Quisiera, en esta
ocasión, compartir con los lectores no una reflexión, si no una
serie de pensamientos, inconexos los unos con los otros, como es
natural al encontrarse uno maravillado. El fenómeno que produjo mi
maravilla es la nueva película escrita y dirigida por Woody Allen:
Midnight in Paris. Al lector conocedor de las artes cinematográficas
desde ya mi más sincera disculpa. Me considero un absoluto
analfabeto en las mismas y por ende no podré afirmar categoricamente
ningún tipo de comparación entre este film y los otros de tan
renombrada figura, ni siquiera podré hacer uso de galantes
tecnicismos o recurrir al análisis habitual en dicha disciplina.
Hecha esta salvedad quisiera hacer aún otra: mi asombro es el de un
niño al ver la luna, cándido, lleno de credulidad, absuelto de
pensamiento abstracto e ingenuo hasta el infinito.
Creo que quienes miren
la película se sentirán sumamente satisfechos con la misma, pero
aún si no comparten mi gusto por ella (y en esto recuerdo a Chejov
quien cateogoricamente afirmó su criterio para el arte, su gusto o
no por una obra)1
podrán estar de acuerdo conmigo, al menos eso espero, en ciertos
aciertos por los que la película destaca.
En primer lugar y a
pesar de tratarse de lo que la crítica categoriza como una comedia
romántica es notablemente escaso el obstinado moralismo burgués
sobre la fidelidad. Incluso es parodiado cuando el protagonista
termina preguntando a una guía de museo (entiéndase un transeunte
cualquiera sin la más mínima capacidad de juzgarlo en su vida
particular y por lo tanto uno podría concluir que ennunciar la
pregunta es estar ya decidido) si es posible amar a dos mujeres2.
La respuesta es notable: si, pero de formas diferentes. Aún más, es
increíble lo poco que realmente importa la pareja del protagonista.
De ella solo sabemos que es un perfecto estereotipo. Tal
caracerterística es acentuada por la necesidad incipiente de
utilizar otros dos personajes (sus padres) para poder representar
cabalmente algo similar a un personaje. En efecto, la tríada
familiar parece ser la forma física de la fantasía burguesa.
Y sin embargo, como
hemos dicho, poco importa en la historia. Cuando, y permitame el
lector avanzar detalles sobre el final, finalmente el personaje
principal la abandona, dicha tríada carece de importancia a un grado
tal que rapidamente se la olvida, en no más que un cambio de escena,
que en la vida de nuestro protagonista no serán más que unos pocos
minutos. Y es que la película no es realmente una historia de amor,
ni mucho menos una comedia romántica. De esas, lamentablemente, he
visto montones. El esquema es siempre el mismo: una pareja impensada
se enamora, “triunfan” antes algunas “adversidades”, si así
se quiere llamar a no poder aceptarse a si mismo su sentimientos e
incurrir en toda clase de estupideces para negarlo, estupideces que
lo serían para un joven de catorce año, tanto más para los adultos
que usualmente las estelarizan.
No, la película trata
sobre el mito de la edad de oro. Permítame el lector unos breves
comentarios. La edad de oro es una de las edades del mundo. Si
seguimos la mitología greco-latina las primeras generaciones de
hombres vivieron una época dorada en que la salud no los aquejaba,
la tierra les daba sin ningún esfuerzo todo tipo de alimentos, los
barcos no tenían necesidad de navegar pues el comercio no existía,
entre otras razones, por que tampoco existía el dinero y la paz
regía los espíritus de todos estos hombres. No se conocían las
enfermedades y todo era placentero. Este mito de una época en que
todo era perfecto, pero más importante aún, cómodo, se puede
observar en muchas mitologías. Sin tomarnos la molestia de pensar
demasiado, citemos el Jardín del Edén, esa fantasía
judeo-cristiana en la que el primer hippie jugaba a rebelarse
pidiendole muñecas inflables a Papa Noel, Dios o Budhha (entenderán
que no recuerdo cual era, ni soy capaz de distinguir la diferencia, a
lo mejor Dios no es tan panzón). Esta edad perfecta forma parte, en
ocasiones del ciclo del destino. La edad de antaño era maravillosa,
la moderna no lo es tanto, la próxima será aún peor, no obstante
al culminar esa, será nuevamente de que se viva una edad aurea3.
