martes, 20 de septiembre de 2011

(63) Ensayo sobre los regalos.

   Despertó al mundo de los regalos apenas dos meses tras haber despertado al mundo de la vida, en su primer navidad. Un muñeco del nunca bien ponderado topo Gigio (mamífero placentario de la familia de los Talpidae, renombrado por intimar a las damas mimos en la postrera noche –verbigracia: “¿me das el besito de las buenas noches?”–) puesto bajo el árbol “in nomine patris Noel” y que, por todo juego, sus incipientes dientes mordieron con fruición. Claro, esas eran épocas confusas e inconscientes; me corrijo, todas son épocas confusas e inconscientes, pero aquellas impulsaban las incógnitas a los límites mismos del ser y el tiempo: el recién nacido se confunde con el mundo, es uno con él, y no posee sino el inasible y fugaz instante presente; todo ello, mala plaza para algo así como el regalo: momento hecho de una sucesión de momentos, en que se entrega en clave de homenaje.
   Así lo sintió luego, y el ahora niño, atesoró una pelota de fútbol, autitos, lápices de colores, mazos de cartas, puzzles, varios equipos completos (camiseta, pantalón y medias) de Miramar Misiones –el fútbol, como la venganza, lega caprichos filiales tan firmes y absurdos como el destino–: botines de guerra cumpleañeros. Aún a su corta edad, pudo conmoverse con el esfuerzo que cifraban algunos regalos modestos y con la cándida inocencia de sus padres: expectantes a sus señales de júbilo al descubrir tras los envoltorios el objeto anhelado.
   Pero pronto, cierta insatisfacción comenzó a campear en su vida. Los objetos materiales eran tentadores, pero la engañosa tensión del deseo del “quiero/consigo”, libre de toda perdurabilidad y trascendencia, le provocaba un vacío de angustia. Fue entonces que el adolescente se decantó por los regalos del espíritu: mundo infinitamente más rico, pero también más oculto, arduo y sinuoso. Las palabras (las de los libros, las propias, las de otros, las huérfanas y diseccionadas en alguna página/morgue olvidada de un diccionario maltrecho), el trato con las mujeres (su mera cercanía –dulce contigüidad–, su aroma, sus palabras, el dibujo que hacen sus labios cuando dicen esas palabras, la esperanza irracional que le imponen al alma con su sonrisa) y las alegrías ajenas fueron la materia de sus goces.         
   Tras varias mujeres y varios libros, una inopinada ofrenda llegó a él: la tristeza. A veces era suave y dulce, a veces feroz e implacable. A veces le inspiraba grandes obras, versos y cuentos memorables; a veces lo demolía hasta reducirlo a la pasiva oscuridad de su pieza. Pero siempre, y lo sabía, expresaba el estrepitoso latido de la vida, la naturaleza de un alma que sentía, quería, soñaba, buscaba, sin precauciones. Alguna vez convivió demasiado con esa tristeza y hubo de pagar por ello; alguna vez jugó a librarse de ella.
  En esas lides del espíritu, llegó el día en que la conoció a ella. Y con “ella”, oh hermenéutico lector, me refiero a esa mujer que fue Beatrice para el Dante y Laura para Petrarca, mujer amada y musa inspiradora. Siguiendo el mandato bíblico –él no creía, pero la falta de fe no nos proscribe la metáfora– podemos decir que su belleza bien podía ser “todo para todos”, y siguiendo el homérico, que nunca dio cabal cuenta de los rasgos de Helena, que describirla ciertamente no haría honor a esa belleza, irreductible a palabras. Con todo, esta acaso meliflua afirmación no hubiera sido nada para él si no hubiera existido esta otra: con ella, realmente sentía que se comunicaba, que trascendía de su yo cotidiano (lleno de rutinas y mezquindades) hacia algo más. Ella era un alter alma, un otro, pero no extraño sino reconocible y deseable: con el que se podía identificar y jugar a ser uno. Ejerciendo economía verbal: la amaba.
