miércoles, 1 de junio de 2011

(40) Tres rosas en la literatura.

   Las generaciones de los hombres han trabajo a través de los siglos las polisemicas voces de ciertas palabras, hasta convertirlas en símbolos absolutos que pueden encerrar todo concepto y todo misterio, alegorías perfectas. La definición elemental, aquella que nos ofrecen los diccionarios –signos de la vanidad de los lenguajes–, queda relegada, ya no es nuestra primera intuición ante el término, como antecedente de la metáfora: lo es la metáfora misma. Todo símbolo. La rosa ya no es una entidad vegetal, sino un símbolo de alta poesía, un ser proteico que sin mutar de rostro, muta de significado. No podemos pensar en una rosa sin pensar en la ofrenda de los enamorados, en el beso que sigue a esa ofrenda, en los versos del poeta que salva a los enamorados del olvido, en la rosa ajada y caduca que marca el paso del tiempo entre las paginas del libro del poeta.
   Voy a mi primer texto; es el de unos versos de un hombre tan vago y polisemico como la rosa misma, William Shakespeare.

“What’s in a name? That which we
call a rose by any other name
would smell as sweet...”[1]

   La belleza de estos versos ya está en sus palabras; como todo buen verso, es un ejercicio de estética directa. Comienza interrogándonos, pero luego vemos que es un desafío compartido, una iluminación a la que nos lleva de la mano el autor. Es curioso que sean obra de la pluma de un poeta, porque denigran la condición de su arte; no importa el nombre que vista la rosa, ella seguirá con su mismo dulce aroma: hace primar lo sensitivo sobre el lenguaje, y el lenguaje no es sino la materia con la que trabaja el escritor. Pero quiero ir al concepto que ocultan y develan estos versos. En ellos, Shakespeare, hermosa, breve y aceradamente, proclama el nominalismo. La discusión es antiquísima y recae sobre la naturaleza del lenguaje. Nos remite a Platón y Aristóteles. Para Platón, las cosas son apenas sí remedos imperfectos de la perfecta Idea, reflejos parciales; pero esa idea, el arquetipo, tiene una existencia real y su nombre es parte integral de su esencia (recordemos que son reales pero como esencias, enajenadas de todo accidente y por lo tanto, sólo pueden ser pensadas –no en vano el neologismo “Idea” significa “visión intelectual”–, y pensar sólo se puede a partir del lenguaje) y así, no es casual: es dado a la cosa por su relación con el arquetipo. Para el realismo, el lenguaje no es un capricho: hace a la cosa. Escribió Borges:

“Si (como el griego afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la rosa,
en las letras de rosa está la rosa
y todo el Nilo en la palabra Nilo”.[2]    

   Aristóteles hace sendas criticas al postulado de su maestro –la más celebre es el “argumento del tercer hombre”–, y sobre las ruinas del Topus Uranus platónico construyó su propia analogía del ser. Baja la Idea a la tierra: establece que es una mera operación de abstracción que no tiene existencia real más allá de cuando pensamos a la cosa. Entonces, no hay la pretendida relación de trascendencia que determina el nombre; este no está en el objeto: se lo otorgamos nosotros, de manera arbitraria. Es el nominalismo. El principio para entender al lenguaje como una convención. Ya en nuestra época, estructuralismo y pragmatismo llegaran, a su modo, a la misma conclusión: la única relación entre significante y significado en el símbolo es la arbitrariedad; el lenguaje es una convención socialmente admitida.
   El realismo vivió su auge en la Edad Media, y su decadencia con la Edad Media. En tiempos isabelinos, ya el nominalismo promovía ese ocaso. La rosa pierde su nombre y sigue siendo la rosa; la rosa es símbolo del injustificado lenguaje.   
   El siguiente ejemplo, es la historia que trasiega y da unidad al volumen de relatos “El libro del Fantasma”, de Alejandro Dolina. La obra supone un conjunto de cuentos que operan como entregas periódicas a un fantasma que necesita completar un libro de doscientas páginas para ingresar al paraíso, deuda de su tiempo mortal. El trabajo, al que el espectro se ve imposibilitado por su condición incompleta, le es encomendado a un escritor que sufre por amor, y que a cambio de sus versos recibirá del fantasma una flor, una rosa, que le otorga a su poseedor el amor de la Mujer Amada[3]. En el decurso de los capítulos, vemos como el protagonista se afana, cada vez de manera más penosa, en cumplir con el encargo. Y lo que lo impulsa, es esa prometida rosa que le promete los versos de la mujer que ama. Finalmente, recibe la flor; sin embargo, esa misma noche es rechazado definitivamente. En el último encuentro con el fantasma, sobreviene la revelación:

–La flor no sirvió –dice el enamorado.
–Ya lo sé. Ella no lo querrá nunca.
–Usted hizo trampa.
–No. –Culmina el fantasma –. La flor fue inútil porque ella no es la Mujer Amada. Además, usted no la necesita a ella. Usted necesita la flor. Usted es la flor.