Así pues, nuestro héroe
no se encuentra entre dos mujeres, entre dos amores, si no entre dos
tiempos. Su presente, insoportable, lleno de miseria intelectual y un
pasado que no conoció pero que juzga mucho mejor. En ese pretérito
pone todas sus espectativas. Y con suprema sencillez cinematográfica,
narrativa y ficticia, en una escena aprende el truco para viajar a
ella. La vive, se enamora, aprende, cambia, avanza. Todo, hasta que
entiende una cosa vital: quienes viven en su edad de oro no la
consideran tal, y ponen sus vistas en un pretérito aún anterior, un
pluscuamperfecto si se quiere.
He ahí el verdadero
dilema, he ahí la batalla que ha de librar, he ahí la trama y la
peripecia. Si su edad de oro no es vista de igual manera por quienes
en ella vivieron, quizá entonces no exista. La edad de oro es un
tiempo anterior, un tiempo que se remonta a la fantasía. Es un texto
abierto que todos pueden toquetear. Sentadas las bases para el mismo,
cualquier narrador lo transforma, se lo apropia, lo hace presencia
pura y lo vuelve a soltar al complejo universo del mito colectivo.
Tristemente, nunca estaremos todos de acuerdo en cual fue la edad de
oro. Tristemente, esta existió solo en la imaginación de los
poetas. Tristemente, hay quienes creen que Midnight in Paris
es una comedia romántica, cuando en realidad se trata de un tratado
filosófico sobre el mito de la edad de oro y la necesidad del carpe
diem.
En
efecto, si la edad de oro no existe, no queda más remedio o mejor
solución que enfadarnos en buscar el presente, el instante, el
momento. Como he dicho, no le toma ni cinco minutos despachar a esa
pesadilla que tiene por pareja. El héroe a descendido al infierno y
ha vuelto, ha renacido, es otro. No puede seguir en compañía de
simples mortales. Lo que necesita es otra cosa, otra mujer, otra
vida, otro rumbo, otra edad de oro que sea su propio presente. En
resumidas cuentas, necesita a Gabrielle.
Gabrielle,
sin lugar a dudas, es un gran acierto de la película.
(A.M)
1Hace
años que persigo saber si en realidad Chejov ha dicho o no esta
frase: “La
obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las
que no me gustan. No conozco ningún otro criterio”. Si alguién
lo sabe por favor hagamelo saber. A cambio les ofrezco la
constatación de que en ninguna parte Cervantes le hace decir a
Alonso Quijano en su rol de Don Quijote el sin embargo aclamadísimo
“Ladran Sancho, señal que cabalgamos”. A su vez no recuerdo que
en todo el Martín Fierro se diga nunca “¡Qué Cruz dijo
Fierro!”. Esta ultima cita es notoriamente más sencilla de
aseverar: la métrica quedaría mal.
2Ciertos
funcionarios de este blog afirman que no solo es posible amar a dos
personas simultaneamente en cuanto a sentimientos si no también en
el lecho. El autor de este artículo se declara envidioso de ellos y
analfabeto en tales cuestiones.
3Siempre
he anhelado encontrar un mito en que la rueda del destino fuuncione
como si fuera una rueda de esas que utilizan para asignar premios en
los concursos de televisión. Sería mucho más divertido, podríamos
hacer un reality show al respecto e incluso soñaríamos con vivir
eternamente en la edad de oro sin saber nunca que la rueda está
arreglada para la peor de las edades.... ahora que lo pienso, quizá
no sea un mito.
2 comentarios:
Si, se que ya lo dije, pero me encanta cuando encuentro por casualidad algo interesante de verdad entre tanto palabrerio inutil que abunda como moscas sobre basura en internet... adelante! muy buen blog
Tatiana, quizá nunca podría decirse tantas veces como fuera necesario, no el halago, si no la necesidad urgente y vital de darle sentido a las palabras... el oro con que la divinidad bendijo a otras culturas. En todo caso, un gusto que te agrade lo que escribimos y sos más que bienvenida a seguir leyendo el blog.
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