jueves, 26 de abril de 2012

(90) And your bird can sing: Paul McCartney en el Estadio Centenario.


   Benedetto Croce dijo que todas las artes aspiran a la música, porque esta es sólo forma. Si tomamos por buena la afirmación precedente, cualquier subjetividad, emoción o sentimiento que la música inspire estaría desterrado del discurso que de ella elaboremos inmediatamente. Esto es, en algunos casos, no sólo imposible sino incluso ridículo. El concierto que dio Paul McCartney en Montevideo el pasado 15 de abril es uno de esos casos.
   Rápidamente es menester marcar esta aclaración: no es que sea imposible porque haya sido musicalmente desastroso y apenas si a partir de apelar a ciertas emotividades se pueda valorar en algo el show. Muy por el contrario, fue una demostración magistral de talento compositivo e interpretativo. Durante esas tres horas, en las que no se tomó siquiera un respiro, McCartney y su banda no desafinaron ni una vez, no erraron una nota: cada canción fue una compleja construcción ofrecida de la manera más simple y natural, como si los hombres nacieran con un bajo, una guitarra, un piano, y no fuere sino inevitable que lo ejecutaran a la perfección, con aire familiar, cotidiano. Lo que ocurre, lo que hace imposible acatar la sentencia de Croce, es que limitarse a un a una crítica técnica de la presentación en el Centenario sería insuficiente para dar cuenta de lo que allí ocurrió. Sería mezquino, ingrato, y punto.
   Todo comenzó el día en que se pusieron a la venta las entradas. Acaso, el punto más flojo de toda la organización. En cuarenta minutos ya se habían agotado y nadie sabía como demonios había ocurrido todo tan rápido. Euforia de quienes tenían su ticket; enojo, depresión y suspicacias de aquellos que no. Y de mar de fondo de este estallido emotivo, el cínico facilismo de que allí estaba el delay uruguayo (porque a estas tierras todo llega tarde) de la beatlemanía. Facilismo y torpe, por cierto. Si bien es notorio, como en todo lugar en el que se presenta alguien como McCartney, que algunos fueran sólo motivados por el hecho de ver a una figura legendaria, aunque no conocieran mucho de su obra o fuera siquiera realmente de su gusto, la mayoría lo hacía por razones de estricta sensibilidad. Los Beatles, como bien signa Humphrey Inzillo en su formidable nota sobre el show para la revista Rolling Stone1, dejaron una huella notable en la cultura uruguaya, de las más firmes en el mundo hispano. Su música, afín a nuestra sensibilidad, la conquistó y modeló (y modela) incansablemente desde los albores de la década del sesenta. Muestra de ello, son los incontables artistas nacionales, de los más disimiles orígenes y estilos, que fueron tocados e influidos por la obra beatleniana. Y naturalmente, allí donde una sensibilidad artística es acariciada, la emotividad toda se remueve y esos ritmos acompañan a los ritmos de la vida. Para sus escuchas, nada cuesta asociar una canción de Los Beatles, a cada uno de sus días.
Sobre el final de show, el propio Paul y su tecladista, cual banderilleros por Isla de Flores una noche de llamadas, ofreciendo los pabellones -oriental y británico- al viento.
   