   El fantasma exhibe a la rosa en su simbología profunda: ella es la inspiración, la musa dolorosa, la angustia que mueve al artista a la creación. La rosa es la más intima y secreta de las esperanzas, feroz, inocente, de que los versos sean un camino hacia el amor, un camino de expiación y justificación de las penas. Es la dinámica/tensión dialéctica del deseo, la vida y la muerte, estirarse y nunca acabar de alcanzarlo. Dice el mismo Dolina, en “Historias de amor”: “Las historias amorosas de los tiempos dorados son casi siempre tristes. Esto no basta para afirmar que todos los romances fueron desdichados: sucede –tal vez– que el arte necesita nostalgia. No se puede ser artista si no se ha perdido algo. Los poemas de amor satisfecho aparecen como una compadrada de mercaderes afortunados. Por eso los poetas de Flores buscaban el desengaño, porque pensaban que cerca de él andaba el verso perfecto. Casi todos quedaban en la mitad del camino. Manuel Mandeb veía las cosas de un modo más complicado. Admitía que la pena de amor conducía al arte. Pero también sostenía que el propósito final del arte es el amor. La recompensa del artista es ser amado. Así parecía opinar Ives Castagnino, el músico de Palermo, quien componía valses melancólicos al solo efecto de seducir señoritas. Cuando no lo lograba, su tristeza le dictaba otras canciones que más tarde le servían para deslumbrar señoritas nuevas, y así recomenzaba el círculo.”[4] Y así, la conclusión es melancólica: esa ilusión es un paraíso perdido, una busca imposible, pero es la identidad misma del poeta, que es esa busca, esa esperanza, esa rosa. Borges alguna vez dijo que la salvación del poeta estriba en que asuma que cada hecho de su vida, le está dado para ser la materia de su obra. Es la mimetización con la rosa dolineana.
   
Rosa que otorga el amor de la Mujer Amada.
Ilustración de Carlos Nine, para “El libro del fantasma”, de Alejandro Dolina.

      
   Llego al último texto, el más breve pero a su vez el más complejo de todos[5]. En el siglo XVII, el poeta y místico alemán que se dio el nombre de Angelus Silesius, escribió este verso: 


 “La rosa sin porqué, florece porque florece”.

   Y es acaso la metáfora más acabada, puede ser todo para todos. Símbolo cabal de todo aquello cuya naturaleza sea injustificada, rebelde, misteriosa, cifra en sus pocas palabras a la vida, la muerte, el arte, la inspiración y el amor. Es del amor la más fina, justa, última imagen. No hay nada más inopinado que la rosa de Angelus Silesius, no hay nada más inopinado que el amor. Esa única línea parece operara como una iluminación. Su mecanismo puede recordarnos al del haiku, breve poema japonés formado por tres versos de cinco, siete y cinco versos respectivamente. Según cuenta Octavio Paz, era la herramienta para el quiebre de la lógica, y con ello el satori, la iluminación, en el budismo zen. También nos remite a la rosa de Paracelso, que resurge de la ceniza, la rosa del alquimista: la rosa milagrosa.
   Nuestra confesa incapacidad para forjar un idioma analítico, la inevitable vaguedad y ambigüedad de los lenguajes que sí hemos creado, permiten que una cosa sea más que una cosa. En estos tres casos, la rosa es símbolo de lo incierto, lo injustificado, lo misterioso, pero también de lo mágico, bello, milagroso. Tantas cosas y acaso una única esencia; el barro primordial del que está hecha la naturaleza humana, el amor y la muerte: caras opuestas que giran en la moneda del destino.


(D.C)     


[1] “¿Qué hay en un nombre? Que cuando llamamos a la rosa por cualquier otro nombre, mantiene su dulce aroma” Los versos son de “Romeo y Julieta”, y es toda una casualidad que justo hayan aparecido también en la publicación inmediata anterior, obra del otro atorrante que regentea este blog. 
[2] J. L. Borges. De “El golem”, poema del libro “El otro, el mismo”.
[3] Dolina no habla estrictamente de una rosa, sino vagamente de una flor; sin embargo, las ilustraciones que integran la edición original, y que hacen a la interpretación del texto,  muestran una rosa.
[4] Alejandro Dolina; de “Crónicas del Ángel gris”.
[5] Naturalmente, hay infinitas otras posibilidades simbólicas, por ej. la rosa que forman los salvados en el Paraíso del Dante, y a la que se une Beatrice tras abandonar su condición de guía.  

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