viernes, 27 de mayo de 2011

(39) Acto 2, escena 2. Romeo y Julieta. (William Shakespeare)

Dejo a continuación un fragmento del acto 2, escena 2 de la tragedia shakespeareana "Romeo y Julieta". Debo disculparme con los lectores por partida doble. Por no encontrar una mejor traducción al español (no digo que no la haya, sino que la que encontré es muy mala) y además por elegir un texto anglófilo. Se trata de la famosísima escena del balcón.


Juliet
'Tis but thy name that is my enemy;
Thou art thyself, though not a Montague.
What's Montague? it is nor hand, nor foot,
Nor arm, nor face, nor any other part
Belonging to a man. O, be some other name!
What's in a name? that which we call a rose
By any other name would smell as sweet;
So Romeo would, were he not Romeo call'd,
Retain that dear perfection which he owes
Without that title. Romeo, doff thy name,
And for that name which is no part of thee
Take all myself.
Romeo
I take thee at thy word:
Call me but love, and I'll be new baptized;
Henceforth I never will be Romeo.
Juliet
What man art thou that thus bescreen'd in night
So stumblest on my counsel?
Romeo
By a name
I know not how to tell thee who I am:
My name, dear saint, is hateful to myself,
Because it is an enemy to thee;
Had I it written, I would tear the word.
Juliet
My ears have not yet drunk a hundred words
Of that tongue's utterance, yet I know the sound:
Art thou not Romeo and a Montague?
Romeo
Neither, fair saint, if either thee dislike.
Juliet
How camest thou hither, tell me, and wherefore?
The orchard walls are high and hard to climb,
And the place death, considering who thou art,
If any of my kinsmen find thee here.
Romeo
With love's light wings did I o'er-perch these walls;
For stony limits cannot hold love out,
And what love can do that dares love attempt;
Therefore thy kinsmen are no let to me.


JULIETA


Mi único enemigo es tu nombre. Tú eres tú, aunque seas un Montesco. ¿Qué es «Montesco» ? Ni mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. ¡Ah, ponte otro nombre! ¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa sería tan fragante con cualquier otro nombre. Si Romeo no se llamase Romeo, conservaría su propia perfección sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre y, a cambio de él, que es parte de ti, ¡tómame entera!


ROMEO 


Te tomo la palabra. Llámame « amor » y volveré a bautizarme: desde hoy nunca más seré Romeo.


JULIETA


¿Quién eres tú, que te ocultas en la noche e irrumpes en mis pensamientos?


ROMEO


Con un nombre no sé decirte quién soy. Mi nombre, santa mía, me es odioso porque es tu enemigo. Si estuviera escrito, rompería el papel.


JULIETA


Mis oídos apenas han sorbido cien palabras de tu boca y ya te conozco por la voz. ¿No eres Romeo, y además Montesco?


ROMEO 


No, bella mía, si uno a otro te disgusta.


JULIETA 


Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y por qué? Las tapias de este huerto son muy altas y, siendo quien eres, el lugar será tu muerte si alguno de los míos te descubre.


ROMEO 


Con las alas del amor salté la tapia, pues para el amor no hay barrera de piedra, y, como el amor lo que puede siempre intenta, los tuyos nada pueden contra mí.




Debo admitir que nunca me pareció mala esta versión, no es la mejor, que lo se muy bien, pero tampoco me parece mala.  

martes, 24 de mayo de 2011

(38) En el bosque. (Ryūnosuke Akutagawa*).

Declaración de un leñador interrogado por el oficial del Kebiishi:

-Sí, señor, es verdad; fui yo quien encontró el cadáver. Esta mañana, como de costumbre, había salido a cortar leña y encontré al muerto en el bosque que está detrás de la montaña. ¿El lugar exacto, dice usted? Pues, a unos ciento cincuenta metros de la carretera a Yamashina. Es un lugar solitario, poblado de bambúes, con algunos cedros entre ellos.
El cuerpo estaba tendido de cara al cielo; vestía un kimono de seda violáceo y llevaba un gorro al estilo Kyoto. Una herida de katana le atravesaba el corazón, y las hojas de bambú que lo rodeaban estaban teñidas de rojo. No, no perdía más sangre en ese momento. Creo que la herida estaba seca; un tábano, de tan pegado que estaba a ella, ni siquiera sintió mis pasos.
¿Si vi alguna katana o algo parecido? No, no vi nada de eso, señor. Solamente encontré una cuerda junto al tronco de un cedro que había cerca el cadáver. Y..., ah, sí; también junto a la cuerda había un peine. Eso fue todo lo que vi. Daba la impresión de que ese hombre había luchado antes de ser asesinado, porque las hierbas y las hojas que había a su alrededor estaban bastante pisoteadas.
-¿Había algún caballo cerca del lugar?
- No, señor. Es un lugar inaccesible para esos animales; está separado de la carretera por un bosque de bambúes.