   Personalmente, me es imposible recordar cuando escuché por primera vez una canción de Los Beatles. Esto no es una confesión de mala memoria, sino de precocidad: aún antes de entender que significaban las letras, aún antes de siquiera poder entender traducidas que significaban, a los 4 o 5 años, ya las andaba tarareando por los corredores de mi casa, por obra y gracia de mi padre. Para mi, Los Beatles, y Paul McCartney, claro está, eran como axiomas, datos a priori a mi conciencia; estaban allí desde siempre, como un canon que prescribía qué era la música. Y eran, inevitablemente, de esos amigos íntimos y secretos que da el arte, simpatías incondicionales ganadas a fuerza de talento, como pueden serlo Borges, Dolina, Zitarrosa (a penas si por citar algunos). Así, nada cuesta imaginar mis primeras caratulas escolares, en las que dibujaba la batería de la banda con el logo característico, mi auriculares sonando en las liceales clases de dibujo con St. Pepper -en la regla t también estaba estampado The Beatles: calco mediante de la tapa del disco Past Masters-, o las lagrimas ante la noticia de la muerte de George, en noviembre del 2001. Nada cuesta imaginar que su música me acompañara en cada pena o alegría, hasta este 15 de abril.
   Esta declaración, algo así como el largo prologo a la inesperada presencia de Paul en el Uruguay, y que bien puede multiplicarse por miles de los que estuvieron esa noche en el Centenario, no tiene otra modesta finalidad que situarnos en los instantes previos al show, en su emotividad, en su expectativa. Y, a partir de ello, que el lector sospeche (o si es que estuvo allí, reviva en clave personal), cuanto pudor haberse sentido durante el show; porque ello, al igual que aquellas sensaciones que contaba en mi nota anterior sobre Valizas2, es inenarrable. El lenguaje fracasa y sólo puede lamentar amargamente su impotencia; con ese lamento, señala que allí hay un algo trascendente, nos acerca a su significación, la rodea, coquetea con sus sensaciones sin llegar a rozarlas: nos deja el gusto de haber llegado, y sin embargo, no haber llegado a ese “algo”. Podríamos mencionar el momento extático, y sólo creíble con el paso de los minutos, en el que McCartney apareció en escena y comenzó los primeros acordes de Hello, goodbye; el estallido beatlemaniaco con All my loving y The night before; la suave intimidad de Yesterday o Blackbird; las lagrimas inevitables con Something para George; la locura pirotécnica de Live and let die (¿a quien no se le cayeron las medias con esos fuegos?); la simple magia de Hey Jude o Let it be; y el rock & roll más puro y duro con Helter Skelter, Get Back, Day Tripper, Back in the U.S.S.R. Podría agregar que hubo un momento, un instante, en que legítimamente sentimos que no dejaría de tocar nunca, que no bajaría del escenario, y que la vida sólo sería música. Podría agregar que fue una magia compartida, que entrecruzaba años e historias -yo mismo pude vivirlo, acaso como otros, no sólo con amigos, sino también con mi padre, aquel que me inició en esas escuchas: merito que lo hizo acreedor a una entrada-. Pero todo cuanto pudiera decir, sería vano. Lo que ocurrió esa noche, fue simple e intima felicidad. Nada más puede decirse.
   El domingo 15 de abril de 2012, Paul McCartney se presentó en el Estadio Centenario. Fue música pura, en su mejor expresión. Y aún más, mucho más.


D.C


ADVERTENCIA: de ninguna forma debe verse en estas palabras una vindicación de la emotividad sobre la música en sí misma, viejo recursos de los artistas ayunos de todo talento. Lo que importa es la música como arte, como complejo tramado sonoro, no si una canción me hace llorar o acordarme de mi abuela. Estas derivaciones sólo valen o interesan en una segunda o tercera instancia, una vez lograda la primera, que es la probidad artística. Y esto, es lo que ocurrió con McCartney, y por eso me permití este discurso que trasuntaba por sensaciones. Por cierto, aprovecho para instar vivamente a que se escuche y con mucho detenimiento a The Beatles. Más de una vez subestimados por su carácter de masivos, tienen una obra riquísima y especialmente compleja. Bien vale la pena calzarse los auriculares y escuchar varias veces cada canción (esto es casi obligatorio con los discos posteriores a su retirada de las actuaciones públicas, allá por 1966, si se los quieren valorar a cabalidad), y prestar atención a las líneas rítmicas, al dibujo sonoro de cada instrumento. Nos encontraremos con una obra maravillosa, de delicado y obsesivo orfebre.

3 comentarios:

Danatoth dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Alvaro Berro dijo...

Hago total acuerdo con lo expresado en este artículo. En lo que a mí respecta, no tuve el privilegio de acceder al estadio, apenas pude disfrutar de la última hora mediante la pantalla del IMPO, en la explanda. No obstante lo cual, fue de las pocas veces en que mis expectativas se vieron superadas por la realidad. No soy experto en música, tan solo sé que el arte persigue la trasmición de sensaciones, tanto gratas como removedoras y en este sentido es que pienso que este concierto me impacto sobremanera, no solo por la excepcional calidad técnica de ese Gigante de la Música, sino también por su poder de comunicación, por su invitación a compatir el disfrute a través de la calidez y el reconocimiento. Fue verlo en vivo y darme cuenta por que los Beatles eran, son y serán, los que como nadie supieron eliminar las distancias entre el escenario y la plantea.

Nota al pie dijo...

Así es es, así es. Bienvenido a Nota al pie, Alvaro!

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