De rápida, somera y acaso indiferente deglución por la crítica, Shutter Island merece algo así como una relectura (con perdón de la metáfora).
Si bien mi intención es ahondar en ciertos conceptos que trasuntan la película, no puedo no hacer mención a algunas felicidades artísticas. Hay un barroquismo, un exceso, en los colores y en expresiones de la realidad que acercan a la narración, ya desde lo formal, al ámbito del sueño y la imaginación. Así, la niebla que cerca al barco antes de su arribo al puerto, tan espesa que no permite ver nada fuera de él y que es apenas si el preámbulo del ambiente opresivo de todo el film (y que podría recordarnos a la escena en que la oscuridad se engulle la nave del protagonista en “La línea de sombra” de Conrad). Así, la tormenta que se desata poco después que Edward Daniels (personaje de Di Caprio) llega a la isla.
La niebla y la nave. |
Otro merito artístico, es el mencionado sentimiento de opresión: estar encerrado en algo de lo cual no se puede salir, de límites difusos y que parecen lindar con la piel o la propia alma, que no es la isla, ni las instalaciones, ni las celdas, sino, como se advierte con el final, un estado mental, una contradicción vital, un absurdo.
Ahora cabe explayarse en las ideas que nos esperan en los pliegues de la trama. Por lo tanto, aquellos que no hayan visto la película, tengan pretensión de verla y consideren en mucho el valor de la sorpresa como efecto del arte, limítense a clickear en la “x” que se encuentra en el ángulo superior derecho de su monitor y huyan lo más rápido posible de la sala. Ya sólo con los que la han visto, o aquellos a los que poco les importa la andanada de revelaciones que se vienen en esta nota, comenzaré por decir que el protagonista estaba loco. Y lo digo, sólo para poder poner en entredicho semejante afirmación.
El agente Edward Daniels llega a la isla, que tiene por toda instalación a una cárcel para dementes que han cometido delitos graves, junto con su nuevo compañero, Chuck Aule, a resolver la misteriosa desaparición de una paciente, Rachel Solando, internada allí acusada de ahogar a sus tres hijos. A Daniels lo aquejan hasta el delirio sus memorias: la liberación de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, y la muerte de su esposa en un incendio intencional. Rápidamente, comienza a dudar de cuanto ve en la isla, y en especial, del director del servicio psiquiátrico, John Cawley. Una feroz tormenta le impide partir de la isla, entonces, decide investigar más. Se entrevista con otros pacientes; unos de ellos, le dice que tiene que escapar de allí, y se altera cuando escucha el nombre de Andrew Laeddis. Laeddis era el hombre que había incendiado el apartamento de Daniels, y ocasionado la muerte de su esposa. El agente admite que aceptó el caso sólo para acercase a Laeddis. Lo busca. Tras perderse entre los pabellones, tiene un perturbador encuentro con él, reja de por medio. Sigue su exploración por la isla. En una cueva cercana a la costa, una doctora que allí se oculta lo convence que en el establecimiento se ensaya con la mente humana. El lugar clave es el faro. Hacía allí va. No encuentra nada; sólo a Cawley, que se presta a explicarle la situación: todo era una ficción, una puesta en escena. El bluff no era caprichoso, seguía punto a punto su propio delirio, para, al verlo en la realidad, hacerlo consciente de la misma, permitirle emerger al mundo desde las sombras de su mente. Él es Andrew Laeddis. Él es un paciente de la institución. Él está allí porque asesinó a su esposa, tras encontrar que ella había ahogado a sus tres hijos en un lago. Había ganado y perdido la noción de ello, y este era el último intento para lograr una cura sin llegar a la lobotomía, que acabaría con sus recuerdos.
Daniels/Laeddis delirando con su esposa muerta. |
Ahora, formulemos como una interrogación lo que antes fue un aserto, ¿el protagonista estaba loco? Deliraba, claro está, pero la estructura de su delirio era exquisitamente racional, simbólicamente perfecta. No era capaz de asumirse como el hombre que mató a su esposa, así que se inventó un alias, Edward Daniels, formado con las exactas letras de su nombre, y dejó su propio nombre para el asesino. A su vez, le da a Laeddis una herramienta homicida diferente a la original: en su ficción, no mata a su esposa con un revolver, sino a partir de un incendio. El fuego, metáfora de la purificación, para expiar a su esposa del crimen de sus hijos, ese crimen que atribuye a una tercera, cuyo nombre, Rachel Solando, también es un anagrama, en este caso, del de su esposa: Dolores Chanal. Busca a esa mujer, la que mató a sus hijos, porque no puede reconocer en ella a su esposa. Su locura es asombrosamente razonable.
Convengamos que una madre que ahoga a sus hijos, o un hombre que mata a su esposa (más allá de cualquier chiste machista al que le insto abstenerse), son actos absurdos, renegados de sentido. Y es de ello, de sentido, que los dota la fantasía elaborada por el protagonista. Los estructura, los hace símbolos de expiación o justificación, los atribuye a personajes coherentes con dichos procederes, les impone la analogía comprensiva. Como ejemplo de esto último, la insistencia de su imaginación en el fusilamiento, en que acaso participó, de los oficiales alemanes tras la liberación del campo de concentración, insistencia auspiciada por la necesidad de afirmar el principio, que no conscientemente quería aplicar a su esposa y con ello justificar su propio crimen, que el mal debe ser castigado.
Entonces, ante la realidad absurda, el discurso creador de sentido de Daniels, ¿es el discurso de un loco? ¿En que punto se instituye el discurso de la locura? Ciertamente que si estriba en el sentido, en este caso la realidad queda del lado del mostrador que amerita ser medicado. Podríamos establecer, temerarios, que es el discurso que no se ajusta a lo real. Y no pocos problemas nos traería esto. Primero, lidiar con un concepto tan indeterminado como “la realidad”, sometido a diferentes concepciones e interpretaciones, caprichoso a los sentidos y la razón. Por lo demás, lo real concreto desligado de todo sentido y (al menos pretensión de) verdad, en nada tiene que ver con la racionalidad; al contrario, acaso sea una presunción de demencia. Dar cuenta de la mera existencia, ser una maquinaria biológica…
Hemos dicho que el dictamen correcto sobre la existencia o no de algo de la realidad, no basta para hablar de racionalidad. Hemos dicho que cierta necesidad de sentido parece reclamarse. Ahora, ¿que formas debe adoptar ese sentido? El final de la película puede iluminarnos. Tras ese último intento de sanación, nuestro protagonista parece curado. Sin embargo, al día siguiente, cuando su medico, que en la elaborada ficción obraba de nuevo compañero del agente Daniels, se acerca y entabla conversación, los signos del delirios vuelven a recorrer sus palabras. Pero sus últimas, justo antes de ser trasladado a la lobotomía y las sombras permanentes, son extremadamente perturbadoras: “¿qué es peor: vivir como un monstruo, o morir como un buen hombre?". Y allí está el elemento que nos faltaba: la consciencia. El discurso del sentido debe articularse y desdoblarse en el metadiscurso de la consciencia. Algo así como en el arte: saber que eso es una ficción. Conocer la realidad y que es absurda, pero rebelarse en busca de un sentido.
La consciencia. Ese punto de lucidez que le permitió a Laeddis elegir, al fin, entre el hombre y el monstruo. El punto de la razón.
(D.C)
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