Declaración de un sacerdote budista interrogado por el oficial del Kebiishi:

-Es cierto. Ayer me encontré con el desdichado hombre. Ayer ... sería cerca del mediodía. El lugar es la carretera que conduce de Sekiyama a Yamashina.
El hombre caminaba en dirección a Sekiyama acompañado por una dama que iba a caballo. No alcancé a ver el rostro de esta dama pues lo llevaba cubierto por un velo. Únicamente pude ver el color de su kimono, que era lila claro. El caballo era un alazán de finas crines. ¿La estatura de la dama?... algo así como un metro y medio. Como sacerdote, no estoy habituado a fijarme en esos detalles. El hombre iba armado con katana, arco y flechas. Particularmente recuerdo la aljaba negra, donde llevaba unas veinte flechas.
No podía imaginar que a ese hombre le aguardara semejante destino. En verdad, nuestra vida es comparable al rocío del alba o a un destello fugaz. ¡Lamento tanto la suerte de ese hombre que no encuentro palabras para expresar mi sentimiento!

Declaración del policía interrogado por el oficial del Kebiishi:

-¿Quién es el hombre que arresté? Es el famoso bandolero Tajömaru. Cuando procedí, él había caído del caballo, y gemía echado sobre el puente de Awataguchi. ¿Cuándo? Fue en las primeras horas de anoche. Recuerdo que aquella otra vez en que fracasé al intentar arrestarlo, también llevaba ese kimono azul y esa larga katana. Esta vez, como ustedes ven, lleva además arco y flechas. ¡Ah! ... ¿De modo que el arco y las flechas son iguales a los del muerto? Entonces es seguro que este Tajömaru es el asesino. El arco enfundado en cuero, la aljaba negra y las diecisiete flechas de pluma de halcón, seguramente eran del samuraí. Sí; el caballo era, como usted dice, un alazán de finas crines. Pastaba cerca del puente, con las riendas sueltas. Seguramente por una ironía del destino, Tajömaru fue arrojado por el mismo caballo que robó.
Este Tajömaru es el mujeriego más famoso entre los bandidos que merodean por la capital. El año pasado una creyente y su criada fueron asesinadas en un monte, detrás de la estatua de Píndola del Templo Toribe, y se rumoreó que había sido obra de este bandido. Si es Tajömaru el asesino del samuraí, vaya uno a saber qué ha sido de la dueña del alazán.
Si se me permite una palabra, sugiero la conveniencia de averiguar la suerte que corrió la dama.

Declaración de una anciana interrogada por el oficial del Kebiishi:

-Sí, señor; el cadáver es del hombre que se casó con mi hija. Él no era de la capital; fue samuraí en la ciudad de Kokufu, en la provincia de Wakasa. Su nombre es Takejiro Kanazawa y tenía veintiséis años. No, señor, él era una buena persona y no creo que haya sido víctima de alguna venganza.
¿Mi hija? Su nombre es Masagu, y tiene diecinueve años. Es impulsiva, pero dudo que haya conocido otro hombre aparte de Takejiro. Es de cutis moreno y su cara es pequeña, ovalada, y tiene un lunar cerca del ojo izquierdo.
Ayer, Takejiro y mi hija salieron para Wakasa. ¡Quién podía imaginar esta tragedia!
¡Qué será de ella! Pues si bien estoy resignado por la suerte de mi yerno, quisiera saber qué ha ocurrido con mi pobre hija.
¡Por los cielos, señores, no dejéis piedra sin remover hasta encontrarla!
A quien odio es a ese asesino, Tajömaru, o como se llame... A él, que no sólo es mi yerno, sino también a mi hija... [llora y no se entienden sus palabras].

