Era 1948. Ya había culminado la Segunda Guerra Mundial. Ya habían sido juzgados los jerarcas del nacionalsocialismo alemán en Nuremberg. Y mientras la Asamblea de las Naciones Unidas aprobaba –tras una afectada fachada de concordia entre los pueblos y vindicación de la dignidad humana– la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, Jorge Luis Borges publicaba “El Aleph”. Sobre el noveno cuento de ese volumen, signaba en el epílogo: “quiere entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros ‘germanófilos’, que nada saben de Alemania”.
Deutsches Requiem es el discurso –acaso confesión, y en ese caso, macabra confesión– del subdirector del campo de concentración de Tarnowitz, la víspera a su ejecución por homicida y torturador, en que explora su destino y las sensaciones que le sugiere. “Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.” Con estas palabras, preludia su relato Otto Dietrich zur Linde; con estas otras, que iluminan la interpretación de las primeras, le da fin: “Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo’. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado’. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo’. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.”
Más allá del talento enorme para elaborar una precisa meditación en primera persona de la intrincada y laberíntica conciencia de un genocida, más allá de la provocativa perversidad del carácter del personaje, más allá del delicado sustento intelectual de cada idea, más allá del arte, podemos leer una reflexión filosófica en Borges aparentemente ajena a ese tiempo: ¿acaso no es un desatino establecer que se ha impuesto por única ley la violencia, cuando quienes encarnaban esa violencia han sido derrotados por los adalides de la libertad? ¿No es una insensatez pronosticar que el hábito del mundo será la muerte y la tortura cuando tras la guerra se respiran aires de democracia y Derecho?
Sesenta y tres años después –y en ellos Corea, y Vietnam, y la promoción de las dictaduras homicidas sudamericanas, y Afganistán e Irak, y aún más– los Estados Unidos de Norteamérica vulnera la soberanía pakistaní, irrumpe en una residencia y ejecuta a un miembro de la realeza saudita sospechado de comandar el atentado contra el World Trade Center. No hay juicio ni condena acorde al Derecho, no hay resistencia del muerto: un homicidio sumario.[1] El cuerpo, abrazado a un lastre, es lanzado al mar con prontitud. Luego sabremos que el dato para llegar hasta aquel hombre fue obtenido a través de la tortura, en una base de detención donde la regla del trato es la tortura. Luego escucharemos al organismo máximo del Derecho Internacional, aquel que en sus documentos prohíbe y censura el apremio físico y el asesinato, las Naciones Unidas, y a los gobiernos que promovieron su formación, vitorear y alabar la empresa cowboy. Y luego, la estúpida y paranoica disputa sobre la veracidad de lo ocurrido, el juego de lo (no) mostrado. Y nada de eso, de la realidad de la noticia, importa. Lo que importa es que el hecho es inscribible dentro de las prácticas apolíticas actuales; en ese sentido es irremediablemente cierto porque ya no hay límites para lo cierto, creíble o increíble: es del orden de lo hiperreal, como dijo Sandino Núñez. Este pensador, escribió en su blog, poco tiempo atrás, cuando los bombardeos a Libia, sobre las campañas de los Bush: “Son operaciones de cirugía grosera: la invasión a Panamá para llevar a Noriega a la justicia americana, la devastación de Afganistán para neutralizar el peligro Talibán, la destrucción de Irak para derrocar a Saddam. Operaciones completamente inverosímiles cuya verdad es precisamente la incongruencia, la exhibición inmotivada de un poder mecánico absoluto: lo Real. Como Jason Voorhees, el machetero enmascarado de Viernes 13. Detrás no hay nada, ninguna ideología, ninguna justificación, ninguna compleja operación de inteligencia militar o de diplomacia. Sólo hay, vagamente, el eco de un mandato simple y psicótico: un empuje ciego, la voz en la cabeza del psychokiller”. Y sobre quien ordenó esos bombardeos, el premio Nobel de la Paz[2], Obama: “Los Clinton-Obama en cambio se condenan a hacer guerras retorcidas, perversas e hipócritas. Procederán constitucionalmente, nunca irán solos, ni en alianzas que no tengan cierta legitimidad previa, reunirán al Consejo de Seguridad de la ONU, operarán en bloque con la OTAN y otros artefactos, apelarán a coartadas legislativas o humanitarias”. “Pero allí donde Bush había impuesto el orden (las armas y el poder sobre el sentido), Obama parece no tener más remedio que volver al simulacro (de sentido), es decir, a la corrección: pues él es la cara buena de un mundo cuyo chasis, en definitiva, es el mismo que el de Bush: megamáquina militar, giganegocio de la energía.” Y a partir del contraste de los dos estilos, Núñez nos interpela: “¿A qué este simulacro de sentido político que se muestra como doblemente hueco además, ya que lo que se está combatiendo es, en última instancia, la aparición del sentido político mismo —ése que está encarnado, para el caso, en revueltas civiles del mundo árabe contra la opresión y la miseria, por trabajo, libertad, bienestar, etc.?”[3]
