Toda historia es más compleja de lo que queremos suponer. Este es el caso de Esopo. Si atendemos a la tradición fabulística occidental, deberíamos aceptar que se trata de uno de los autores más prolíficos de la literatura occidental. Por si esto fuera poco, deberíamos concederle además un mérito mayor: no contento con haber escrito una copiosa bibliografía fabulística en época previa a Hesíodo (quien ya conoce una de sus fábulas), y que sería luego recopilada por Demetrio de Falero, no contento, digo, con esto, se permitió el lujo de seguir escribiendo y reformulando sus fábulas durante un período mayor incluso al de la historia del cristianismo. En efecto Esopo habría escrito fábulas ya desde el siglo VII a.C, habría proseguido su actividad durante toda la historia antigua (unos meros diez siglos), se habría dedicado a reformular, reversificar y pasar a prosa sus fábulas durante el Medioevo (otros diez siglos más, que de diez en diez parece que trabajaba el hombre) y a través de toda Europa; sin embargo, como verdadero maestro del género que era tras poco más de veinte siglos consagrados a él, no estaba pronto a retirarse. Por el contrario, cuando figuras como La Fontaine quisieron darle al pobre hombre un descanso, compuso numerosas fábulas para ellos, y modificó algunas que ya estaban medias viejitas para que estuviesen más a tono con la época. Entrado el siglo XX decidió tomarse una merecidas vacaciones. Sin lugar a dudas, si un adjetivo le corresponde, es el de incansable1.
Sin embargo, hay quienes quieren creer que Esopo no es más que un rótulo para delimitar un género que en la Grecia arcáica tenía fronteras endebles con otros como pueden ser el el mito, el símil, el proverbio y la máxima. Estos misifuses de la intelectualidad atacan con una plétora de sinrazones: argumentan que las diferencias de léxico, de estilo y principalmente, la imposibilidad de un hombre de prolongar su vida más allá de los límites naturales (e incluso de los límites de figuras de reconocida longevidad como Matusalén), parecen acusar que las fábulas de distintas épocas habrían sido escritas por distintos escritores. Esto es una simplificación absurda.
Hay otra solución aún más sencilla. Esopo logró lo que otros no: vencer a la muerte. Y no lo digo en el sentido figurado de que su obra ha legado su nombre a generaciones posteriores. Habló de algo concreto: el tipo no se muere, es como las cucarachas, no lo matas con nada. Claro está que no es el único que lo ha logrado, ni mucho menos, la historia está hastiada de muchachos que a partir de un berrinche existencial han logrado proezas metafísicas. Pienso por ejemplo, en el caso del conde de Saint-German, en Gautama Budha, en Jesús, en Dante (convengamos que pasear por la ultratumba como turista con máquina de fotos y salir vivo es digno de mención). Sin embargo una diferencia puede ser establecida de inmediato: Saint-German no deseaba morir; Jesús, con sus contactos privilegiados, la llevaba de taquito, y fue todo parte de un gran show; Gautama Budha no contento con no morir decidió fundirse con el universo entero. Sin embargo Esopo venció a la muerte para escribir fábulas. Tan sencillo como eso.
Se presenta de inmediato un problema a la mayoría de las mentes: ¿no es un propósito poco digno de una proeza como la inmortalidad?. ¿No sería mejor que, con experiencia acumulada a través de una vida tan extensa, se dedicase a cosas un poco más productivas?. Facilmente podría ayudar a los académicos en las más diversas cuestiones: ¿cómo era la fonética del griego antiguo?, ¿qué seña utilizaba el emperador para significar la muerte de los gladiadores?, ¿de verdad cantaba Nerón cuando el incendio de Roma?, ¿cuánto da dos más dos?, ¿qué le pidió verdaderamente Díogenes a Alejandro?, ¿qué aconteció con el supuesto romance entre el mesías y la magdalena?. Y tantas otras cosas.