Confesión de Tajömaru

-Sí, señor comisario; yo maté a ese hombre, pero no a la mujer.
¿Qué, adónde fue? No sé nada. ¡Eh! Déjeme en paz; no me apremien porque no podrán obligarme a decir lo que no sé. Además, no tengo esperanzas de salvarme, así que no veo por qué he de ocultar detalles.
Bueno, fue así:
Ayer, poco después del mediodía, me encontré con esa pareja. Justamente una leve brisa levantó el velo de seda que cubría el rostro de la mujer, y la vi apenas. Digo apenas, porque inmediatamente volvió a ocultarlo. Quizás por eso me pareció tan hermosa como la sagrada Bodhisattva. Y desde ese instante decidí conquistarla, aunque tuviera que matar al hombre que la acompañaba.
¿Qué dice? Vea, para mí, matar a un hombre no significa gran cosa, como usted creería.
De todos modos, para poseer a la mujer había que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo mato con katana, y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo, pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal, yo o ustedes. [Sonríe con ironía.]
Sin embargo, era mejor proceder evitando la muerte del hombre. Y opté por ello. Pero era imposible ejecutar mi propósito en la carretera (que conduce a Yamashina). Entonces inventé una historia para internar a la pareja en la montaña.
Resultó fácil. Empecé a caminar con ellos, y les conté que había descubierto una vieja tumba en la montaña, hallando una considerable cantidad de sables y espejos antiguos, que luego había trasladado clandestinamente al bosque de bambúes, y que de encontrar a algún interesado, estaba dispuesto a venderlos a bajo precio. Al oír esto, el hombre comenzó a interesarse, y ...
¿No les parece terrible la codicia que es capaz de abrigar el hombre? En menos de media hora, los tres íbamos camino de la montaña.
Al llegar al bosque de bambúes me detuve, les dije que más adentro estaba oculto el tesoro, y les pregunté si querían verlo. El hombre, por codicia, no puso objeción; pero la mujer, que ni siquiera se molestó en desmontar, dijo que esperaría allí. Era comprensible su deseo, ante el aspecto de un bosque tan espeso. Y eso era justamente lo que yo quería. Me apresuré a conducir al hombre, sin insistir en que ella nos acompañara.
A la entrada del bosque hay bambúes solamente, pero a cierta distancia existe un lugar más despejado con algunos cedros. No podía haber sitio  más apropiado para el logro de mi propósito. Abriéndome camino a través de los bambúes, engañé al hombre diciéndole que las piezas estaban ocultas al pie de un cedro. Él apresuró los pasos hacia unos cedros que se divisaban entre los bambúes. Caminamos aún algo más, y llegamos al lugar señalado.
En un segundo, lo ataqué y lo derribé. Aunque el hombre llevaba katana y era bastante vigoroso, al ser tomado por sorpresa y atacado por la espalda nada pudo hacer por evitarlo. Lo até sin demora al tronco de un cedro. ¿Dónde conseguí las cuerdas? Gracias a que soy ladrón siempre las llevo, por si me veo obligado a escalar algún muro. Naturalmente, es fácil impedir que el otro grite si se le llena la boca con hojas de bambú.
Terminada mi tarea con el hombre, volví en busca de la mujer y le dije que fuera a reunirse con su marido, que se había indispuesto repentinamente. Demás está decir que el plan tuvo éxito. La mujer, que se había quitado el ichimegasa, se dejó conducir hasta el lugar; pero al llegar, ni bien advirtió la situación del hombre, sacó un puñal -no supe cuándo-, y me desafió. Nunca conocí una mujer tan impetuosa. De no ponerme en guardia, nada me hubiera extrañado que en su arremetida, terminara atravesándome el vientre, o peor aún, matándome. Pero como sabrá, yo soy Tajömaru. Pude arrebatarle el arma sin hacer uso de la mía; y aunque valiente, una vez desarmada, nada pudo hacer. Así, por fin, pude satisfacer mis deseos de poseerla.
Como le dije, no había matado al hombre; era innecesario, después de haber conseguido a la mujer. Me disponía a huir cuando sucedió lo inesperado. Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir; si no ella misma moriría antes que soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres que la habían poseído. Dijo más: que sería de aquel que sobreviviera. Al oír estas palabras, el deseo de matar al hombre me ofuscó. [Sombría excitación.]
Contándolo de esta manera debo parecer muy cruel. Pero no; usted no vio la cara de la mujer en ese momento, ni soportó su mirada ardiente, como yo. Al mirar esos ojos juré casarme con ella, sí, hacerla mi mujer a riesgo de todo; ése era el único pensamiento que me absorbía.
Tal pensamiento no se debía al solo deseo carnal, como usted puede suponer. Al contrario; si en ese momento sólo hubiese sentido sensualidad, habría escapado, sin importarme golpear a la mujer. Y de ser así, no habría tenido ninguna necesidad de manchar mi katana con la sangre de ese hombre.
Pero viendo el rostro de aquella bella mujer en la penumbra del bosque, juré no abandonar el lugar sin haberlo ultimado.
Sin embargo, no tenía intención de matarlo en forma cobarde: solté sus ligaduras y lo desafié. (La cuerda que se encontró junto al tronco fue la que yo utilicé y que luego dejé olvidada.) Encolerizado, el hombre desenvainó su katana. Inmediatamente me atacó iracundo, sin pronunciar palabra. Huelga explicar lo que pasó después. Mi katana atravesó su pecho a los veintitrés asaltos. Recuerden esto; veintitrés asaltos. No consigo salir de mi asombro. Nadie hasta entonces me había resistido más de veinte. [Sonríe jovialmente.]
Muerto el hombre, con la katana aún mojada en su sangre, me volví hacia donde había quedado la mujer.
Pero ante mi asombro, había desaparecido. En vano registré el bosque tratando de encontrarla; ni el menor rastro. Escuché con atención: se oyó el estertor del hombre; nada más.
Pensé que al empezar el duelo ella habría salido en busca de ayuda. Y puesto que era cuestión de vida o muerte, me apoderé de la espada del hombre, junto con el arco y las flechas, y huí hacia la carretera. Una vez allí, encontré pastando el caballo de la mujer. De lo que siguió después, le diré únicamente que antes de entrar en la capital me deshice de la katana robada.
Esta es toda  mi confesión. Siempre tuve la convicción de que mi cabeza colgaría algún día de un árbol; senténcienme a la pena capital. [Actitud desafiante.]

