sábado, 5 de noviembre de 2011

(69) Guarda con el fetichismo académico, ¡guarda!

   Hace pocas semanas, terminó una nueva temporada de Prohibido Pensar, el programa sobre filosofía de Sandino Núñez, en la Televisión Nacional de Uruguay.  En la oportunidad, sus responsables aprovecharon para anunciar un descanso para el ciclo, que, no sin temor, esperamos no sea definitivo. No con espíritu de réquiem, sino de encomio y para ilustrar una virtud que tiene que ver menos con el contenido que con la forma y la vocación del programa, es que escribo ahora esta nota.
   De los numerosísimos gloriosos episodios de Prohibido Pensar, difícil es olvidar aquel sobre la interioridad, en el que exhibió en toda su obscenidad la dilución del sujeto a manos de esta sociedad mediática.
   “Aquí lo ven (señala pantalla que muestra a Karina Jelinek), el archienemigo del sujeto es una niña hormonada. La inocencia pornográfica. Es el gran objeto de nuestra cultura contemporánea, su producto mejor logrado, su objeto maravilloso, su ángel. Ahí está, con la cabeza entre las manos, los ojos siempre huyendo de algo adverso, la cara de desconcierto, no importa su nombre: estamos hablando de la misma inocencia psicótica de la tele ¿Realmente está angustiada o afligida? ¿llora? ¿se desmaya? ¿se ríe?
   Pero no pensemos que el problema es la sinceridad o la insinceridad del personaje, eso es de un optimismo encantador. Ya no hay un personaje, se han barrido esos límites. Ella misma no sabe si llora, si finge que llora, si cree que llora. Ya no importa. No hay reveses ni espesor. Nada hay que ocultar y por lo tanto tampoco hay nada que mostrar.
   Este no-sujeto no es inexpresivo como el zombi de Romero, no es un cuerpo o una máquina en un punto oscurísimo de incomunicación. Es exactamente al revés: es expresivo en exceso, comunicado y conectado en exceso, construído únicamente en ese lugar en el que lo quiere la mirada del otro. Sus caras son más que expresivas: son emoticones, son formas convencionales, hiperrealistas e infantiles de una emoción. Y este es el verdadero no-sujeto. No es la inexpresividad glacial de Jason Voorhees sino la hiperexpresividad infantil del emoticon. No es un hundimiento del sujeto en sí mismo, en una especie de locura autista autoconectada, sino un derroche, un happening, una descarga, como un show de fuegos artificiales. Y la hiperexpresividad del no-sujeto es tan o más letal que la inexpresividad del antisujeto.”
   O aquel en el que destruyó los postulados del culturalismo antropológico, de inadmisibles consecuencias.
   “Decíamos que la consigna todo es cultura quiere decir, en rigor, que toda actividad humana estará canonizada y fetichizada por cultura. El famoso concepto antropológico amplio de cultura esconde un concepto ecológico o fotográfico. El todo-es-cultura, así como el todo-es-arte, nos congela en un respeto que es como una especie de horror sagrado. Nada debe ser tocado. La intervención es el mayor de los pecados y se paga con un juicio por totalitarismo.
   El otro es observado y consumido por el nuevo intelectual en una discreta atmósfera de maravilla y éxtasis. Todo lo periférico, lo fronterizo, lo iletrado comienza a atraer la simpatía un poco demagógica o provocadora del intelectual culturalista. Lo limítrofe pasa a constituir una reserva de valores utópicos premodernos o antropológicos: saberes menores que se ríen de la verdad o el error, escasa o nula organización, expresividad espontánea que se ríe del buen o mal gusto.
   La cultura, en su vocación democrática de amplitud y respeto, termina por empujar al otro a una radical museización. Ninguna alteridad que pensar, ninguna alteridad contra la cual pensarme: el otro siempre está en peligro de extinción: celebro su música, su dialecto, su conducta, su atavío. La relación yo-otro no está atravesada por ninguna tensión, ningún conflicto. El otro no ofrece resistencia alguna. Finalmente desaparece como una especie de estampita folclórica o de testimonio pleno de la diversidad, sin concepto ni política ni lenguaje.”
   Y en esta última temporada, la conceptualización de la educación como un acto de resistencia y no de resiliencia; como un proceso de aprehensión de estructuras criticas de pensamiento, de corte político, y no una mera transferencia de instructivos prácticos,  instancia de adaptación a cierto oficio. 

   Y por supuesto, la denuncia de ese ser histérico, estúpido e irreflexivo: el “nuevo uruguasho”.  