En este punto de la nota, las palabras de Borges comienzan a tener otra dimensión. De correr el albur de ser contrarias a su tiempo y una notable ficción, a ofrecerse como el punto de partida para entender nuestra realidad. Es que la Administración Norteamericana, con o sin hipocresía progresista, es una expresión de aquel destino que prometía zur Linden, una forma mutante de él. No eran las timideces cristianas sino el afán de sentido contra lo que se rebelaba en última instancia la demente avanzada nazi. En el relato, zur Linde opera de manera paradojal; presenta un mundo con sentido, una explicación con sentido, y todo sobre una estructura pensable, pero lo hace para instalar el no-sentido de la violencia. En su punto, era una tarea inacaba; hoy, no. Tuvo éxito, acaso, con un aliado insospechado: el capitalismo de consumo.[4] Él ha matado esas pretendidas estructuras de sentido, facilitando el reino de la violencia más inmotivaba. Y así el empuje Bush-Obama contra ese supuesto fantasma del terrorismo. No hay manera de razonarlo ni entenderlo; sin justificar los actos, no hay manera de limitarlos, de sopesar sus consecuencias. Es el psychokiller del que nos hablaba Sandino. Finalmente, era cierto; el destino es curioso. La ley de la espada venció en 1945. Estableció las bases para la irracionalidad actual: la derrota concreta nacionalsocialista, fue la victoria simbólica de su predica de furia, orden y poder sin sentido. Y como en el caso alemán, estos mecanismos que determinaron el nuevo orden, acabarán por destruir, ya lo están haciendo, a la nación que los ha procreado, los Estados Unidos. Así la última crisis económica de ese país, merito del capitalismo sin bandera. Así, las guerras empantanadas a las que lo lleva el lobby de la industria bélica. Así, la paranoia de la amenaza terrorista como negocio del poder y el mercado.
El cuento de Borges culmina horas antes de la ejecución. Pero podemos imaginarla, aunque en ello pequemos de cinematográficos. Zur Liden avanza impasible hacía la improvisada horca.[5] Ante el verdugo, no acepta que le cubran el rostro. Le colocan la cuerda en torno al cuello. Está atado de manos, mas no de pies. No se resiste, no lucha. La cámara, lentamente, hace foco en sus parpados; límpidos y orgullos, ni una sombra de consciencia o temor les es macula. En su brillo vemos el sabor perverso de la victoria secreta que paladea. Acaso alguno de los presentes lo ha advertido y no lo entiende y se horroriza. Sentimos un torpe ruido de maderas: sin dilaciones ni solemnidades, han pateado la escalera que sostenía en la vida a zur Linden. El cuerpo comienza a balancearse; entra y sale de foco, porque la cámara no se mueve ni se aleja. El alemán no lucha ni entorna los ojos. Finalmente, el cuerpo deja de moverse. Ante cámara vemos aquellos mismos parpados, en los que el brillo se va apagando y entonces, ya sin luz, dejan traslucir una imagen: es un futuro atroz, el que soñó zur Linde, y que nos es sospechosamente familiar.
(D.C)
[1] La fuente gubernamental norteamericana indica que sí hubo resistencia, pero sin armas. Ahora, ¿cómo puede ofrecer resistencia, sin arma alguna, un sexagenario ante una tropa armada cuyo entrenamiento diario y oficio es la muerte? Exijo una explicación.
[2] Tengo la expectativa de que se haya sacado la medalla del Nobel del cuello para ordenar esas acciones militares. Sí, soy un hombre de sueños modestos.
[3] Recomiendo absolutamente la lectura del artículo respecto del asesinato de Bin Laden, análisis infinitamente superior a este, de Sandino Núñez en su blog: http://sandinonunez.blogspot.com/2011/05/bin-laden-es-bin-laden.html
[4] Esto no es tan sorprendente, si consideramos que se ha sostenido que los campos de concentración, fueron la expresión más radical, aplicada sobre la vida humana misma, del esquema de la revolución industrial y su positivismo descarnado: maquinas exactas de matar en serie, de la manera más eficiente posible.
[5] Sé que Borges marca al comienzo del relato que zur Linde será fusilado, pero eso una libertad de este juego cinematográfico que he propuesto. Por lo demás, la tradición preceptúa que los soldados son fusilados como forma de ejecución de la condena a muerte. Sin embargo, a los jerarcas nazis se les negó ese “privilegio”, porque la aberración de sus crimines excedía los desbordes de la guerra: era genocidio, vejaciones de lesa humanidad.
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