Confesión de la mujer que llegó al Templo Shimizu:

-El hombre que vestía el kimono de seda azul, después de ultrajarme lanzó una mirada sarcástica a mi esposo, que estaba atado al tronco de un cedro. ¡Cuán humillado se habrá sentido mi marido! Cuanto más se empeñaba en liberarse, más se hundía la soga en su cuerpo. Desesperada, corrí hacia él. No, mejor dicho, quise correr. Pero al intentarlo, el bandido me derribó.
En ese preciso instante advertí un brillo extraño en los ojos de mi marido, tenía una expresión indescriptible... Lo recuerdo y todavía me hace estremecer. Él, al no poder hablar, procuraba expresarse de ese modo. Sus ojos no denotaban ni furor ni angustia...; despedían un brillo frío, que reflejaba su desprecio hacia mí. Más herida por esos ojos que por el golpe del ladrón, dejé escapar un gemido y me desvanecí.
Después de largo rato (creo), recobré el conocimiento, y advertí que el hombre del kimono azul había desaparecido. Estaba solamente mi marido, que continuaba atado al árbol. Me incorporé sobre las hojas de bambú y dirigí hacia él mis ojos. Pero el brillo de los suyos no había cambiado; me observaba con la misma frialdad, reafirmando su desprecio, y en lo más profundo, también su odio. Vergüenza, rabia, angustia...; no sé bien lo que sentí entonces. Me levanté, vacilante, y me acerqué a él:
-Takejiro –le dije-, después de lo sucedido, no podría seguir viviendo con vos. He decidido matarme, pero... pero vos también debéis morir. Visteis lo que me ha hecho: no puedo dejaros vivir.
Hube de hacer un gran esfuerzo para decirlo. Pero él seguía mirándome sin inmutarse. Sentí que mi corazón latía con violencia. Busqué afanosamente la espada de mi marido. En Vano; por lo visto, el bandido había robado sus armas. Fue una suerte que allí cerca encontrara mi puñal. Sosteniendo el arma en alto, volví a decirle:
-Ahora, dadme vuestra vida. Yo os seguiré inmediatamente.
Al escucharme, movió apenas los labios. Con la boca llena de hojas, no podía articular palabra. Sin embargo, con sólo mirarle adiviné su voluntad. Con profundo desprecio me decía: “Matadme”. Sin poderme dominar, enloquecida, clavé la daga en su pecho, a través del kimono de color lila. Volví a desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré, mi marido había muerto. Un rayo del sol poniente, filtrado a través del follaje, iluminaba su rostro sin color. Llorando, quité las ataduras de aquel cuerpo. Después... No tengo fuerzas para narrar lo que me tocó vivir después. Hice todo lo posible para darme muerte; clavé el puñal en mi garganta, me arrojé al lago, cerca de la montaña; pero todo en vano. Heme aquí, frustrados mis intentos, soportando el peso agobiador de mi deshonra. [Sonríe tristemente.]
Es de creer que a una mala mujer como yo, hasta por la misma Bodhisattva le sea negada la piedad.
En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada por un bandido, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que yo... yo...? [Estalla de pronto en violentos sollozos.]

Versión del muerto narrada por la médium:

-Después de violar a mi mujer, el bandido se sentó junto a ella y le habló, tratando de consolarla. Naturalmente, yo no podía hablar; estaba atado al tronco del cedro, amordazado. Sin embargo, intentaba decirle con los ojos una y otra vez: “No creáis a ese canalla, es mentira todo lo que dice”. Pero ella, sentada con las piernas recogidas, sobre las hojas de bambú, se miraba las rodillas con obstinación. Esa actitud me hizo suponer que estaría escuchando las palabras del hombre. Los celos me torturaban.
El bandido, hábil en la conversación, le hablaba de una cosa y otra, hasta que llegó a proponerle con el mayor descaro: “Ya que has sido injuriada en tu honor, no puedes seguir junto a tu esposo. A cambio de eso, y puesto que ya no serán felices, ¿no prefieres ser mi mujer? Fue el amor que me inspiraste lo que me llevó a cometer tal violencia contra ti”.
Mi mujer le escuchó fascinada y alzó la cabeza. Nunca la vi tan hermosa como en ese momento. Pero, ¿qué respondió ante su mismo esposo, víctima como ella de ese malhechor? Ahora vago perdido en el espacio, pero no podré evitar la rabia y los celos mientras recuerde sus palabras: “Bien, llevadme adonde queráis”. [Largo silencio.]
Y no fue éste el único delito de mi mujer. Si se tratara sólo de esto no sufriría lo que sufro en esta oscura eternidad. Cuando, como en sueños, se disponía a partir del brazo de aquel hombre, palideció repentinamente, y señalándome, exclamó: “Matadle. No puedo unirme a vos mientras él esté con vida”. Y repitió varias veces, enloquecida: “¡Matadle, matadle!” Aún ahora sus palabras quieren arrastrarme hacia el negro abismo.
¿Habrán salido alguna vez palabras tan atroces de labios de un ser humano? ¿Habrán entrado tan odiosas frases en oídos de algún mortal? Alguna vez, semejante... [Súbitamente, ríe con desprecio.]
El mismo bandido se quedó perplejo al oírlas. “¡Matadle!” Ella continuaba gritando y se aferraba al brazo del delincuente. Él la miró fijamente y no contestó... Antes de pensar en una respuesta, la arrojó al suelo de un puntapié. [Nuevamente una carcajada desdeñosa.]
Luego se cruzó de brazos tranquilamente y mirándome, dijo: “¿Qué piensas hacer con esta mujer? ¿La matas, o la perdonas? Contéstame con la cabeza. ¿La matas?” Sólo por estas palabras perdonaría la acción del individuo. [De nuevo largo silencio.]
Mientras yo vacilaba en contestar, mi mujer dio un grito y echó a correr, bosque adentro. El bandido se abalanzó tras ella, pero no logró alcanzar ni la manga de su kimono.
Fugada mi mujer, el hombre tomó mi katana, mi arco y mis flechas. Luego cortó en un solo sitio la soga con que me había atado. Recuerdo que al salir del bosque murmuró: “Ahora se juega mi suerte”. Siguió un profundo silencio. No, oí que alguien sollozaba. Mientras me quitaba las sogas escuché con atención, y noté que era mi propio sollozo. [Largo silencio.]
A duras penas separé del árbol mi cuerpo entumecido. Delante de mí brillaba la pequeña daga que había dejado mi mujer. La recogí y la hundí en mi pecho. Un coágulo de sangre subió a mi garganta, pero no sentí ningún dolor. A medida que mi cuerpo se enfriaba, todo a mi alrededor se volví silencioso y solemne. Ni el canto de un pájaro se oía en el aire de aquel lugar en la cañada de la montaña. Apenas una débil claridad descendía sobre las hojas, pero también eso fue desapareciendo, hasta que los cedros y los bambúes se borraron de mi vista. Tendido en el suelo, un hondo silencio me envolvía.
En ese momento alguien se acercó a mí con pasos cautelosos. Traté de ver quién era; pero la oscuridad me lo impidió. Alguien... alguien que no pude ver, una mano invisible, quitó suavemente el arma hundida en mi pecho, al tiempo que otro coágulo me volvía a llenar la boca. Y de nuevo me hundí en el oscuro espacio; por última vez, para siempre.


*Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927), gran cuentista japonés. Conocido en occidente gracias a Kurosawa, que en su celebre película Rashōmon, mezcla dos relatos de  Akutagawa (En el bosque y Rashōmon) para formar la trama. En 1927, entre alucinaciones y angustias no alucinatorias, acaso para enfatizar su condición de japonés, se suicidó. Parece que sus últimas palabras fueron “sombrío desasosiego”. No se sabe si se refería a la muerte o a la vida. 

viernes, 20 de mayo de 2011

(37) El homicidio de Bin Laden, Borges y una profecía cumplida.

   Era 1948. Ya había culminado la Segunda Guerra Mundial. Ya habían sido juzgados los jerarcas del nacionalsocialismo alemán en Nuremberg. Y mientras la Asamblea de las Naciones Unidas aprobaba –tras  una afectada fachada de concordia entre los pueblos y vindicación de la dignidad humana– la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, Jorge Luis Borges publicaba “El Aleph”. Sobre el noveno cuento de ese volumen, signaba en el epílogo: “quiere entender ese destino, que no supieron llorar, ni siquiera sospechar, nuestros ‘germanófilos’, que nada saben de Alemania”.
   Deutsches Requiem es el discurso –acaso confesión, y en ese caso, macabra confesión– del subdirector del campo de  concentración de Tarnowitz, la víspera a su ejecución por homicida y torturador, en que explora su destino y las sensaciones que le sugiere. “Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.” Con estas palabras, preludia su relato Otto Dietrich zur Linde; con estas otras, que iluminan la interpretación de las primeras, le da fin: “Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo’. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado’. Pensé: ‘Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo’. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
          Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
          Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
          Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.”
   Más allá del talento enorme para elaborar una precisa meditación en primera persona de la intrincada y laberíntica conciencia de un genocida, más allá de la provocativa perversidad del carácter del personaje, más allá del delicado sustento intelectual de cada idea, más allá del arte, podemos leer una reflexión filosófica en Borges aparentemente ajena a ese tiempo: ¿acaso no es un desatino establecer que se ha impuesto por única ley la violencia, cuando quienes encarnaban esa violencia han sido derrotados por los adalides de la libertad? ¿No es una insensatez pronosticar que el hábito del mundo será la muerte y la tortura cuando tras la guerra se respiran aires de democracia y Derecho?
   Sesenta y tres años después –y en ellos Corea, y Vietnam, y la promoción de las dictaduras homicidas sudamericanas, y Afganistán e Irak, y aún más– los Estados Unidos de Norteamérica vulnera la soberanía pakistaní, irrumpe en una residencia y ejecuta a un miembro de la realeza saudita sospechado de comandar el atentado contra el World Trade Center. No hay juicio ni condena acorde al Derecho, no hay resistencia del muerto: un homicidio sumario.[1] El cuerpo, abrazado a un lastre, es lanzado al mar con prontitud. Luego sabremos que el dato para llegar hasta aquel hombre fue obtenido a través de la tortura, en una base de detención donde la regla del trato es la tortura. Luego escucharemos al organismo máximo del Derecho Internacional, aquel que en sus documentos prohíbe y censura el apremio físico y el asesinato, las Naciones Unidas, y a los gobiernos que promovieron su formación, vitorear y alabar la empresa cowboy. Y luego, la estúpida y paranoica disputa sobre la veracidad de lo ocurrido, el juego de lo (no) mostrado. Y nada de eso, de la realidad de la noticia, importa. Lo que importa es que el hecho es inscribible dentro de las prácticas apolíticas actuales; en ese sentido es irremediablemente cierto porque ya no hay límites para lo cierto, creíble o increíble: es del orden de lo  hiperreal, como dijo Sandino Núñez. Este pensador, escribió en su blog, poco tiempo atrás, cuando los bombardeos a Libia, sobre las campañas de los Bush: “Son operaciones de cirugía grosera: la invasión a Panamá para llevar a Noriega a la justicia americana, la devastación de Afganistán para neutralizar el peligro Talibán, la destrucción de Irak para derrocar a Saddam. Operaciones completamente inverosímiles cuya verdad es precisamente la incongruencia, la exhibición inmotivada