Más curioso aún resulta que no se haya aburrido de rondarle siempre a los mismos temas. Que la vida es injusta lo sabemos todos, sin embargo sus temas predilectos, y quizá los más populares, sean justamente aquellos en los que un lobo se morfa una oveja, o un león a algún otro animalejo. El otro tema, el del animal astuto que vence al fuerte, también es muy popular, y es incluso la trama adaptada de muchisimas historias que han sido el deleite de todos2.
Ahora bien, ¿porqué una persona habría de obtener la inmortalidad para desperdiciarla en un sin propósito tan monumental?. Si esta pregunta atormenta al lector, creo que puedo al menos intentar una respuesta. Sospecho que este mítico esclavo, frigio o tracio, de un aspecto similar al de las abominaciones que ven los niños en sus pesadillas, debe haber descubierto que uno escribe por una razón. Normalmente uno escribe para no morir. Esto es cierto en varios sentidos. Escribimos porque tememos a la muerte, todo lo que hacemos, lo hacemos por temor a la muerte. Si esto es así, escribir es una de las formas de derrotarla, es uno de los medios disponibles para dominarla. Así cuando venga le diremos está bien, podrás ser una censora de la vida, pero jamás de los libros, y así robarle la dulzura de su triunfo. No le quedará más remedio que comprender que hemos empañado su victoria, y por lo tanto, deberá llevarse nuestra vida silbando bajito.
Está razón, claro está, no puede ser la razón esópica. No señor, de ninguna manera. Esopo lo que teme es lo contrario. Esopo teme la vida. Desde su más tierna infancia debe de haberse percatado de su inmortalidad y desde entonces ha estado escribiendo para morir. Una novedad, sin lugar a dudas, pues sería en esto el primero. Y quizá, el único. Así pues, si escribe para morir, debe haber algo en su obstinada redundancia de escribir siempre las mismas ficciones que sea la clave que cree que lo liberará finalmente del tormento de la vida. Dejemos el chiste fácil de lado, no creo que quiera ser devorado por el rey de los animales. Más bien, imagino que desea un nuevo final para la fábula del viejo aquel que se encontraba con la muerte. En efecto, cuenta, como no, Esopo, que un viejo cargaba leña, solo y achacado por los años, no andaba ya para esos trotes, cuando había armado el paquete, e intentaba cargarlo, se le cayó, y toda la leña se desperdigó por el piso. Cansado por lo que consideraba su mala suerte, se puso a proferir amenazas a la muerte, para que se apersonase de inmediato. La muerte, como sabemos, es mujer, y por lo tanto caprichosa, así que decidió, por capricho, aparecersele al anciano, a ver que demonios quería. Al verla, el anciano tan solo le pidió ayuda para cargar la leña.
Quizá esta fábula no sea, una fábula, quizá sea la clave de todo. Si el viejo era Esopo, podemos aprender dos cosas: a) Esopo no goza de juventud eterna, si no simplemente de inmortalidad; b) siempre fue un poco miedoso. Ahora resulta más comprensible, que tras veinte siglos le haya cedido la posta (al menos en parte) a La Fontaine, el pobre ya no podría ni escribir con un cuerpo tan decrépito. También se entiende que no tengamos fábulas suyas en este último siglo. El pobre está sentado esperando, que alguien, tenga el coraje de reformular esa fábula, una versión que le permita morir, una versión en la que el viejo bese a la Muerte, una versión en la que ella lo recompense por darle su amor, y lo liberé del tormento de la vida. Hasta entonces, querido viejo, danos al menos una fábula nueva, ¡que ya estamos cansados de los refritos!.
(A.M)
1Hay quienes argumentan que mejor le correspondería el de insoportable. No carecen de razones, después de todo hablamos de un hombre que estuvo refritando los mismos textos casi durante veinticinco siglos.
2En más de una ocasión se nos dice que Moriarti es superior a Holmes, cosa que parece poco importarle a Sir Arthur Conan Doyle. Las películas hollywoodenses están llenas de argumentos similares: piensese sino en el infame final de Terminator 1 donde un humano derrota a una máquina asesina perfecta, a partir de su ingenio (esquema que por lo demás se repite en las otras películas de la saga, valga el cambio de humanos por el mentado robotito contra otros robots superiores en capacidades).