   Sin embargo, y más allá de estos méritos, hay otro inicial, que acaso haya propiciado estos, y no tan notorio. En uno de los programas de la primera temporada, aquel sobre la interioridad, Sandino culmina preguntando qué ocurre cuando se da la catástrofe de la educación y la política, a las que había identificado como las prácticas sociales generadoras del sujeto, para terminar con la sentencia “No sé, yo sólo soy filósofo; no adivino”. La definición, convengamos, no es común y puede sonarnos incluso estridente. En estas épocas, ya nadie se dice filósofo, acaso ya ni haya filósofos. Quienes ejercen funciones propias de la reflexión compleja, prefieren ser conocidos como licenciados en filosofía, profesores de tal o cual prestigiosa institución, a lo sumo, ya rozando una pedantería culpable, pensadores. Decirse filósofo es una jactancia reprobable. Y esto no se debe a que la modestia campee en nuestras comunidades ni entre los intelectuales de ella; esto es parte de un proceso más complicado: aquel por el cual los dogmas y la posibilidad de asumir la palabra en nombre de otro, o incluso, por extensión, el tener una voz propia y original, fueron estigmatizados.
   Aquí cabe aclarar que con dogma, no me refiero al postulado irreflexivo y ajeno a la crítica propio de las religiones, sino al dogmatismo que ha existido en la filosofía, desde al menos que Tales de Mileto, transformado en hombre/mojón por el mote de la crítica de “primer filósofo”,  dijo “che, las cosas están hechas, todas, de agua”. Es el dogmatismo de asumir la palabra, de creerse digno de elaborar un pensamiento y que este, quizá sea la clave del universo. Pensamiento que puede ser reelaborado por su autor, por otro, y que puede ser criticado (lo cual presupone, por lo demás un acto de comunicación), porque tiene como base y búsqueda la razón: y es esta una diferencia esencial con las religiones.
Entonces, tenemos a un tipo que se proclama filósofo; es decir, tenemos un cambio en el sujeto que enuncia: del académico universitario, ser estándar y  genérico al que no puede exigírsele más que los conocimientos que presume su título, al filósofo, ser político no institucionalizable y cuya obra es promesa de iluminación.  Esta es una primera ganancia.
   Veamos ahora lo que produce este sujeto diferente. La obra del académico, a duras penas puede ser considerada un acto de enunciación (entendiendo este como un juicio pasible de ser reputado verdadero o falso). Sometida a un estricto método que prescribe como forma la validez del conocimiento que crea, se reduce a redactar aclaraciones o trabajos hermenéuticos sobre otros autores (estos sí llamados “filósofos”). Carente de una voz autentica propia y de la valentía de autoproclamarse con el poder de crear conocimiento transformador, no avanza sobre los grandes temas esenciales –la posibilidad de conocer, el origen de todo, lo uno y lo múltiple, la muerte, el sujeto, la política, etc–: su tarea es forjar un microsaber. Trabajar los detalles de lo que otros han dicho (el daimon en Sócrates, la noción de vivencia en Dilthey, la divinidad o no del logos heracliteano, y así y así y así…), jugar a que con eso se hace un aporte relevante al pensamiento, sin asumir las cargas del verdadero pensador, de, para valerse de un ejemplo, Dilthey, al arriesgar una estructura hermenéutica de interpretación y comunicación.
   En este esquema, no debe sorprendernos que el método –la apoteosis y fetichización del método– y la falta de vocación y decisión para abordar los grandes temas, proscriban de la obra de microsaber del micropensador al ensayo, así como a cualquier forma laxa que promueva la dilución de las fronteras, las falsas fronteras, entre los diferentes saberes. Citar a un literato es una herejía, el método lo prohíbe: ¡contaminaría el docto saber!
   Y es este licenciado (el “profesional de la filosofía”: expresión cínica y obscena) con su microsaber, buena parte de la vida académica y sus producidos: congresos, coloquios, publicaciones técnicas, cátedras universitarias; él, mirándose continuamente el ombligo, confiando en las absurdas escalas que llaman a uno licenciado, doctor o master, pujando por ascender en ellas, perdiendo el tiempo en crear ese inútil microsaber, exponiéndolo con vanagloria en jornadas organizadas a esos efectos: el onanismo académico. Y con él, el fetichismo de la academia, que le da más valor a los formas que ha instituido para crear saber que al saber mismo y que justifica su existencia en este intercambio de naderías. (Que estas palabras no se entiendan como la negación de la academia, que es necesaria y valiosa, pero en otros términos más abiertos y germinales). A espaldas de esto, ignorados, están los grandes temas y la sociedad.
   Hecho en la televisión para quien quisiera verlo, abierto, generoso, abordando y reelaborando, sobre elaboraciones previas de otros y sobre su propia sola razón, los grandes temas, denunciando y criticando las expresiones concretas de cada vicio social expresadas en los medios, la publicidad, la política electoralista, el programa del, digámoslo con ganas, Filosofo, Sandino Núñez, nos liberaba en cada episodio de la opresión del licenciado y su microsaber; nos inspiraba el afán de pensar por nosotros mismos, de crear y criticar, despiertos al menor detalle imperceptible, cada expresión, que usualmente damos por sentada, de nuestra realidad concreta, nuestra sociedad; nos exhibía brutalmente el valor y la función de pensar.  La filosofía como forma de vida, como necesidad y práctica inevitable, no como ejercicio profesional y rutina reglada.        
   Ha terminado el ciclo de Prohibido Pensar. Y si fuera el último, perderíamos ciertamente mucho más que un programa de televisión, y muchísimo más de lo que perderíamos si nunca más hubiera congresos ni publicaciones académicas. 


D.C

2 comentarios:

Maite dijo...

Ahhh...! sabias palabras, no puedo estar en desacuerdo ni con un párrafo,ni con una coma.
A veces, da la impresión de que buscar la enésima "nueva" interpretación de tal o cual filósofo,o de la crítica a uno de éstos, (algo así como re-justificar "que el tipo sabía")es para lo único que vale la pena leer un libro.Sepa, Castro, que cuenta ud. con un aliado.

Nota al pie dijo...

Muchas gracias, Maite! Ciertamente que es así, y la forma de enfrentar esto, es viviendo de otra manera, más abierta, comprometida y personal, la filosofía, el arte, el conocimiento todo.

Publicar un comentario