de un poder mecánico absoluto: lo Real. Como Jason Voorhees, el machetero enmascarado de Viernes 13. Detrás no hay nada, ninguna ideología, ninguna justificación, ninguna compleja operación de inteligencia militar o de diplomacia. Sólo hay, vagamente, el eco de un mandato simple y psicótico: un empuje ciego, la voz en la cabeza del psychokiller”. Y sobre quien ordenó esos bombardeos, el premio Nobel de la Paz[2], Obama: “Los Clinton-Obama en cambio se condenan a hacer guerras retorcidas, perversas e hipócritas. Procederán constitucionalmente, nunca irán solos, ni en alianzas que no tengan cierta legitimidad previa, reunirán al Consejo de Seguridad de la ONU, operarán en bloque con la OTAN y otros artefactos, apelarán a coartadas legislativas o humanitarias”.Pero allí donde Bush había impuesto el orden (las armas y el poder sobre el sentido), Obama parece no tener más remedio que volver al simulacro (de sentido), es decir, a la corrección: pues él es la cara buena de un mundo cuyo chasis, en definitiva, es el mismo que el de Bush: megamáquina militar, giganegocio de la energía.” Y a partir del contraste de los dos estilos, Núñez nos interpela: “¿A qué este simulacro de sentido político que se muestra como doblemente hueco además, ya que lo que se está combatiendo es, en última instancia, la aparición del sentido político mismo —ése que está encarnado, para el caso, en revueltas civiles del mundo árabe contra la opresión y la miseria, por trabajo, libertad, bienestar, etc.?”[3]
   En este punto de la nota, las palabras de Borges comienzan a tener otra dimensión. De correr el albur de ser contrarias a su tiempo y una notable ficción, a ofrecerse como el punto de partida para entender nuestra realidad. Es que la Administración Norteamericana, con o sin hipocresía progresista, es una expresión de aquel destino que prometía zur Linden, una forma mutante de él. No eran las timideces cristianas sino el afán de sentido contra lo que se rebelaba en última instancia la demente avanzada nazi. En el relato, zur Linde opera de manera paradojal; presenta un mundo con sentido, una explicación con sentido, y todo sobre una estructura pensable, pero lo hace para instalar el no-sentido de la violencia. En su punto, era una tarea inacaba; hoy, no. Tuvo éxito, acaso, con un aliado insospechado: el capitalismo de consumo.[4] Él ha matado esas pretendidas estructuras de sentido, facilitando el reino de la violencia más inmotivaba. Y así el empuje Bush-Obama contra ese supuesto fantasma del terrorismo. No hay manera de razonarlo ni entenderlo; sin justificar los actos, no hay manera de limitarlos, de sopesar sus consecuencias. Es el psychokiller del que nos hablaba Sandino. Finalmente, era cierto; el destino es curioso. La ley de la espada venció en 1945. Estableció las bases para la irracionalidad actual: la derrota concreta nacionalsocialista, fue la victoria simbólica de su predica de furia, orden y poder sin sentido. Y como en el caso alemán, estos mecanismos que determinaron el nuevo orden, acabarán por destruir, ya lo están haciendo, a la nación que los ha procreado, los Estados Unidos. Así la última crisis económica de ese país, merito del capitalismo sin bandera. Así, las guerras empantanadas a las que lo lleva el lobby de la industria bélica. Así, la paranoia de la amenaza terrorista como negocio del poder y el mercado.    
   El cuento de Borges culmina horas antes de la ejecución. Pero podemos imaginarla, aunque en ello pequemos de cinematográficos. Zur Liden avanza impasible hacía la improvisada horca.[5] Ante el verdugo, no acepta que le cubran el rostro. Le colocan la cuerda en torno al cuello. Está atado de manos, mas no de pies. No se resiste, no lucha. La cámara, lentamente, hace foco en sus parpados; límpidos y orgullos, ni una sombra de consciencia o temor les es macula. En su brillo vemos el sabor perverso de la victoria secreta que paladea. Acaso alguno de los presentes lo ha advertido y no lo entiende y se horroriza. Sentimos un torpe ruido de maderas: sin dilaciones ni solemnidades, han pateado la escalera que sostenía en la vida a zur Linden. El cuerpo comienza a balancearse; entra y sale de foco, porque la cámara no se mueve ni se aleja. El alemán no lucha ni entorna los ojos. Finalmente, el cuerpo deja de moverse. Ante cámara vemos aquellos mismos parpados, en los que el brillo se va apagando y entonces, ya sin luz, dejan traslucir una imagen: es un futuro atroz, el que soñó zur Linde, y que nos es sospechosamente familiar.          