   Sí, la amaba. Esta no es una noción que debe ser tomada a la ligera: el amor no es cualquier regalo. Su naturaleza esquiva y caprichosa (simplemente ocurre o no: de él podríamos decir aquel verso de Angelus Silesius “la rosa sin porqué, florece porque florece”), compleja y absoluta, lo hacen la dadiva mayor. Amar, provocar amor: magias inextricables.
   Él le regaló un libro. Una tarde. Es que fue entonces que lo supo; no es que le haya regalado el libro porque la amaba, sino que descubrió que la amaba cuando le regaló aquel libro. Por eso cada ofrenda es un misterio: nunca se sabe en verdad quien da y quien recibe. Los puñales y los besos tienen el mismo sabor, el mismo filo. Ella lo retribuyó con una sonrisa y fue allí que él lo supo. Hecho una contradicción, sintió toda la felicidad y también toda la pena que un hombre puede sentir, la esperanza y la desazón, y la historia completa de ese amor estuvo en él en ese momento único. Acaso hubo un beso; acaso, no. Él le regaló un libro. Ella un destino.
   Ahora, y ya es tiempo de decirlo: ese destino fue adverso (si lo había sido el del Dante, corazón enorme y generoso, con Beatrice, ¿por qué no el de él?) y él fue melancólico. Años, y la soledad. Hubo otros amores, siempre los hay, y siempre no importan: en este punto del relato, ya no es posible detenerse en las ofrendas nimias. Con la melancolía no perdió, sino que acentuó, su contigüidad con aquel otro regalo, más modesto y  a mano, de las palabras; es imposible, o improbable al menos, establecer cuando esa vocación literaria le dictó que debía dedicar sus días y horas a plasmar en un verso aquel momento tan complejo, acaso el único momento real de su vida, en que descubrió que la amaba. Lo cierto es que así fue. Y acumuló fracaso tras fracaso, jugando a las escondidas con aquellos sentimientos que eso, se sienten y ya, pero que nunca se pueden expresar cabalmente.
   Profesor de liceales en las mañanas, supo legar a sus alumnos menos una exigencia académica que el solaz por esos dones del espíritu: el amor y el conocimiento. Renegando de congresos y tesinas, las clases, charlas de recreo y esquina, fueron el pulpito, no para la jactancia, sino para el acto de despertar consciencias. Las tardes y el poniente eran la excusa para la dilución acelerada de la calma –que llegaba a su cima con los insomnios de la madrugada– en los indómitos devaneos de la esperanza, que trasiega y horada los pechos como emoción ninguna. Esa esperanza, acaso el más complejo y extraño de los obsequios, privilegio y castigo cruel, lo intrigó y desesperó hasta el último de sus días con su tan humana bipolaridad de inmortalidad/muerte, sueño/resignación, expresada en tonos de placer y dolor siempre desgarradores en cuerpo y alma, que lo arrebataban de, y lo sostenían en, la vida. No en vano garabateó alguna vez en un cuaderno de apuntes “¿Qué queda? Nada”, sólo para corregirse meses después: “Nada. Nada. Y la esperanza dolorosa en la carne cansada.”     
   Ya anciano, una mañana, creyó verla entre la multitud que crecía y se perdía como una marea, en la feria de su barrio. En la multitud, ella todavía tenía veinte años y era hermosa. Esa noche, sin dilaciones ni segundos pensamientos, tomó un papel y escribió unas pocas palabras: diecisiete sílabas en total. Allí estaba aquel momento, ella, todo su amor y toda su pena. Se quedó un instante en silencio, pero era un silencio distinto al de minutos atrás: quien hubiera presenciado la escena, hubiera sentido como una herida filosa a cada tic-tac del reloj en la pieza. Releyó cuanto había escrito; en verdad, allí estaba todo. Todo. Quiso pensarla, como había hecho en esos años, y no pudo. Quiso recordar su rostro: tampoco pudo. En cualquier momento, eso lo hubiera desesperado. Pero ahora, la esperanza –y su cara alterna de la moneda: la angustia– había dado lugar a la paz. La memoria había cedido al verso.
   El último regalo de la vida es el olvido. “Acaso la muerte”, susurró él a la nada.  

   D.C.     

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