esta nota, acaso vinculará este planteo, incluso en clave de plagio, con la teoría sobre la belleza de Jorge Wagember. Wagember marca que la belleza es producto de la serie de repeticiones. Si las repeticiones son lejanas y poco identificables, tendremos una visión caótica y ajena a la belleza. Si las repeticiones son evidentes y demasiado continuas, falta variedad y eso también impide la belleza.  
[4] Un autor muy capaz de desarrollar en todo un relato este tipo de dualidades, fue Henry James. Ejemplo evidente de esta índole es “Otra vuelta de tuerca” y, menos conocido pero aún mejor logrado, “Los amigos de los amigos”.
[5] “El falso problema de Ugolino” de “Nueve ensayos dantescos”; Jorge Luis Borges.
[6] Mientras esto escribo, pienso en Chomsky, que plantea en “Estructuras sintácticas” que hay reglas de la sintaxis que están en todos los idiomas, y que esto es porque no son adquiridas, sino innatas. Quizá podría entenderse así, innata a la capacidad compresiva, a esta simetría, pero es sólo una especulación temeraria.

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