(D.C)


[1] La fuente gubernamental norteamericana indica que sí hubo resistencia, pero sin armas. Ahora, ¿cómo puede ofrecer resistencia, sin arma alguna, un sexagenario ante una tropa armada cuyo entrenamiento diario y oficio es la muerte? Exijo una explicación.    
[2] Tengo la expectativa de que se haya sacado la medalla del Nobel del cuello para ordenar esas acciones militares. Sí, soy un hombre de sueños modestos. 
[3] Recomiendo absolutamente la lectura del artículo respecto del asesinato de Bin Laden, análisis infinitamente superior a este, de Sandino Núñez en su blog: http://sandinonunez.blogspot.com/2011/05/bin-laden-es-bin-laden.html
[4] Esto no es tan sorprendente, si consideramos que se ha sostenido que los campos de concentración, fueron la expresión más radical, aplicada sobre la vida humana misma, del esquema de la revolución industrial y su positivismo descarnado: maquinas exactas de matar en serie, de la manera más eficiente posible.
[5] Sé que Borges marca al comienzo del relato que zur Linde será fusilado, pero eso una libertad de este juego cinematográfico que he propuesto. Por lo demás, la tradición preceptúa que los soldados son fusilados como forma de ejecución de la condena a muerte. Sin embargo, a los jerarcas nazis se les negó ese “privilegio”, porque la aberración de sus crimines excedía los desbordes de la guerra: era genocidio, vejaciones de lesa humanidad. 

martes, 17 de mayo de 2011

(36) The Axis of Awesome

The Axis of Awesome es una banda australiana principalmente conocida por su enganchado "Four chord song" en el cual explican que todas las canciones pop de los últimos 40 años utilizan los mismos cuatro acordes. Lo demuestran bastante bien. Dejo aquí la actuación de la banda en vivo, interpretando dicho tema:


Y como yapa otro gran tema de la banda. En este caso una parodia al género de las "boys band" en donde hacen una canción de amor dentro de los cliches de dicho estilo mientras explican lo que hacen titulada "How to write a love song". Imperdible.


viernes, 13 de mayo de 2011

(35) Los caballos de Abdera. (Leopoldo Lugones).

Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.
Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.
Estas circunstancias habían contribuido también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas.
Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y alimentación.
A son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles.
Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban pábulo al comentario general.
Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre metrópoli.
Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a pesar de todo.
Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho.
Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes no se reprodujo la rebelión.
Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría.
Medianoche era cuando estalló el singular conflicto.
De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado.
Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe.
Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas.
Conmovida de tropeles, la ciudad oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto.
Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla.
Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia.
Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor...
Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros.
El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad a la más insensata destrucción.
Los hombres empezaron a armarse; mas, pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar también.
Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas.
El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio, quedaron acribillados por las saetas de los defensores.
Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, a decir vedad, profundamente trabajadas.
Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque.
Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos.
De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho...
Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban a ceder.
Súbitamente una alarma paralizó a las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo.
Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena.
Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades.
Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido.
A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas.
En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...?
Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico "¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza.
¡Glorioso prodigio!
Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos.
Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde:
—¡Hércules, es Hércules que llega!

martes, 10 de mayo de 2011

(34) La cultura de los falsos achievements


     Cinco horas en las que practicamente no pestañeo, cinco horas de agotamiento intenso para su mente y sus ojos, de una finísima coordinación ojo-mano, hace dos o tres que quiere ir al baño, pero no puede dejar las cosas a la mitad, ahora que empezó mejor que lo logre. Tiene sed, pero dicen que para lograr algo hay que hacer algunos sacrificios, y después de todo, ¿qué son algunas horas con sed?. Nada. Sigue, ya van seis horas. Está muy cerca, le duelen los ojos, después descansará. Solo le queda uno. Está a punto de lograrlo. Lo logró. Lo consiguió. El cartel que aparece en la pantalla del televisor le confirma aquello que él ya sabe. Ha conseguido el último achievement que le faltaba. Lo ha logrado.
    ¿Y ahora qué?. ¿Cómo evitar que nos invada la nada absoluta, la certeza de no tener nada que hacer que sea válido, que sea de importancia en el mundo, que nos afecte como individuos a un nivel profundo?. No hay problema, el próximo juego también tiene una lista de achievements, el orden se restablece en el universo, todo cobra sentido. Irá al baño, una comida rápida, y a seguir jugando.
    Para aquellos que no sean familiares de las consolas de última generación, vayan algunas aclaraciones. Con la incorporación de internet en las consolas de juegos de diversas maquinas se han podido abrir comunidades online donde se guardan los “achievements”, es decir los logros, que el jugador ha obtenido en un juego. Estos pueden ser diversos, no crean solo que es el terminar el juego, no, no, hay muchísimas variables. Por ejemplo, puede ser terminarlo en un determinado tiempo, o llegar a un determinado lugar o nivel en menos de tanto tiempo; haber pasado por tal lugar dos veces; haber aniquilado a X cantidad de enemigos; en fin, son diversos y numerosos, pero principalmente, muchas veces son bastantes vacíos de cualquier significado.
  No ataco aquí a la industria de los videojuegos, ni a los videojuegos. De ninguna manera. Si creo, sin embargo que están mostrando un síntoma de algo mayor. Esta necesidad que tenemos que alguien nos diga que hemos logrado algo es ya preocupante. Hacemos lo que sea, con tal que se nos prometa que al lograrlo se nos dirá explicitamente que lo hemos logrado, o que en su defecto, se sobreentienda por ser una creencia popular. Si me preguntase por qué esto es así, la única respuesta que podría deducir es que ya no logramos nada que sea trascendente. Es más, ni siquiera hacemos cosas que tengan ningun tipo de significado que no sea sintomático de nuestra ausencia de propósito.
    ¿Quién no ha saludado alegremente al amigo o compañero que se recibe felizmente en el menor tiempo posible de su carrera o profesión predilecta?. ¿Y qué?. Prefiero al estudiante demodé que se pasa un par de años más, siempre y cuando los pase estudiando, formándose, aprendiendo, a aquel que servilmente sigue el plan de estudios, aprueba los exámenes, pero es incapaz de revolverse por si mismo fuera de los parámetros meramente laborales. Obtenemos el título, somos profesionales, ¿lo logramos?. Eso dependerá de cada uno, no pretendo generalizar y decir que cada persona que consigue el título en tiempo y forma no aprovecha su carrera. Lo que digo es otra cosa, culturalmente parece haber una plusvalía en el hecho del plazo. Lo que me vuelve al tema de los achievements en los videojuegos. Uno de los más comúnes es aquel que es otorgado por alcanzar tantas horas de juego. Similitudes, similitudes.
    ¿Habremos de echar la culpa a nuestra desafortunada suerte por haber nacido después de lumbres tales como Descartes, Kant, Borges, Carrol, Horacio, Dante?. Pues no. Lo que tenemos que darnos cuenta es cual es la diferencia fundamental entre sus proyectos y los nuestros. En nuestra actual cultura nos imponemos objetivos, ya sea a corto, medio o largo plazo. Sin embargo, estos son solo eso, objetivos, metas a cumplir por el mero hecho de cumplirlas. Los que nos precedieron, sin embargo, tenían una visión radicalmente diferente. Los objetivos eran los pasos a seguir, la meta final difería muchisimo. La meta no era acoplarse al sistema de achievements de la época, si no destacarse, marcar la diferencia, dejar una marca, al fin y al cabo, de que han estado aquí. ¿Qué marca dejarán en el mundo aquellos que se reciben de abogados en cuatro años y lo ven como un trabajo y nada más? ¿En qué difieren ellos de cualquier otro trabajador?. ¿Qué marca dejarán en el mundo aquellos videojugadores que sigan obedientemente la lista de achievements de algún juego?. En nada. Ambos son iguales, ambos son síntomas de una enfermedad, de nuestra incapacidad para la producción seria y comprometida.
    Es comprensible, la verdadera producción lleva tiempo, consume tiempo, le pagamos los minutos de nuestra existencia como tributo. En esta época en que todos corren pero en círculos es normal que esto no sea algo que se tome en consideración. Quizá algún día frenemos, paremos, nos bajemos del mundo, como anhelaba la queridísima Mafalda, y logremos dedicar la vida a una obra, sea esta el amor, sea la pintura, sea la que sea, ahí es que nos daremos cuenta de la falsedad de nuestros otros méritos1.
    Por suerte, he terminado con este artículo. ¡Lo logré!. ¡Mierda!, se nota que no hay escapatoria.


(A.M)

1En esta somera enumeración de falsos logros podríamos agregar la denominada meritocracia que existe en la República Oriental del Uruguay. Se denomina meritocracia a la búsqueda implacable de papeles que se da en Uruguay para presentarlos a los concursos oficiales del país. Un sistema que roza el de las consolas de videojuegos.   

viernes, 6 de mayo de 2011

(33) Para vivir no quiero... Pedro Salinas

Dejo a continuación un poema del español Pedro Salinas. Proviene del libro "La voz a tí debida". 


Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.

¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!


Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

lunes, 2 de mayo de 2011

(32) Wasting Light. Foo Fighters.

No sólo de rock and roll vive el hombre. Pero este es un buen año de discos rockanroleros y llevo el ritmo en la sangre. ¡Precioso! Wasting light. Nuevo trabajo de los Foo Fighters. Como para no andar eligiendo, va completito, en versión estudio-vivo.